Las debilidades del negacionismo

Ha cambiado el rostro del negacionismo climático, que ya sabe con qué y con quién se la juega. Ante la imposibilidad de negar el problema, el discurso de las grandes petroleras prefiere ignorar las soluciones para mantener el mayor tiempo posible un negocio destinado a una transformación radical

Vista del antiguo puente en el embalse de Guadalteba, Andalucía, que emergió en enero, al bajar drásticamente debido a la falta de lluvias.Daniel Pérez (EFE)

Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de abril.

La señal más clara de que vivimos una emergencia climática es que el secretario general de las Naciones Unidas emplea una terminología religiosa mientras el Papa apela a la ciencia. El pasado septiembre, António Guterres declaraba que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”, y un mes más tarde, el mismísimo Francisco I señalaba q...

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Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de abril.

La señal más clara de que vivimos una emergencia climática es que el secretario general de las Naciones Unidas emplea una terminología religiosa mientras el Papa apela a la ciencia. El pasado septiembre, António Guterres declaraba que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”, y un mes más tarde, el mismísimo Francisco I señalaba que los orígenes antropogénicos del calentamiento global estaban fuera de toda duda. “Ya no se puede dudar del origen humano del cambio climático”, dijo el pontífice. De los diez principales riesgos identificados por el Foro Económico Mundial para la próxima década, cinco son directamente medioambientales. El cuartel general del capitalismo en Davos también está alineado.

El negacionismo tradicional es ya una fuerza agotada. Durante décadas, las grandes petroleras orquestaron campañas centradas en engañar al público y atraer a su causa a los responsables políticos, a pesar de haber sido casi las primeras en comprender la realidad científica a la que nos enfrentamos. Hoy se ven obligadas a iniciar una larga retirada que culminará necesariamente con el fin de su principal línea de negocio. Mientras tanto, cada paso intermedio que demos a favor de una mayor conciencia y consciencia climática será el resultado de una lucha muy reñida. Puesto que ya no pueden negar el problema, el discurso se centrará en ignorar las soluciones. Al fin y al cabo, ni siquiera los Acuerdos de París de 2015 consiguieron emplear un lenguaje que mencionase siquiera al principal impulsor del cambio climático: los combustibles fósiles. Esta omisión se ha subsanado por fin en la COP28 de Dubái, que ha dado un pequeño pero vital paso al atreverse a señalarlos. Pero no desfallezcamos: conseguir que se reconozca lo evidente es siempre una ardua tarea.

Como siempre, las victorias son parciales. El nuevo negacionismo es cada vez más sofisticado y sigue desplegando todos los recursos a su alcance para alterar los términos del debate. Seguirá sembrando la confusión, trabajando para generar una disonancia cognitiva en la que se reconozca la necesidad de abordar el cambio climático, pero no todo lo que ello conlleva. Según su taimada lógica, exponer los hechos es hacer alarmismo, y por lo visto es mejor ignorar los desastres que trabajar por evitarlos. El nuevo negacionismo se afana en impedir que se explicite lo que está implícito.

Las probables consecuencias del cambio climático son bien conocidas. Dado que el IPCC no es inmune a las presiones políticas, que las instituciones tienden a ser prudentes en sus predicciones y que en un futuro próximo superaremos una serie de puntos de inflexión aún desconocidos, es muy probable que incluso estemos subestimando los riesgos. Cualquier evaluación sobria hará referencia a la pérdida de biodiversidad y a una sexta extinción masiva, a la acidificación de los océanos y el aumento de los fenómenos meteorológicos extremos, a las sequías, inundaciones e incendios forestales, al aumento de la transmisión de enfermedades contagiosas, a las migraciones forzosas masivas, al aumento de la mortalidad, en fin, a un largo listado de consecuencias nefastas. Porque lo que está en juego es, literalmente, una cuestión de vida o muerte. No actuar contra el cambio climático es una “sentencia de muerte”, dicen Guterres y Greta Thunberg; el cambio climático mata, dice el presidente mientras el Papa rechaza el “pragmatismo homicida” que supone confiar en las soluciones tecnológicas. Alarmismo, pánico, histeria… eso dicen los negacionistas. Si todos vamos a morir, no hay nada que hacer.

La descarbonización como deber

Sin embargo, no todos vamos a morir. Son los más vulnerables, tanto entre los pobres del mundo como en sus propios países, los que corren con todos los riesgos, y somos los menos vulnerables quienes tenemos más probabilidades de ser cómplices de esas muertes. El cambio climático nos devuelve así a la esencia de lo político, pero no debería ser motivo de alarma esta política de la vida y la muerte –una constante a lo largo de la historia– sino el papel que han decidido desempeñar los distintos actores de esta historia. Los más peligrosos, quienes están entrando en pánico, son también los más apegados a un régimen energético que se está quedando obsoleto, y por eso predican la parálisis, una estrategia de retaguardia que adquiere la forma de una política de tierra quemada.

Durante mucho más tiempo y mucho mejor que otros, el sector petrolero y sus aliados han comprendido la lógica implacable del cambio climático: existe, está causado por el ser humano, su principal causa es la quema de combustibles fósiles y no hay duda de que hay que poner fin a esta quema, y cuanto antes mejor. Su supervivencia pone en peligro la de todos los demás y, por ello, la descarbonización es tanto una necesidad económica como un deber moral. El abolicionismo del carbono es una cruzada cuya fuerza está destinada a crecer.

En la primera de las tres cánticas de su Divina Comedia, Dante nos enseña cómo, al cruzar el umbral del infierno, el viajero debe abandonar toda esperanza. Y ése es, sin duda, el camino fácil. Imaginar catástrofes futuras sólo es útil cuando sirve de profilaxis, no de profecía. Mejor consejo es el que ofrecen Héctor Tejero y Emilio Santiago en su manifiesto ¿Qué hacer en caso de incendio?: encontrar el punto medio entre la relajación y el pánico. El optimismo nos permite pensar desde el punto de vista de una victoria colectiva imaginada. Un error mucho mayor que minimizar el alcance de los retos a los que nos enfrentamos es subestimar las posibilidades de transformación y exagerar los efectos de la inercia social.

Las previsiones tienden al conservadurismo institucional porque extrapolan las tendencias existentes, pero una Tierra totalmente descarbonizada es mucho más fácil de imaginar pensando hacia atrás desde el futuro en lugar de proyectándonos adelante desde el presente. Porque queramos o no, seamos o no conscientes de ello, un nuevo mundo está naciendo y las señales son cada vez más claras. Las vemos en la batalla de Doñana, en la sequía en expansión, en la crisis de los pellets en Galicia y en la contaminación general, en el debate sobre los diferentes modos de transporte y la revuelta de buena parte del campo. La agenda climática seguirá ocupando una parte cada vez mayor de la agenda política. Aún estamos cerca del invierno, pero esperen al próximo verano récord.

La descarbonización está en marcha. Mientras leen estas líneas, se realizan inversiones públicas récord en investigación y desarrollo energéticos. Las nuevas tecnologías, como las baterías de los vehículos eléctricos, son cada vez más baratas y se despliegan a una velocidad inusitada. China instaló sólo en 2023 tanta capacidad solar fotovoltaica como en todo el mundo en 2022. Y ya tenemos algunas certezas: quienes no aceleren sus esfuerzos se quedarán atrás; quienes no consigan innovar se volverán dependientes de otros; quienes sigan anclados en mentalidades del siglo XX serán los perdedores de las próximas décadas. O descarbonizamos o seremos descarbonizados.

No es tarea fácil. La descarbonización implicará la transformación total de la economía y la renovación y sustitución de la totalidad de nuestro entorno construido, desde los adoquines de las calles hasta los paneles solares de nuestros tejados. La velocidad del cambio no tendrá precedentes históricos: su alcance representará la mayor transformación desde la Revolución Industrial. Como consecuencia, toda la política será política climática y todas las políticas públicas se convertirán en políticas climáticas. Según Guterres, esto implica una estrategia sobre el todo, en todas partes y todo a la vez. Y aunque lo contrario sea el nuevo e indigno negacionismo, el eslogan aún debe transformarse en acción, lo que se antoja imposible sin una multiplicación de las razones, las políticas y los actores institucionales y sociales para la descarbonización. Sin duda será increíblemente difícil, pero también mejor que escuchar los consejos del pánico y la parálisis, gemelos inútiles que nos dicen que es imposible.

Como ha dicho Elvira Lindo, es esencial combinar los objetivos medioambientales con la justicia social y el optimismo económico. La reciente ola de movilizaciones agrarias pone una vez más de manifiesto la necesidad de una transición justa y las dificultades políticas inherentes a su realización. También serán esenciales las grandes mayorías democráticas. La agenda climática requerirá coaliciones cada vez más amplias: entre sectores económicos; entre las ciudades, los pueblos y las zonas rurales; coaliciones transfronterizas y entre administraciones públicas, entre el sector privado y la sociedad civil. Y habremos de lanzar llamamientos en todos los registros, con todas las razones y las emociones, lanzados a todas las identidades: a los ciudadanos, a los trabajadores, a los consumidores, a las generaciones, a las familias.

Habrá que desplegar toda la taxonomía de argumentos climáticos. No sólo los tradicionales “verdes”, que señalan la pérdida de biodiversidad, las consecuencias de una sexta extinción masiva y los daños que se están causando a nuestro aire y agua. O los “rojos”, que se centran en la justicia social y los daños a la salud, y que constatan que la crisis climática intensifica las desigualdades existentes entre los países y dentro de ellos. También lo que podríamos denominar “argumentos azules”, centrados en la competitividad, la oportunidad y en captar cuotas de mercado, y que ilustran cómo es mejor invertir en mitigar hoy, para evitar lo peor, que en adaptarnos mañana, cuando el daño ya estará hecho. Y, por último, los argumentos “negros”, los que nos dicen que la descarbonización es también una cuestión de geopolítica, de seguridad nacional, de soberanía y protección. Porque no descarbonizar es un signo de debilidad.

Nada de esto podrá lograrse sin que despleguemos toda la gama de instrumentos disponibles (económicos, fiscales, reguladores, administrativos, burocráticos, etc.) de forma coordinada y al más alto nivel. Todo el mundo tiene aquí un papel que desempeñar: los ministerios económicos para los cambios sectoriales; los ministerios sociales en la gestión de los conflictos distributivos que se están intensificando; pero también el núcleo duro del Estado en lo que debe suponer un ambicioso proyecto de renovación nacional, continental y global. Más pronto que tarde, todos los ministerios serán, en cierto modo, el Ministerio para la Transición Ecológica.

Como dice el refrán, la derrota es huérfana, pero la victoria tiene mil padres. Así lo aplicamos en su día al Estado del bienestar: los socialistas pasaron de reclamar la nacionalización de los medios de producción a los servicios públicos universales; los liberales, del laissez-faire al informe Beveridge; los conservadores, de la represión de los trabajadores al benévolo paternalismo. Como sostiene el economista Branko Milanovic, la competencia con el comunismo de Stalin y el miedo que éste suscitaba también contribuyeron. Todos desempeñaron su papel. Del mismo modo, la descarbonización se convertirá en la progenie de una familia de actores muy poco convencional.

Aquí reside la virtud de la batalla de las ideas. Provocar cambios en las posiciones retóricas va unido a la reconfiguración de los intereses. Del mismo modo que, en comparación con hace apenas una década, casi todo el mundo ha reconocido ya la realidad del cambio climático es sólo cuestión de tiempo que den los siguientes pasos y asuman de una vez lo que hace falta para hacerle frente. Más vale tarde que nunca para los nuevos conversos, pero sería mejor que lo hiciesen cuanto antes. Incluso los más recalcitrantes acabarán comprendiendo que, si las estaciones se deforman lo suficiente, todos llegaremos a sentirnos extranjeros en nuestro propio país. El Sahara, esta vez sí, empezará a los pies de los Pirineos.

No tiene por qué ser así. Vivir la emergencia climática conlleva una contradicción permanente. Las tendencias indican que cada año será el más cálido de la historia, pero el más frío de las próximas décadas. Entre la utopía y la distopía se extiende el duro camino de una reforma tras otra. ¿La esperanza? Producir una cascada política y económica a tiempo de evitar lo peor de la escalada climática. A los nuevos negacionistas se les combate acelerando los pasos en la dirección correcta. Porque, en realidad, Dante se equivocaba: si te encuentras a las puertas del infierno, no abandones toda esperanza. Sobre todo, ¡date la vuelta!

*David Lizoain es economista y autor del libro ‘Crimen climático’ (Debate).

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