Rovira

Tiene Dani Rovira un gracejo andaluz cercano y nada barroco, donde mezcla la ternura del individuo perplejo con la pulla convenientemente administrada

Para quien no tenga hijos adolescentes, conviene saber que Dani Rovira era ya una estrella ascendente antes de petarlo con Ocho apellidos vascos. En cualquier instituto se intercambiaban sus monólogos en YouTube como el Rey de El club de la comedia, con permiso de Eva Hache.

Cuentan que la fama no le ha sentado tan bien como merecería un chaval de Málaga. Pero, a juzgar por la manera en que el sábado se hizo con el siempre complicado medio de la entrega de los Goya gracias a sus tablas, nadie diría que, en esencia, no siga derrochando encanto.

Tiene Rovira una s...

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Para quien no tenga hijos adolescentes, conviene saber que Dani Rovira era ya una estrella ascendente antes de petarlo con Ocho apellidos vascos. En cualquier instituto se intercambiaban sus monólogos en YouTube como el Rey de El club de la comedia, con permiso de Eva Hache.

Cuentan que la fama no le ha sentado tan bien como merecería un chaval de Málaga. Pero, a juzgar por la manera en que el sábado se hizo con el siempre complicado medio de la entrega de los Goya gracias a sus tablas, nadie diría que, en esencia, no siga derrochando encanto.

Tiene Rovira una simpatía de tapa y chiquito, un gracejo andaluz cercano y nada barroco, donde mezcla la ternura del individuo perplejo con la pulla convenientemente administrada. Los momentos en que, en medio de aquel pseudoespectáculo pobremente trabado, le dejaban lucirse entre los invitados fueron lo único memorable del show. Los salvó con derroche de humorista curtido, simpatía natural e intención bien dosificada.

Menos mal. Tendría que replantearse el mundo del cine de arriba abajo una fiesta mal copiada de Hollywood. Pero si eso es algo que debe partir de un presidente al que, siendo un actor más que respetable, no le duelen prendas en presentarse con unos folios arrugados a soltar cuatro ideas sin ninguna fuerza, la batalla está perdida.

Frente a la desarrapada imagen de un Antonio Resines descafeinado y sin ganas de lío frente a las autoridades presentes, Rovira estuvo a la altura levantando los colores de algún elemento nefasto para el cine y la cultura, como el ministro Montoro. Tampoco dejó de animar a un arreglo a la politiquería presente, bien vistiera frac, en un golpe de efecto surrealista, como Pablo Iglesias, o bien sin la corbata que Pedro Sánchez ya se ha quitado. ¿Será por pavor a que lo ahorque algún barón de su propio partido? Seguro…

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