Miedos
No es casual que la promesa central de las campañas opositoras sea el retorno al orden, una promesa que opera como una forma secular de salvación
La semilla del temor, largamente cultivada con esmero en los jardines de la política, finalmente ha germinado convirtiendo el miedo en un horizonte cotidiano. Desde 2021 en adelante se instaló con fuerza en los primeros lugares de la agenda pública la preocupación ciudadana por la delincuencia, robos y asaltos; percepción que ha persistido inmutable a lo largo de este periodo presidencial que pronto termina. Esta sensación de vulnerabilidad ha terminado decantando en algo muy previsible, el miedo. No es una exageración, basta observar cómo se ha comportado el debate público en la víspera de la elección presidencial. Los candidatos pueden hablar de crecimiento, pensiones, salud mental, ciencia o cultura, pero nada mueve más la aguja emocional que las promesas de orden, seguridad y estabilidad. Es una respuesta previsible frente a la incertidumbre, en donde el país gira hacia las certezas duras, aunque estas sean, en rigor, promesas más simbólicas que resolutivas.
Así, desde hace años, la ciudadanía vive en un estado que podríamos llamar “alerta moderada permanente”, una sensación de que, aunque todo parece relativamente controlado, existe siempre la posibilidad de que el piso se mueva. Esa alerta, con el tiempo, se transforma en un marco interpretativo; es decir, lo que ocurre se evalúa menos por sus resultados y más por su capacidad de ofrecer sensación de control. Aquí es donde la política, especialmente la que viene de la derecha, ha comprendido mejor que ningún otro sector político el espíritu de la época. No porque hayan inventado el miedo, sino porque han aprendido a traducirlo en cosas tangibles, concretas. Han entendido que el miedo es, antes que nada, una emoción funcional que simplifica y jerarquiza la reacción de los individuos frente a las amenazas.
No es casual, entonces, que la promesa central de las campañas opositoras sea el retorno al orden, una promesa que opera como una forma secular de salvación, una que probablemente no resuelve todos los problemas de la ciudadanía, pero al menos intentar contenerlos con acciones concretas, de manera que es fácil concluir que el orden ya no es un anhelo conservador, sino más bien un consenso cultural. Luego de este ciclo presidencial, el país busca una narrativa más estable, menos efervescente, más predecible. Un retorno a lo que “alguna vez funcionó”, o lo que creemos que funcionó, independientemente de que esa memoria sea histórica, selectiva o simplemente inventada.
Sin embargo, este deseo de orden convive con una profunda desafección hacia las instituciones. Se trata de una paradoja contemporánea; por un lado, se quiere más autoridad, pero se desconfía de las autoridades. Se pide más Estado, pero no necesariamente uno democrático o participativo, sino uno eficaz, expedito, práctico. Un Estado “técnico”, que resuelva, que contenga, que proteja. La política clásica entendida como la construcción de espacios de deliberación democrática, de búsqueda de acuerdos, de negociación, aparece hoy como un lujo o un ruido, una completa distracción para el preciado fin de restaurar al menos la sensación de orden.
La nueva encuesta “Democracia UDP”, que se publicará esta semana poselecciones, nos muestra la emergencia de un autoritarismo pragmático, que no se expresa como un rechazo doctrinario a la democracia, sino como una tolerancia creciente a soluciones excepcionales cuando se percibe que lo ordinario no alcanza. Lo que antes se veía como un retroceso intolerable, ceder libertades por seguridad, por ejemplo, hoy aparece recubierto de sentido común. Pero sería injusto atribuir este estado emocional únicamente a la ciudadanía o a los votantes de derecha. Las emociones políticas no nacen en el vacío, estas son producidas, amplificadas y transmitidas por un ecosistema comunicacional que hace tiempo dejó de comportarse como un sistema. Las noticias se consumen hoy como contenido, como estímulo, como episodio de streaming. Y en ese ecosistema, el miedo tiene ventajas comparativas. Es rápido, es contagioso, es simple. Y, sobre todo, es rentable: en audiencias, en clics, en discursos.
Este domingo 16 de noviembre no hay un plebiscito sobre el miedo, sino sobre qué hacemos con él. No votamos por miedo, necesariamente; pero votamos desde un paisaje emocional donde el miedo tiene un rol protagónico. Y eso no es un defecto, es más bien una condición humana. Lo problemático, quizás, es cuando la solución al miedo se convierte en una política pública de carácter efectista, pasajera, y no en una decisión planificada, organizada y regulada. Todo sea por el orden, que es nuestra forma favorita de estabilidad, aunque después nos preguntemos por qué el paisaje parece un poquito más rígido, más fome que antes. El miedo seguirá ahí porque es parte de nuestro ecosistema natural, pero tal vez la lección de este momento para los ciudadanos es que, incluso en medio del susto permanente, Chile sigue negociando con su democracia como quien negocia con un viejo amigo a quien le reclamas, lo cuestionas, lo acusas de ineficiente, pero igual lo invitas a la próxima junta. A fin de cuentas todos vivimos en el mismo barrio.