Y el mundo, ¿acabará en fuego?
A escalas astronómicas podemos predecir y calcular el futuro que le depara a nuestro planeta
Hoy traigo una bola de cristal que tiene la fascinante habilidad de predecir el futuro. Es una esfera preciosa que ha sido esculpida por miles, cientos de miles de manos con el tiempo. Funciona perfectamente y, cuando no lo hace, posee la increíble capacidad de corregirse. Tiene solo un pequeño problema: no es sencillo aprender a usarla y aunque viene, por supuesto, con un manual de instrucciones, no es un aparato de esos que uno enciende y empiezan a funcionar. El man...
Hoy traigo una bola de cristal que tiene la fascinante habilidad de predecir el futuro. Es una esfera preciosa que ha sido esculpida por miles, cientos de miles de manos con el tiempo. Funciona perfectamente y, cuando no lo hace, posee la increíble capacidad de corregirse. Tiene solo un pequeño problema: no es sencillo aprender a usarla y aunque viene, por supuesto, con un manual de instrucciones, no es un aparato de esos que uno enciende y empiezan a funcionar. El manual de instrucciones, además, no es aburrido, en absoluto. Es más, es un conjunto de libros que enseñan a mirar, a entender y a interpretar el mundo y, aunque a veces puede resultar difícil, al estudiarlo se adquiere el talento de poder escribir tus propios capítulos.
Obviamente, no hablo de un objeto real, sino de un aparato conceptual, de unas leyes, las de la física, que han sido elaboradas por los humanos con el tiempo y con las que podemos adivinar el futuro. Con ellas se pueden hacer cosas como predecir dónde estará exactamente el planeta Marte en el año 2035, en el 2045 o en el 3400. Podemos, a partir del movimiento de la Tierra, el Sol y cualquiera de los planetas o las lunas, lanzar una nave y colocarla con una precisión de metros en la superficie de un objeto en movimiento a millones de kilómetros de distancia y hacerlo apuntando varios años antes. Así se pueden colocar cámaras en cometas, traer rocas de la Luna, atisbar los confines del sistema solar, hacerle una especie de resonancia magnética a los alrededores de un agujero negro o simplemente determinar el futuro de nuestro planeta que es a lo que vamos hoy.
Empiezo con un spoiler: el protagonista muere. Pero esta es una de esas historias con una trama trepidante en la que los protagonistas secundarios, nosotros, tenemos un pequeño papel, una frase que, aunque no cambie el resultado final, no está del todo escrita y aún puede alterar, aunque sea por un breve espacio de tiempo astronómico, el curso de la historia.
Viajemos en el tiempo unos 50 años e imaginemos un futuro en el que los humanos del planeta han conseguido ponerse de acuerdo para reaccionar ante el cambio de composición química de la atmósfera provocado por la quema de combustibles fósiles. Sé que es difícil porque hasta ahora estamos haciendo poco a pesar de saber la que se nos viene encima. Pero imaginemos que logramos salvar los insectos, la biodiversidad del planeta y que conseguimos detener el cambio climático. ¿Qué ocurrirá después a escalas astronómicas? ¿Cuál es el futuro que le depara a nuestro planeta a escalas más largas?
Voy a ser concisa: lo que le depara el futuro a nuestro planeta es un auténtico infierno, en el sentido literal de la palabra, pero un infierno del que podemos aprender mucho. Veamos.
Lo que le depara el futuro a nuestro planeta es un auténtico infierno del que podemos aprender mucho
La primera amenaza para nuestro planeta proviene del Sol y del hecho que estamos viendo un cambio gradual de la composición química del núcleo de nuestra estrella. Esto, que es la clave de la evolución de las estrellas, tiene consecuencias en la Tierra.
El Sol, como todas las estrellas, es un objeto que se mantiene estable la mayor parte de su vida, transformando hidrógeno en helio en su interior. Nuestra estrella lleva haciéndolo durante 4.600 millones de años y como consecuencia ha cambiado la densidad de su núcleo. Un cambio de densidad implica una mayor eficiencia de las reacciones nucleares. A medida que el hidrógeno se transforma en helio, el núcleo se vuelve más denso porque se comprime y la temperatura central aumenta, por lo que el hidrógeno se quema más rápido. El resultado es que aumenta la producción total de energía del Sol. En los próximos 1.200 millones de años, la luminosidad del Sol (la cantidad de energía que emite por segundo) aumentará un 10%.
Las propiedades físicas de la Tierra, la historia geológica y su órbita han permitido que exista vida en el planeta. Se estima que el planeta seguirá siendo capaz de sustentar vida durante otros 500 millones de años, ya que según las previsiones actuales, pasado ese tiempo, la creciente luminosidad del Sol tendrá importantes consecuencias para la biosfera.
Hasta ahora, la Tierra ha hecho un buen trabajo manteniendo una temperatura estable en la superficie. Aunque la liberación masiva de dióxido de carbono en la atmósfera supone un shock para el clima de la Tierra en el próximo siglo, no está claro cómo responderá la Tierra a un aumento del 10% en la luminosidad solar que, repetimos, se producirá en una escala de tiempo de millones de años.
Ese aumento de la energía radiada podría ser capaz de evaporar la atmósfera de nuestro planeta. Pero el problema del futuro de la vida en la Tierra no es tan sencillo de resolver. De hecho, hay un fenómeno poco conocido que puede tener considerables consecuencias para la vida a largo plazo y es independiente de lo que haga el Sol. Y no, no voy a hablar de meteoritos.
Una sorpresa: la habitabilidad futura (a escalas de miles de años) de nuestro planeta quizás no la determine el Sol, sino los procesos geodinámicos en la superficie. Según estos modelos, la Tierra será inhabitable a los 6.500 millones de años de edad, dentro de 2.000 millones de años, independientemente de la evaporación de la atmósfera, mucho antes de que el Sol se convierta en un gigante rojo y será el resultado de la tectónica de placas.
Desde que nuestro planeta se formó, se ha venido enfriando y el interior de la Tierra cada vez es más viscoso. A medida que la viscosidad del manto terrestre aumenta y la parte más alta de la litosfera se hace más gruesa, la tectónica de placas se ralentiza. Y en algún momento, en el futuro lejano del planeta, en los próximos mil millones de años, cesará. Ya le debió ocurrir a Marte hace mucho tiempo, y quizás a Venus. Recordemos que los terremotos, esos grandes y tristes destructores, son fundamentales para los ciclos de nuestro planeta.
Actualmente, el dióxido de carbono se recicla dentro y fuera del manto en esta cinta transportadora de rocas de tamaño planetario. El dióxido de carbono se disuelve en el agua del mar donde reacciona con sales de calcio y de magnesio formando carbonatos que no son solubles en agua. Sin tectónica de placas, el reciclado de gases dentro y fuera del planeta se hará más lento y provocará una caída en el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera. Esto es un arma de doble filo: bajando el nivel de dióxido de carbono (más cuando el Sol se está calentando) significa que el calentamiento del planeta será más lento, pero también significa que las cadenas alimenticias de toda la vida en el planeta colapsarían de la mano del fallo de la fotosíntesis.
Después pasan más cosas, pero las dejo para otro día. Vamos a observar mientras cómo los humanos continúan aumentando el gasto militar y la emisión de gases de efecto invernadero en la atmósfera, así quizás no tengamos que seguir haciendo más cálculos.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología; y Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM).
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