¿Debe la vacuna ser obligatoria?
El autor defiende establecer espacios seguros y asegurar la vacunación voluntaria
El anuncio realizado hace unos días por Pfizer ha despertado expectativas realistas de disponer de una vacuna contra el coronavirus en un breve plazo. En estas condiciones, urge afrontar una cuestión fundamental: ¿debería ser obligatoria? A primera vista, es probable que el lector tienda a dar una respuesta negativa a la pregunta, aunque solo sea por desconocimiento. Al fin y al cabo, nuestro país no ha implementado políticas de vacunación coercitiva desde ha...
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El anuncio realizado hace unos días por Pfizer ha despertado expectativas realistas de disponer de una vacuna contra el coronavirus en un breve plazo. En estas condiciones, urge afrontar una cuestión fundamental: ¿debería ser obligatoria? A primera vista, es probable que el lector tienda a dar una respuesta negativa a la pregunta, aunque solo sea por desconocimiento. Al fin y al cabo, nuestro país no ha implementado políticas de vacunación coercitiva desde hace demasiado tiempo para recordarlas. Conviene, por tanto, explicar en qué consisten. En la práctica, hay dos formas de obligatoriedad, la que impone sanciones a quienes no se vacunan (compulsory vaccination) y la que les impide la entrada a ciertos espacios que se desea asegurar, como los colegios o los medios de transporte, por ejemplo (mandatory vaccination). Hay una tercera, la vacunación mediante la fuerza bruta, pero es un método tan injusto e impracticable que lo dejaremos de lado y nos centraremos en estos dos.
El sistema de sanciones se considera el más lesivo para la libertad y también el menos equitativo de los dos posibles, en cuanto que tanto una persona acaudalada como otra que no lo es en absoluto podrían esquivar la obligación mucho más fácilmente que el ciudadano medio. Además, dejaría fuera del radar a quienes no constan en ningún registro, por no hablar de los insumisos, claro. Tendríamos, en suma, que asumir que habría un porcentaje de la población que no llegaría a vacunarse. Dados estos inconvenientes parece razonable optar por su alternativa, esto es, la creación de espacios seguros a los que solo pudieran entrar quienes estuvieran vacunados.
Ahora que ya sabemos con más precisión de qué estamos hablando, volvamos a la pregunta original: ¿podemos (debemos) obligar a los ciudadanos a vacunarse? Hay varios motivos por los que sostener que sí. En principio, la vacuna protegerá frente al virus a quien opte por administrársela. Esto, a su vez, permitirá garantizar que ni contraerá la covid ni podrá transmitirla a terceros. En un escenario ideal, una vacunación generalizada nos permitiría alcanzar la inmunidad de grupo y volver a la vida normal. Parecen razones de peso.
¿Hemos de optar entonces por la vacunación voluntaria, sin más? Difícil decir que sí. Con suerte, los recelos se irían desvaneciendo y podríamos llegar a tasas razonables de inmunización. En el mejor de los casos, llevaría tiempo
No obstante, hay también motivos que obran en contra de esta opción. La coerción no concilia bien con la libertad individual, que es un derecho fundamental. Tanto es así que solo cabe justificar la vacunación obligatoria si concluimos que el método consigue un resultado razonable en el cociente disminución del riesgo/restricción de derechos fundamentales. No tengo en absoluto claro que sea siempre así, por varias razones. Para empezar, no está claro que los niños vayan a obtener grandes beneficios de la vacuna. Más aún, dependiendo de cuáles sean sus efectos secundarios, es posible que salgan perdiendo en términos de riesgo/beneficio. Lo mismo puede suceder con muchos menores de treinta años, por ejemplo. ¿Debemos obligarles a ellos (o a sus padres) a proceder con la vacunación? Si uno considera que cabe anteponer el beneficio del grupo al riesgo individual, cuando este es muy pequeño, me permito preguntarle por qué, entonces, no ha abogado ya por la variolización (el contagio forzado) de esos colectivos, dado que la propia patología apenas les genera efectos estadísticamente reseñables. Hay, además, que pensar que una estrategia de vacunación obligatoria traería consigo importantes conflictos sociales. En un país en el que casi la mitad de la población recela de la vacuna, el recurso a la coerción puede ser muy problemático. Probablemente habría que restringir otros derechos fundamentales para imponerlo. Se me hace excesivo.
¿Hemos de optar entonces por la vacunación voluntaria, sin más? Difícil decir que sí. Con suerte, los recelos se irían desvaneciendo y podríamos llegar a tasas razonables de inmunización. En el mejor de los casos, llevaría tiempo. Mientras tanto, tendríamos que seguir con muchísimas restricciones en nuestra actividad normal y seguirían produciéndose muchos eventos de supercontagio. Carísimo y nocivo para la salud pública.
Parece, en suma, que todas las opciones son malas ¿Qué nos queda entonces? A mi juicio, apelar a una tercera, que mezcle el concepto de espacios seguros con la vacunación voluntaria. Dejemos que el acceso a esas zonas sea posible tanto por estar vacunado como por haber pasado la enfermedad recientemente (habrá que ver cuánto), como por haberse sometido a las pruebas diagnósticas pertinentes. La aparición de nuevas técnicas de cribado (como las PCR en grupo o las pruebas de antígenos mejoradas) pueden hacer posible y sostenible esta opción en un plazo muy breve. Bastaría con establecer un sistema de cribado y certificación razonable. Será caro (habría que subvencionar las pruebas, claro) y complejo (habría que establecer la logística), pero no imposible. A cambio, tendríamos la posibilidad de obtener mucho de lo que nos daría un sistema de vacunación obligatoria sin tener que asumir, a cambio, sus peores consecuencias. ¿No merece la pena considerarlo?
Iñigo de Miguel Beriain es investigador distinguido en la UPV/EHU e Ikerbasque Research Professor
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