Con el pasado por delante desde la sierra de Atapuerca
La cadena trófica es uno de los fundamentos biológicos de la lucha por la vida que mantienen las especies
La niebla de nuestro pasado se va despejando gracias a los últimos hallazgos encontrados en la sierra de Atapuerca. Han sido varios los restos de huesos envueltos en arcilla que, una vez analizados, remiten a un maxilar de ser humano. Gracias a este descubrimiento podremos saber de manera aproximada ...
La niebla de nuestro pasado se va despejando gracias a los últimos hallazgos encontrados en la sierra de Atapuerca. Han sido varios los restos de huesos envueltos en arcilla que, una vez analizados, remiten a un maxilar de ser humano. Gracias a este descubrimiento podremos saber de manera aproximada cómo eran los rostros de entonces, de cuando el Homo erectus se extendió por Europa hace dos millones de años y todavía quedaba muy lejos nuestro presente.
Es posible imaginar a aquellos hombres y mujeres que habían descubierto el fuego y, con ello, habían transformado el sabor de lo crudo. Eran seres primarios que empleaban un rudimentario lenguaje para comunicarse con sus prójimos, homínidos que contaban historias de caza pintándolas sobre las paredes de sus cuevas y cuya felicidad dependía del color de los cielos. Tal vez la evolución cognitiva empezó en aquel tiempo, y con ello la falsificación de la realidad y la creación de ficciones. Cada vez que nos remitimos a aquella época, la imaginación se encarga de rellenar los huecos que hacen falta para construir el relato que nos trae hasta aquí.
Porque la historia de nuestro planeta está llena de sorpresas y curiosidades, de criaturas asombrosas y de incógnitas dispuestas a ser despejadas. Sin ir más lejos, hace alrededor de 20 millones de años, en las siniestras aguas de entonces, habitó una criatura que bien se puede señalar como del depredador más grande del mundo. Para hacernos una idea, tenía una cabeza de 4,5 metros de largo, unos dientes de 10 metros y podía alcanzar 25 metros de longitud.
Se trataba del megalodón o megalodonte, un monstruo marino de la época que desapareció debido al enfriamiento oceánico que se dio con el principio de las glaciaciones. Con todo, un estudio publicado hace unos meses en la revista Nature nos trae nuevos detalles acerca de su extinción. Para llevarlo a cabo se ha investigado a partir del zinc, mineral que se incorpora al esmalte de los dientes y que gracias a él podemos identificar la dieta que mantenían estos depredadores.
Si atendemos a lo publicado, la dieta juega un papel esencial en la evolución y extinción de cada especie y, en este caso, lo que ocurrió es que el megalodón y el tiburón blanco coincidieron durante el Plioceno temprano. Lo más importante es que ambas especies dependían de las mismas presas para su supervivencia, lo que llevó a la rivalidad. De la competición vital saldría victorioso el tiburón blanco, ganando la plaza en la cadena trófica de su ecosistema.
Por lo dicho, la cadena trófica es uno de los fundamentos biológicos de la lucha por la vida que mantienen las especies. De esta manera, en la niebla de los tiempos podemos encontrarnos al Homo erectus como un eslabón más de dicha cadena trófica. Esto ocurría mucho antes de que nuestro horizonte evolutivo se ampliara y nos posicionase como la especie dominante. Tal vez, a partir de los restos encontrados en Atapuerca podamos ir componiendo nuestra escala evolutiva y, sobre todo, la revolución cognitiva que se desarrolló junto al fuego y que ha dado lugar a numerosas ficciones que entretienen nuestros días.
Historias como la que contó el escritor Peter Blenchey y que Spielberg llevó al cine, donde el protagonista era un tiburón blanco que aterrorizó a los bañistas en las playas de Amity Island, convirtiendo el verano de 1975 en un verano terrorífico donde el pánico se sumergió en las aguas saladas; historias de terror marítimo como la que dirigió hace unos años Jonathan Charles Turteltaub y en la que un submarino es atacado por un megalodón, animal que se creía extinto desde hace millones de años. En resumidas cuentas, ficciones que nos salvan la vida y que nos ayudan a despejar las nieblas de nuestro presente.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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