Optimismo frente al coronavirus
El optimismo reduce el estrés y la ansiedad, mejora el sistema inmunitario y crea motivación para conductas saludables
La mayoría de los humanos solemos ser más optimistas con respecto a nosotros mismos y nuestras familias y amigos que con respecto al resto del mundo. Es más probable que alguien diferente a mí o a mi familia acabe teniendo el coronavirus que el que lo acabe teniendo yo mismo o alguno de los míos. Así pensamos, no todas, pero sí, la mayoría de las personas, incluso sin darnos cuenta o sin hacerlo explícito. Los previsibles males futuros serán, sobre todo, para los demás, pues no son cosa nuestra (o tan nuestra).
Pero eso no es verdad, porque, prescindiendo de circunstancias particulares,...
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La mayoría de los humanos solemos ser más optimistas con respecto a nosotros mismos y nuestras familias y amigos que con respecto al resto del mundo. Es más probable que alguien diferente a mí o a mi familia acabe teniendo el coronavirus que el que lo acabe teniendo yo mismo o alguno de los míos. Así pensamos, no todas, pero sí, la mayoría de las personas, incluso sin darnos cuenta o sin hacerlo explícito. Los previsibles males futuros serán, sobre todo, para los demás, pues no son cosa nuestra (o tan nuestra).
Pero eso no es verdad, porque, prescindiendo de circunstancias particulares, como la comorbilidad, la edad, o la ausencia de confinamiento, la probabilidad que tenemos cualquiera de nosotros de contraer el virus no es inferior a la que tienen los demás. Y ahí es donde se despliega en todo su esplendor la naturaleza humana, pues resulta que, incluso cuando sabemos que objetiva y racionalmente tenemos todos la misma probabilidad de contraer el virus, seguimos pensando que eso va menos con nosotros que con los demás. Es el triunfo del deseo y la esperanza sobre la realidad, pues nos lo creemos de verdad, y es bueno que así sea, por lo que explicamos a continuación.
La especialista en neurociencia cognitiva Tali Sharot, del departamento de psicología experimental del University College de Londres, es una de las primeras autoridades mundiales en el estudio del optimismo no realista, el que se sostiene, aunque no debería hacerlo, con los datos objetivos en las manos. Sus estudios y proclamas constatan repetidamente que la mayoría de las personas creen menos probable llegar a tener un cáncer, un accidente automovilístico, perder el puesto de trabajo o divorciarse, que el que cualquiera de esas cosas les llegue a pasar a los demás. Las estadísticas son claras y demuestran que eso no es cierto, pero, aun así, la creencia funciona como una ilusión óptica: sabemos que nuestro optimismo es una ilusión, pero la sentimos y vivimos como real, como si no lo fuera. La ilusión no desaparece cuando afrontamos la realidad.
Diríase entonces que los humanos estamos programados para creernos lo que nos conviene, aunque no sea cierto. Si, por ejemplo, nos enteramos de que la probabilidad de llegar a tener un cáncer es menor de la que imaginamos, esa buena noticia hace que nuestra mente se actualice y ajuste en buena medida lo que creemos a la realidad. Pero si la noticia que recibimos es negativa, como la de que la probabilidad de tener cáncer en el futuro es mayor que la que imaginamos, nuestro cerebro, y con él nuestra mente, se resiste a realizar el necesario ajuste y es por lo que solemos seguir instalados en nuestra falsa y optimista creencia. “El coronavirus, como el tabaco, mata”, a los otros, no a mí, es lo que la mayoría pensamos.
Sharot y sus colaboradores han realizado pruebas de resonancia magnética funcional en humanos para observar cómo funciona el cerebro cuando afrontamos la realidad. De ese modo han visto que una región de la corteza frontal inferior del hemisferio izquierdo está muy activa cuando la información que recibimos es positiva, lo que parece indicar que esa región participa en la integración en la mente de la nueva información recibida. En contraste, una región similar, pero del hemisferio derecho, se activa tanto menos cuanto peor son las noticias recibidas y más optimista es la persona. Como si esa otra región cerebral funcionase de tal modo que impide al individuo integrar en su mente la información sobre el futuro cuando es negativa.
La propia Sharot y su equipo han intentado eliminar esa predisposición al optimismo alterando el funcionamiento de esa parte del cerebro mediante la moderna técnica de estimulación magnética. (estimulación con un potente imán que se sitúa en la cabeza sobre la zona pretendida del cerebro). Uno de los más relevantes resultados consistió precisamente en hacer desaparecer la predisposición al optimismo cuando esa estimulación interfirió el funcionamiento del área cerebral supuestamente implicada en integrar buenas noticias en la mente.
“Los optimistas viven más años y tienen mejor salud somática y mental que los pesimistas. De hecho, el pesimismo es una de las características de la depresión como enfermedad”
Si estamos entonces biológicamente programados para ser optimistas y no podemos evitarlo, ¿es mala nuestra predisposición al optimismo no realista? ¿Es malo tener ideas equivocadas sobre lo que nos puede ocurrir en el futuro? A nadie se le escapa que un excesivo optimismo puede acabar menospreciando conductas de riesgo, como conducir a mucha velocidad, tener sexo sin protección, no hacer caso de los resultados de los análisis clínicos, o fumar y gastar o comer más de la cuenta. No hacer caso del confinamiento o no llevar mascarillas en los días que vivimos pueden ser también conductas de riesgo derivadas de esa nuestra natural predisposición al optimismo.
Pero frente a todos esos inconvenientes parecen destacar las ventajas de una actitud positiva, incluso cuando el optimismo no esté suficientemente justificado. Los optimistas viven más años y tienen mejor salud somática y mental que los pesimistas. De hecho, el pesimismo es una de las características de la depresión como enfermedad. Una encuesta en 97.000 personas, citada por el equipo de Sharot, muestra que los optimistas tienen un 14% menos de probabilidad de morir antes de los 65 años, y un 30% menos de morir de problemas cardiovasculares, que los no optimistas.
Es así porque el optimismo reduce el estrés y la ansiedad, mejora el sistema inmunitario y crea motivación para conductas saludables, como evitar el consumo de grasas saturadas o hacer ejercicio físico, además de crear motivación para trabajar más y mejor y para obtener mejores rendimientos. Si no creemos que algo es posible, no lucharemos para conseguirlo. No deja de ser relevante en este último sentido que, como muestra otro trabajo experimental del equipo de Sharot, la predisposición al optimismo aumenta cuando se les administra a los sujetos L-Dopa, un fármaco que promueve la síntesis cerebral de dopamina, la sustancia que promueve a su vez el deseo y la motivación para conseguir satisfacción y bienestar. Nada mejor, pues, frente al coronavirus que ese optimismo natural promotor de comportamientos necesarios para poder superarlo.
Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencias y la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de 'La fábrica de las ilusiones: conocernos más para ser mejores’ (Barcelona: Ariel, 2015)
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