La cara B de la lista de libros de David Bowie

En una lista tan variada sorprende la ausencia de géneros clave para el artista como el cine o la ciencia ficción

David Bowie, en la película 'Feliz navidad, Mr. Lawrence' (1983), de Nagisa Ōshima.

A pesar de su bibliofilia, Bowie mantuvo una distancia prudente frente al negocio editorial. Su carácter diletante le impedía seguir el ejemplo de Pete Townshend: en 1983, la propuesta de ocupar un puesto similar al que tenía T. S. Eliot llevó al cabecilla de The Who a funcionar como editor en las oficinas de Faber and Faber. Aunqu...

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A pesar de su bibliofilia, Bowie mantuvo una distancia prudente frente al negocio editorial. Su carácter diletante le impedía seguir el ejemplo de Pete Townshend: en 1983, la propuesta de ocupar un puesto similar al que tenía T. S. Eliot llevó al cabecilla de The Who a funcionar como editor en las oficinas de Faber and Faber. Aunque terminó cayendo. En 1998, Bowie fue uno de los socios fundadores de 21 Publishing, una empresa dedicada a libros de arte “libres de jerga académica”. Allí participó en la elaboración de Nat Tate: un artista americano, una broma del novelista William Boyd sobre el tópico del pintor olvidado.

Varios libros sobre arte aparecen entre sus recomendaciones: La brutalidad de los hechos: entrevistas con Francis Bacon, de David Sylvester; un muestrario del pintor pop japonés Tadanori Yokoo; el Diccionario de temas y símbolos artísticos, de James Hall; Más allá de la Caja Brillo: las artes visuales desde la perspectiva poshistórica, la colección de ensayos de Arthur C. Danto; la monografía de Richard Cork sobre David Bomberg. Le proporcionaron el armazón conceptual que le permitió entrevistar a figuras de primer nivel para la revista Modern Painters. En cuanto a la música, impresiona saber que Bowie se sumergió en los textos fundacionales de la crítica rock: desde el irreverente Awopbopaloobop Alopbamboom: Una historia de la música pop, de Nik Cohn, al erudito Mystery Train, de Greil Marcus, pasando por el analítico Historia del rock: el sonido de la ciudad, de Charlie Gillett. Aconseja igualmente dos vibrantes introducciones a la música soul: Nowhere to Run, de Gerri Hirshey, y Sweet Soul Music, de Peter Guralnick.

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Frente a estas demostraciones de que Bowie hacía los deberes, una omisión notable: no hay un solo libro sobre cine, si aceptamos que El día de la langosta, de Nathanael West, es más una aproximación a patologías californianas que un retrato del lado sórdido de Hollywood. Algo sorprendente: las energías que David dedicó al cine se saldaron con (al menos) dos películas memorables (El hombre que vino de las estrellas y Feliz Navidad, Mr. Lawrence); puede que la autocrítica de Bowie fuera más áspera. Tampoco hay —y esta es una laguna lamentable— ciencia-ficción, uno de sus principales catalizadores en los años sesenta-setenta, seguramente relegada por los prejuicios dominantes frente a la literatura de género.

También resulta chocante el olvido de literatos que están muy presentes en su obra. De Bertolt Brecht grabó Alabama Song y el ciclo de canciones de Baal, una función tremendista que David interpretó a petición de la BBC. Con William Burroughs hubo una doble influencia. Bowie utilizó su técnica del cut-up para construir letras. Y sus imágenes de decadencia urbana y sociedades apocalípticas se filtraron a discos como Diamond Dogs. En 1973 hubo un encuentro entre Burroughs y Bowie, a instancias de la revista Rolling Stone, pero no se produjo la previsible afinidad.

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