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Chile ante la segunda vuelta: “Sicher ist sicher”… ¿o quizá no?

En tiempos de incertidumbre, los votantes deben recordar que el deseo de seguridad no puede hacerles perder de vista el valor del orden democrático —ese orden menos estridente, pero infinitamente más protector

A los alemanes se les atribuye un gusto particular por el orden y la seguridad, y la costumbre de evitar sorpresas desagradables revisando las cosas una vez más de lo necesario. Sicher ist sicher, dicen. También en las elecciones de Chile, la seguridad ocupó un lugar central. Llamó la atención, además, que varios candidatos de la derecha tradicional y de la extrema derecha destacaran en campaña sus raíces alemanas. Desde una perspectiva alemana, aquello resultó más bien extraño. Porque la historia alemana muestra que el orden puede ordenar muchas cosas, sí, pero la seguridad solo florece cuando está anclada en la democracia.

Pero el resultado electoral del pasado domingo en Chile revela algo más: un fenómeno que trasciende un mero momento de debilidad del progresismo. Deja al descubierto los costos políticos del fracaso del primer proceso constituyente y abre la pregunta sobre la dirección que tomará el país en la próxima legislatura.

El 14 de diciembre se definirá si Jeannette Jara, candidata del progresismo y militante comunista, o el republicano José Antonio Kast llega a La Moneda. Para Jara, el escenario no es desesperado, pero es complejo: necesita conquistar no solo al electorado de corte populista de Franco Parisi, sino también a votantes de centroderecha reticentes a Kast y que hasta ahora no han encontrado un puente hacia la centro-izquierda unida.

Pero, gane quien gane, las urnas dejaron un mensaje claro: la oferta del progresismo convenció menos de lo esperado. Algunos votantes que en su momento apoyaron a Boric prefirieron esta vez al outsider Parisi antes que a la candidata comunista. Las causas son más profundas de lo que parece.

Un problema estructural y un proyecto político perdido

El resultado de Jara —26,8 por ciento, primer lugar pero por debajo de las expectativas— no se explica ni por su militancia ni por un supuesto giro a la derecha del electorado chileno. Basta observar el sólido desempeño de Parisi, que con su lema “Ni facho, ni comunacho” obtuvo casi el 20 por ciento de los votos.

Ambos fenómenos reflejan un problema estructural: desde el fracaso del primer borrador constitucional, la izquierda carece de un proyecto transformador creíble. La nueva izquierda había vinculado su misión política a una nueva Constitución progresista. Cuando esa propuesta fracasó, se perdió su principal palanca de cambio.

El gobierno de Boric, sin mayoría en el Congreso, quedó limitado a administrar el statu quo. Aun así, logró avances puntuales —donde Jara tuvo visibilidad: la semana laboral de 40 horas, el aumento del salario mínimo, la reforma previsional. Pero esos logros no compensaron la decepción por la gran transformación truncada. Al contrario: ahora quedan opacados por un proyecto central que nunca se concretó.

A ello se sumó un giro drástico de la agenda pública. El aumento de la delincuencia —tema que el progresismo descuidó durante años— pasó a dominar el debate político. Y la derecha aprovechó el terreno para acorralar al gobierno.

Los chilenos no buscan extremos, buscan soluciones

El comportamiento electoral de los últimos seis años indica que la ciudadanía no oscila entre polos radicales. Busca soluciones a problemas concretos: seguridad, empleo, salud. Y vota por quienes prometen esas soluciones con mayor credibilidad… o con mayor volumen.

Eso beneficia a figuras de oposición como Kast o a outsiders como Parisi. Su capital político reside en que sus promesas aún no han sido confrontadas con la realidad. La izquierda, en cambio, ya vio cómo su propuesta central de futuro —la nueva Constitución— se desplomó espectacularmente.

Las recetas de Kast: respuestas simples con riesgos altos

Las propuestas de Kast parecen coherentes a primera vista. Su “mano dura” —militares en las calles, fronteras cerradas, eventuales estados de excepción prolongados— promete orden y resultados rápidos. Pero ejemplos como El Salvador muestran la otra cara: la represión pura suele desplazar la violencia, radicalizar a los delincuentes en cárceles hacinadas y erosionar el Estado de derecho.

Un estado de excepción permanente no sustituye una estrategia de seguridad. Es un riesgo para la democracia, no una garantía de seguridad sostenible.

Sus recetas económicas también se quedan cortas. Las rebajas tributarias para medianas y grandes empresas pueden sonar atractivas, pero en una economía fuertemente exportadora y sin una estrategia clara de diversificación o innovación, su impacto es limitado. No crean nuevos sectores productivos y debilitan a un Estado que, precisamente, debería liderar la modernización del país.

Las propuestas de Jara: menos vistosas, pero más sólidas

La propuesta de Jara de un salario vital suena menos llamativa, pero tiene fundamentos económicos. Salarios más altos fortalecen la demanda interna, y la experiencia internacional —incluida Alemania— muestra que los temidos efectos negativos sobre el empleo suelen ser bastante menores.

Su enfoque en seguridad tampoco apuesta por el gesto grandilocuente, sino por una combinación de prevención, integración social y persecución penal efectiva. Menos espectacular, sí, pero probadamente más eficaz a mediano y largo plazo.

El problema es que esa perspectiva de largo aliento choca con una ciudadanía agotada tras años de bloqueos políticos e incertidumbre.

Lo que Chile debe decidir ahora

Si gana Jara, se abre un camino para avanzar en reformas sociales —quizá no grandes saltos, pero sí de manera sostenida. Si gana Kast, el país se expone a un rumbo cuyos efectos en seguridad y economía son inciertos y que, además, tensionaría principios democráticos básicos.

Sus vínculos con actores de la ultraderecha latinoamericana y europea, y su alianza con la PNL, son señales de alerta. Que en la noche electoral agradeciera primero a Dios y no a sus votantes o a su equipo no fue casualidad: refleja una política que recurre a la legitimidad divina antes que a las reglas humanas y democráticas.

Los comunistas chilenos, con todas sus tensiones internas, han respetado históricamente las instituciones y los procedimientos democráticos. Kast, en cambio, sitúa el orden y la seguridad en el centro de su oferta política. En tiempos de incertidumbre, los votantes deben recordar que el deseo de seguridad no puede hacerles perder de vista el valor del orden democrático —ese orden menos estridente, pero infinitamente más protector. Porque, al final, lo “seguro” no siempre ofrece seguridad — una lección que ni Alemania desconoce.

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