El cambio climático perjudica su salud

El científico Juan Fueyo, que acaba de presentar el libro ‘Blues para un planeta azul’, incide en el impacto para los humanos de los combustibles fósiles que calientan el planeta

Refinerías y plantas químias cerca del barrio de Manchester, en la ciudad de Houston (Texas).LOREN ELLIOTT (Reuters)

Leo en una revista de Texas que el olor del petróleo es el olor del dinero, pero que también es el olor de la muerte. Lo dicen, lo piensan, las personas que viven de las refinerías, que trabajan y viven allí, que llevan a sus niños a las escuelas de la zona. En las refinerías, alrededor de sus torres metálicas, el cáncer mata, y mata más allá de unos pocos kilómetros, más allá de 40 kilómetros a la redonda.

Bob Marley, a punto de morir, le pidi...

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Leo en una revista de Texas que el olor del petróleo es el olor del dinero, pero que también es el olor de la muerte. Lo dicen, lo piensan, las personas que viven de las refinerías, que trabajan y viven allí, que llevan a sus niños a las escuelas de la zona. En las refinerías, alrededor de sus torres metálicas, el cáncer mata, y mata más allá de unos pocos kilómetros, más allá de 40 kilómetros a la redonda.

Bob Marley, a punto de morir, le pidió a su hijo que se acercara y le dijo: el dinero no puede comprar vida. Efectivamente; y el petróleo, tampoco. Ya lo dice aquella vieja canción de blues: le pedí agua y ella me trajo gasolina. Pero la gasolina no calma la sed; no podemos regar los campos con petróleo. Y eso es importante ahora que el Sáhara está saltando el estrecho de Gibraltar.

Los jóvenes, que conducen una nueva revolución, que empezaron cuando eran niños, cambian a una dieta vegana, reciclan, usan ropa usada (economía circular) y se compran un híbrido y cambian las bombillas por LED. Pero la huella de carbono es el timo de la estampita. Se trata de un concepto creado por la compañía British Petroleum para desviar la presión puesta sobre las multinacionales del petróleo hacia los ciudadanos y, como dice Thomas Friedman, columnista de The New York Times, “no hay que cambiar las bombillas, hay que cambiar a los líderes”.

Y es que, ya se sabe, cuando soplan vientos de cambio, unos construyen muros (las petrotiranías y las multinacionales de los combustibles fósiles) y otros, molinos. Hay que construir molinos, porque la respuesta está en el viento y en el sol; porque el mar es una sopa de plástico (y hay microplásticos en la sangre del cóndor de los Andes y en la comida del McDonalds); porque los barcos son cada vez más grandes y los peces cada vez son menos y pequeños; porque si la deforestación avanza al ritmo actual (equivalente a 30 campos de futbol por minuto) y los mosquitos se extienden, los microbios tendrán la última palabra; porque quienes contribuyen menos a la crisis climática (países y gentes con pocos recursos) son quienes más sufren las consecuencias (justicia climática); porque hay siete millones de muertes prematuras al año debidas a la contaminación del aire (respirar aire puro ha sido declarado recientemente un derecho humano fundamental por la ONU. ¡Grande María Neira!) y el cáncer podría ser la enfermedad más letal de este siglo si no frenamos la crisis; porque producción equivale a extinción y “progreso” es un concepto cada vez más cercano a “cataclismo”. ¡Porque ya no podemos —no debemos— generar energía sin conciencia!

Millones de personas en riesgo

Escribiendo Viral, entendí la relación que existe entre cambio climático y salud, entendí que los mismos factores que producen el cambio climático (combustibles fósiles) perjudican nuestra salud porque envenenan el aire y porque la deforestación nos expone a los virus. Y luego, mientras me documentaba para Blues para un planeta azul, comprendí que la civilización, esa bestia que exhala CO₂ (si este gas no fuera transparente veríamos una manta negra allá arriba cubriendo el cielo), también nos enfermaba. Porque la subida de las temperaturas y los fenómenos extremos (olas de calor, huracanes, incendios de sexta generación, “Filomenas”, medicanes, pandemias) podrán en riesgo la vida de millones de personas en todo el mundo y cada vez con más frecuencia, porque el deshielo de los glaciares (pensemos en el Himalaya) privará de agua potable a miles de millones de personas. Pronto, como en la canción de Janis Joplin, querremos cambiar nuestros mañanas por un solo ayer…

La ciencia ha ido, otra vez, por delante de la política. Y la política, otra vez, acosa a los científicos, activistas y periodistas. Y no es que los medioambientalistas (a los que los políticos conservadores llaman sandías: verdes por fuera y rojos por dentro) nunca reciban postales de amor, es que les ningunean, censuran, encarcelan y matan (en Rusia, en los países árabes, en Venezuela, en México). Pero nadie puede asesinar la verdad. Ya no. Imposible, ahora que el cambio climático ha llegado a nuestros barrios. Imposible, cuando el papa Francisco escribe una encíclica para parar esta crisis. Los mercaderes de dudas ya no pueden impedirnos que miremos hacia arriba. La sucia realidad es que los sicarios del oro negro y sus cósmicos beneficios han convertido la atmósfera en un basurero. El planeta sufre de hipertermia maligna, la sexta extinción ya ha comenzado, y nosotros en Texas y en España, ciudadanos de a pie, vivimos así, indefensos e impotentes.

Juntos, los seres humanos nos hemos enfrentado a grandes hambrunas, desastres naturales, esclavitud, guerras y genocidios. Ucrania podría llevar a un conflicto nuclear y el Covid ha puesto en jaque a la economía. A pesar de todo ello, la humanidad se enfrenta ahora a su mayor crisis. Y ahora que se celebra una nueva cumbre del clima en Egipto hemos de preguntarnos si ha comenzado el examen final de la evolución del ser humano. Es por eso que la música que flota en el viento no es una balada de Bob Dylan; se parece más al saxo de John Coltrane y a una canción póstuma. Prestad atención, ahí está: El último blues.

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