El asalto a los cielos como metáfora literaria
La conciencia cosmológica de Poe se manifestaba en buena parte de sus relatos, ahí donde los límites de la ciencia eran traspasados y el conocimiento quedaba convertido en metáfora literaria
Si hay algo que defina la atormentada existencia de Edgar Allan Poe, ese algo no es otra cosa que un roce entre la incertidumbre y la vivencia; lo más parecido a una caricia literaria que hizo estremecer su imaginación poética y que se manifestó en cada uno de sus escritos.
Con todo, fue en su ensayo narrativo titulado Eureka donde alumbró teorías científicas mucho antes de que estas se hicieran evidentes.
La conciencia cosmológica de Poe también se adelantaría al futuro en su...
Si hay algo que defina la atormentada existencia de Edgar Allan Poe, ese algo no es otra cosa que un roce entre la incertidumbre y la vivencia; lo más parecido a una caricia literaria que hizo estremecer su imaginación poética y que se manifestó en cada uno de sus escritos.
Con todo, fue en su ensayo narrativo titulado Eureka donde alumbró teorías científicas mucho antes de que estas se hicieran evidentes.
La conciencia cosmológica de Poe también se adelantaría al futuro en su relato titulado: La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall, donde profetizó que el ser humano pierde la consciencia a partir de cierta altitud. En dicho relato, el autor norteamericano nos presenta la peripecia de Hans Pfaall quien, llevado por cierto espíritu quijotesco, construye un globo para viajar a la Luna. En su proyección científica, Poe nos cuenta cómo la falta de oxígeno durante el ascenso provoca el sangrado de la nariz y la boca del protagonista. Se trata de una historia premonitoria publicada en 1835 en el Southern Literary Messenger.
40 años después, en abril de 1875, tres aeronautas franceses se subieron al globo aerostático Zenith con el fin de estudiar los límites del cielo. Sus nombres: Joseph Crocé Spinelli, Théodore Sivel y Gaston Tissandier. De aquel viaje solo salió vivo Tissandier quien contó cómo perdió la consciencia a partir de los 7.000 metros, y cómo los cadáveres de sus compañeros presentaban sangre en su nariz y boca debido a la falta de oxígeno, igual que ocurría en el relato premonitorio de Allan Poe.
El pronóstico de Poe fue acertado en lo que respecta a la relación entre altitud y oxígeno, aunque luego se equivocase al disponer que las capas de nuestra atmósfera llegaban hasta la Luna o en imaginar vida inteligente en nuestro satélite. Pero es que esto último fue algo que hizo fantasear mucho a la gente de la época. En lo sucesivo se consumirán relatos donde los límites de la ciencia son traspasados y el conocimiento queda convertido en metáfora literaria.
Uno de estos relatos, publicado años después del de Poe, en 1913, y escrito por Arthur Conan Doyle, nos mostraba la posibilidad de que la parte más desconocida de nuestros cielos albergase criaturas monstruosas. Se tituló El horror en las alturas, y Conan Doyle nos cuenta la historia de un piloto de aeroplanos que, obsesionado por alcanzar el récord de altura, descubre criaturas monstruosas y tentaculares que habitan en lo más alto de los cielos.
De estas cosas tan literarias nos habla Antonio Martínez Ron en su libro Algo nuevo en los cielos (Crítica), un trabajo colosal que invita a salir de viaje por las alturas; un ensayo fronterizo entre el rigor científico y la narración literaria escrito de manera minuciosa con un estilo ágil que no escatima detalles.
Martínez Ron se nos muestra erudito y educativo a partes iguales; lo consigue sin perder el ritmo durante 700 páginas bien prietas y plagadas de ejemplos literarios acerca de los misterios que envuelven nuestra dimensión temporal. Una lectura sugerente que nos enseña a comprender la riqueza de estados de la materia que existe en las alturas.
Atravesando nubes y tormentas, Martínez Ron nos lleva a conquistar los rincones ocultos del espacio mientras la luz del sol juega con los sentidos y nuestra conciencia cósmica roza el espacio fronterizo que separa incertidumbre y vivencia. No se lo pierdan.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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