Dentro y fuera del Gabinete

El nuevo ministro de Cultura debe tomarse en serio y escuchar a un sector, el del libro, que genera un buen pellizco del PIB y que airea en el exterior la cultura de este país

Demi Moore en 'La teniente O'Neil' (1997), de Ridley Scott.

Aunque no soy partidario de los cien días de cortesía (a mí nunca me los concedieron), procuraré moderar mis opiniones acerca del nuevo Gabinete, sobre todo teniendo en cuenta que la tronitosa fachosfera mediática no ha tardado ni un minuto en arrojar envenenados dardos ideológicos contra el Consejo de Ministros y su vicepresidenta, mi añorada Carmen Calvo, reivindicada ahora a mis ojos como una especie de aguerrida teniente (género epiceno) O‘Neil. Tampoco diré nada demasiado inconveniente del ...

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1. Cortesías

Aunque no soy partidario de los cien días de cortesía (a mí nunca me los concedieron), procuraré moderar mis opiniones acerca del nuevo Gabinete, sobre todo teniendo en cuenta que la tronitosa fachosfera mediática no ha tardado ni un minuto en arrojar envenenados dardos ideológicos contra el Consejo de Ministros y su vicepresidenta, mi añorada Carmen Calvo, reivindicada ahora a mis ojos como una especie de aguerrida teniente (género epiceno) O‘Neil. Tampoco diré nada demasiado inconveniente del flamantemente dimitido ministro de Cultura (y Deporte), al que no le había dado tiempo de hacernos nada malo. Lo más consignable en la brevísima no-vida ministerial de Màxim Huerta (MH) fue su mismo nombramiento, que el digital de Pedrojota (en el que colaboraba) había saludado como “golpe de efecto” de Sánchez. Su designación —en último lugar y en el minuto 59 de la cosecha sanchesca, como si se tratara de un serótino— revelaba dos obviedades: 1) que la Cultura siempre puede dejarse para el postre, y 2) que el postre fue amablemente rechazado por otros a los que se les ofreció antes. MH —de quien me había hablado bien Ángeles González Sinde, que también sufrió lo suyo al frente del Ministerio “maltratado” (así lo ha llamado Ana Belén) y con más competencias transferidas— resultaba hasta simpático en su intento de hacerse perdonar su escaso interés en el deporte. Era tanta su contrición por su pasado escasamente deportivo que, en un momento dado, llegué a pensar que obligaría a sus funcionarios y asesores a presentarse en la Casa de las Siete Chimeneas con camiseta numerada, patines y stick de hockey para empujar los expedientes por los pasillos. Tampoco a Guirao, un gestor cultural de peso —quizás el más bregado que haya ocupado el puesto— se le conocen aficiones deportivas, pero eso no es una carencia que no arregle el nombramiento de un buen secretario/a de Estado. Por lo demás, y olvidando por un momento las reivindicaciones de los muchos sectores afectados, Guirao tendrá que ocuparse, en lo que respecta al negociado “libro”, de liderar de una vez un plan de fomento de lectura en las bibliotecas, transferidas o no; de hacer respetar con más eficacia (con sanciones a las compañías que utilizan las webs piratas para insertar su publicidad) el derecho de propiedad intelectual; de apoyar con euros y presencia las manifestaciones exteriores del sector y de los autores, su piedra angular; de facilitar la reconversión de las pequeñas librerías; de contribuir al viejo proyecto de crear un centro decente de la memoria editorial y, en definitiva, de tomarse en serio y escuchar a un sector que genera un buen pellizco del PIB y que airea en el exterior la cultura de este país (por ahora). En cuanto a los procelosos mares por los que va a navegar, y a los que está de sobra acostumbrado, me atrevo a recomendarle la lectura de El arte del engaño (Ariel), un ensayo-comentario de Daniel Tubau acerca de los grandes libros chinos de estrategia. De uno de ellos, extraigo un consejo que quizás le aproveche en sus probablemente complicadas relaciones con Hacienda: “Cien victorias / en cien batallas / no es lo más excelente, / sino vencer al enemigo / sin luchar”. Suerte, Guirao.

2. Tres bonaerenses

Samanta Schweblin (1978) y Mariana Enriquez (1973), dos narradoras muy diferentes, son autoras de algunos de los más acabados y sorprendentes relatos breves que he leído en los últimos meses. De la primera, ya había recomendado (creo que la incluí en mi lista de los mejores libros de 2017) su colección Pájaros en la boca (Random House). A Mariana Enriquez la descubrí también tarde con su libro de relatos Los peligros de fumar en la cama (2009), publicado por Anagrama el año pasado, igual que su última colección, Las cosas que perdimos en el fuego. En ambos, pero especialmente en el primero, me interesó su particularísima reelaboración de los cuentos de miedo, su gusto por contar historias insólitas en esos intersticios de la realidad tan caros a los surrealistas. La hermana menor, su último libro, es un interesantísimo retrato biográfico de Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993), con quien su sensibilidad literaria parece tener tantas afinidades. Silvina, la menor de las seis hermanas Ocampo, se nos muestra en él como la inquietante y exquisita mujer que fue. Pintora (discípula de Chirico) antes que poeta y narradora, hija retraída y poco convencional en una familia de terratenientes a los que les salía el dinero —y, en cierto sentido, el esnobismo— por las orejas, Silvina resplandece a su manera en ese brillantísimo “segundo plano” elegido por ella. Con ella aparecen su marido, Bioy Casares —con el que compartió amantes—, y su gran amigo Borges: los tres en una fascinante relación estrechamente familiar, compartiendo cenas, chismes, gustos y disgustos literarios. Son los años de Sur, la más influyente revista literaria del continente, y un momento excepcional de esa especie de Bloomsbury porteño por el que se deslizan, como fogonazos, actores y personajes de la historia literaria argentina. Un libro que he saboreado como un manjar exquisito. Y conste que lamento la frasecita, tan de paratexto de cubierta.

3. Américas

El historiador marxista Eric Hobsbawm (1917-2012) vio en las “Américas purísimas” cantadas por Neruda la posibilidad de estudiar como en un gigantesco laboratorio las diferentes fases del desarrollo histórico —o lo que los trotskistas llaman el “desarrollo desigual y combinado”— de las naciones que la componían. A esa tarea Hobsbawm —que viajó muchas veces a América y se sentía en ella “como en casa”— consagró muchos artículos, conferencias y capítulos de sus libros. Ahora todos esos “estudios americanos” aparecen compilados en¡Viva la revolución!, un volumen editado por su amigo Leslie Bethell que acaba de publicar Crítica.

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