Juan Bosch, entre política y literatura

El presidente dominicano sacrificó su carrera como novelista por la defensa de la democracia en su país

Juan Bosch, junto al entonces vicepresidente de Estados Unidos Lyndon B. Johnson (a la derecha), en el aeropuerto de Santo Domingo en febrero de 1963. Bettmann Archive

Conocí a Juan Bosch con motivo de una conferencia que impartió en 1967 en el diario Pueblo de Madrid. Estaba acompañado de Enrique Ruiz García, su asesor político, que más tarde lo sería también de José María de Areil­za en España y del presidente Luis Echeverría en México. Este antiguo redactor del periódico de los sindicatos franquistas había saltado a la fama un...

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Conocí a Juan Bosch con motivo de una conferencia que impartió en 1967 en el diario Pueblo de Madrid. Estaba acompañado de Enrique Ruiz García, su asesor político, que más tarde lo sería también de José María de Areil­za en España y del presidente Luis Echeverría en México. Este antiguo redactor del periódico de los sindicatos franquistas había saltado a la fama un lustro antes por encontrarse entre los asistentes al llamado contubernio de Múnich, una célebre conspiración de opositores a la dictadura de Franco. La presencia de Ruiz García junto al expresidente dominicano no resultaba accidental. Ambos habían conocido el exilio y la persecución política; y eran también escritores de vigorosa pluma, intelectuales de vanguardia, deseosos de protagonizar las transformaciones sociales que demandaban.

Bosch fue derrocado de la presidencia de su país por un golpe militar que constituyó el prólogo a la invasión de la isla por tropas norteamericanas. Los conmilitones que le detuvieron para expulsarle a Puerto Rico solo siete meses después de que hubiera asumido la presidencia argumentaron sin fundamento alguno su militancia comunista. En el corto espacio de tiempo que duró su mandato hizo aprobar una nueva Constitución y diseñó una reforma agraria que nunca se llevó a cabo. Ya para entonces él sabía que los males que afligían a su país eran comunes a los que determinaban el futuro incierto de América Latina: falta de institucionalidad democrática; corrupción generalizada; desigualdad social; vulneración constante y culpable de los derechos humanos, y recurso a la violencia indiscriminada. Se había rebajado así el valor de la vida humana hasta extremos casi inimaginables.

Revolucionario como fue, no dejó de denunciar, como en su novela La Mañosa, los horrores ­frecuentes en las revueltas políticas

Desde su exilio en 1938 hasta su regreso —25 años después— como candidato triunfador en las primeras elecciones democráticas tras el asesinato de Trujillo, Juan Bosch había optado por sacrificar su vocación de escritor para poder dedicarse a la política. No obstante figuraba ya en todas las antologías de la nueva narrativa latinoamericana, por lo que su doble condición de intelectual y de activista le acompañaría toda la vida.

Revolucionario como fue, no dejó de denunciar los horrores y fracasos tan frecuentes en las revueltas políticas. Su primera novela, La Mañosa, subtitulada “La novela de las revoluciones”, se cierra con la noticia de los fusilamientos masivos a cargo de Fello Macario, sobrevenido en victorioso caudillo de los rebeldes.

—Pero, general, ¿cómo ha fusilado usted a esa gente? —pregunta el protagonista.

Y el otro, sin inmutarse:

—Era necesario.

—¿Necesario, general? ¿Es necesario matar?

—No, matar no, Pepe; pero hay que dar ejemplos.

La primera edición de La Mañosa es de 1936. Bosch, que ya había sufrido cárcel acusado de terrorismo, no se exiliaría hasta dos años después. Pese a que más tarde se vio envuelto en repetidas conspiraciones con el ánimo de derrocar a Trujillo, desde joven parecía convencido de que las revoluciones devoran siempre a sus hijos y buscó de continuo vías democráticas para la transformación de la sociedad.

Algunos apuntan su deriva intelectual hacia el marxismo, desencantado como estaba de experimentos aparentemente democratizadores que no acababan de solucionar los problemas de su muy querida América. No son pocos también los que han querido utilizarle para justificar las políticas populistas. Pero fue cualquier cosa menos un demagogo. Si apoyó el proceso cubano, presidió el Tribunal Russell y participó en cuantos congresos antiimperialistas se celebraron en los años setenta fue porque su análisis intelectual le llevó a la convicción de que los males latinoamericanos se fundamentaban en la esquizofrénica relación que Estados Unidos mantenía y mantiene con lo que todavía considera el patio trasero del imperio. La guerra de Vietnam acrecentó en él su rechazo a las políticas de la Casa Blanca y es probable que se haya deslizado hacia el marxismo teórico en algunas de sus reflexiones. También amigos y conocidos suyos, como Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, o Tierno Galván, que fue alcalde de Madrid con el PSOE, se confesaban marxistas. Pero otros, José María Figueres en Costa Rica o Rómulo Betancourt en Venezuela, encajarían mal en esa definición. En cualquier caso, nada hay en los escritos de Juan Bosch, ni mucho menos en su acción como agitador y conductor de masas, que permita identificarle sino como un demócrata de los pies a la cabeza.

Su padre había nacido en Tortosa y trabajó como albañil antes de emigrar a la isla. Él fue enviado por la familia a estudiar y trabajar en Barcelona, su suegra era gallega y, en resumen, mantuvo siempre un vínculo entrañable con España. Lector empedernido de los clásicos, sabía de memoria extensos pasajes de El Quijote y lucía en su prosa un admirable mestizaje entre su depurado castellano con el barroquismo del habla popular del Cibao dominicano. La primera vez que habló en público en España fue en febrero del mismo año 1967, en un colegio mayor de la capital ante un auditorio universitario. Trató de explicar lo que denominaba la “arritmia histórica” de la República Dominicana, motivada por haber sido siempre la isla frontera del imperialismo, sometida a mayores violencias, ultrajes y peligros que otros territorios de la corona. Más tarde, en abril del citado año, frente a un auditorio multitudinario congregado en la sede de Pueblo, hizo pública su condición de revolucionario tranquilo. “América Latina tiene una larga tradición de lucha”, dijo. “Cuarenta y dos mil infantes de marina pudieron poner fin a la revolución dominicana, pero ni con 42 millones de hombres se podrá poner fin a la revolución de Latinoamérica. Lo que hay que hacer es anteponerse a esta revolución y lograr que se haga no violentamente, sino institucionalmente. Para que nuestros hijos, sin tener que ir a morir, puedan vivir en la justicia y la libertad”. En el momento en que todo esto sucedía, la izquierda europea todavía no había perdido las esperanzas en el experimento cubano y en los procesos de descolonización en África.

Junto a su protesta política, Bosch aprovechó la visita a España para hablar de literatura. Señaló en una entrevista con Ángel María de Lera el abismo que existía, pese al famoso boom, entre la latinoamericana y la de la península Ibérica. “Todas nuestras literaturas forman una sola, pero no hemos conseguido darle la unidad precisa dentro de su diversidad”, comentaba. Para añadir: “Es una lástima y una falta imperdonable porque no sabemos hacer uso de ese gran instrumento universal que es nuestra lengua común. Ello nos debilita enormemente frente a la presión de otras culturas”. Medio siglo después, el panorama no ha cambiado mucho.

Tras su conferencia en el diario de los sindicatos, me presenté a Juan Bosch y entablé con él una relación que acabó por concretarse en la publicación de su libro El pentagonismo, una virulenta crítica a la política de Estados Unidos. En el prólogo que escribí décadas más tarde para la edición que de la obra hizo el presidente Leonel Fernández resalté que el análisis acerca del militarismo de la política americana continuaba de actualidad. “Poner al presidente de Estados Unidos a decir mentiras”, señalaba Bosch, “es degradar el país ante el mundo, y eso ha hecho el pentagonismo”. Semejante afirmación invita a la melancolía cuando vemos el cúmulo de mentiras y tonterías que Trump es capaz de hilar públicamente y a diario.

Michael Reid, que fue corresponsal de The Guardian y The Economist en el Caribe, especula en su libro Forgotten Continent con una anécdota protagonizada por L. B. Johnson cuando ordenó la invasión de República Dominicana. Según él, había tomado tan grave decisión al saber que “había cuerpos sin cabeza tirados en las calles de Santo Domingo”. Como la prensa le desafió a demostrar semejante aserto, tuvo la ocurrencia de llamar a su embajador para ordenarle: “Por Dios, hace falta que encuentres algunos descabezados”. El resultado de todo aquello es que no hubo democracia en el país hasta bien entrada la década de los noventa. Llegó de la mano de los seguidores de Juan Bosch.

Admiré de él su honestidad como político, su lucidez intelectual y su extensa cultura. Cuando le conocí, vivía en un apartamento de Benidorm acompañado de su esposa y sin ayuda doméstica. “No puedo pagar ni siquiera un secretario”, me dijo. “Soy un hombre muy pobre”. A cambio de su escasez, nos dejó un legado inmenso de solidaridad y dignidad.

La Mañosa. Juan Bosch. Berenice, ¿año publicación?. 201 páginas. 21,95 euros.

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