Make Chile grande again
Nuestro problema nacional, en definitiva, es que Chile no está alcanzando para su pueblo, un pueblo más educado y exigente, cuyos sueños y aspiraciones, en muchos casos, no logran materializarse porque nuestro desarrollo quedó chico
El 18 de septiembre de 1925, en un Chile marcado por convulsiones sociales e intervenciones militares, Arturo Alessandri Palma, regresado del exilio a terminar su mandato, promulgó una nueva Constitución. El país se hallaba entonces en una profunda crisis social y política. Las clases medias, que lentamente se habían venido formando al alero de la expansión de la educación y del Estado, presionaban por mayor protagonismo social y el mundo obrero, que ya acumulaba dos décadas de grandes huelgas, muchas de ellas convertidas en masacres, incrementaba sus niveles de organización y el alcance de sus demandas. El orden oligárquico se descomponía sin ser reemplazado completamente por un proyecto alternativo. Eso tomaría su tiempo.
La Constitución de 1925 no fue la solución inmediata de la crisis, pero incorporó, al menos de forma parcial, los intereses de los sectores medios y populares que empujaban por cambios, consagrando el rol social del Estado. A partir de allí se dictarían buena parte de las leyes sociales del siglo XX y se crearían las instituciones sobre las que se construyó el proyecto de desarrollo nacional que orientó el destino de nuestro país hasta que la dictadura de civiles y militares barriera con ese largo proceso de democratización política y social protagonizado por el pueblo.
Un brevísimo y aleatorio repaso basta para dimensionar lo realizado en este periodo: ley de instrucción primaria obligatoria, ley de contratos de trabajo, ley de seguro obrero, Código del trabajo, ley de sufragio femenino; creación del Servicio Nacional de Salud, de la Corporación de Fomento de la Producción, de la Corporación de la Vivienda, de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel), de la Empresa Nacional de Electricidad (Endesa), de la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich). Y aunque no es el objeto de esta columna, otro breve repaso, esta vez de los procesos de privatización de estas empresas, tan bien descritos por María Olivia Mönckeberg, bastaría para dimensionar el nivel de saqueo que unos pocos cómplices civiles de la dictadura perpetraron en contra nuestra, porque esa riqueza que nos pertenecía a todos y todas.
No se trata, por cierto, de idealizar las décadas desarrollistas. La inestabilidad política se extendió por casi veinte años y, bien lo saben quienes que nacieron en esa época, la miseria de los pobres de la ciudad y la subyugación de los pobres del campo, resulta inimaginable en la actualidad. Sin embargo, y a pesar de las dificultades extremas de un país subdesarrollado como era entonces el nuestro, una combinación heteróclita y abigarrada de movimientos populares, sectores medios, organizaciones sociales, y partidos políticos de izquierda y de centro, en una convivencia tensa y enfrentada, lograron imprimirle al país un camino, una dirección: un proyecto nacional de desarrollo e integración social. Y no nos fue mal: fue ese proyecto nacional el que incubó la confianza en la educación y el trabajo como mecanismos de ascenso social, el que despertó el sueño de la casa propia como un logro alcanzable con esfuerzo, y el que afianzó una democracia que se preciaba de las más ejemplares del continente.
El resto de la historia la conocemos.
El 18 de septiembre del 2025 nos encuentra, como hace cien años, en un momento de crisis. Sin embargo, a diferencia de entonces, dos borradores constitucionales rechazados evidencian que, hasta el momento, ningún sector político ha sido capaz de dar forma a un proyecto de país que concite, sino el entusiasmo y la esperanza, al menos algún grado de adhesión mayoritario.
Irresuelta y latente, la crisis sigue aquí y no es un fenómeno parcial. Aunque haya quienes se esmeren en negarlo, la crisis que enfrenta Chile es similar a la de los años veinte, es de proyecto, es de obsolescencia de un modelo que ya agotó su capacidad de generar crecimiento económico y formas suficientes de integración social. La derecha lo simplifica como un problema de crecimiento a secas, pero para nosotros, la izquierda y el progresismo, el problema a resolver es el del desarrollo y del proyecto nacional.
A nivel productivo, que por cierto no es la única dimensión, se trata de proponer un camino que nos permita, de acá a un plazo razonable, que el 70% de las y los trabajadores de nuestros país no se ubiquen, como hoy lo hacen, en servicios de baja calificación, productividad y reconocimiento, sino en labores especializadas, de alta complejidad, bien remuneradas, y valoradas social y profesionalmente. Pero, nuestro nivel de desarrollo económico actual, lo sabemos, no alcanza para eso, no alcanza para que los hijos y las hijas de familias trabajadoras que van a la universidad tengan trabajo en aquello que estudiaron. Tampoco alcanza para que las nuevas generaciones se conviertan en propietarias de una vivienda ni para que tomen decisiones reproductivas sin que sea el dinero el factor de mayor peso.
Nuestro problema nacional, en definitiva, es que Chile no está alcanzando para su pueblo, un pueblo más educado y exigente, cuyos sueños y aspiraciones, en muchos casos, no logran materializarse porque nuestro desarrollo quedó chico. Para salir de ahí, se necesita un proyecto cuyo objetivo sea que Chile esté a la altura de los intereses de su pueblo.
En pocas semanas tendremos elecciones presidenciales y en ese escenario será esta la pelea de fondo, más allá de las dimensiones parciales que hoy copan la conversación, como la migración y la seguridad pública. En esta disputa, la candidata de las fuerzas de izquierda y centroizquierda tiene condiciones inmejorables para aunar biografía con historia colectiva, pasado con presente y futuro. Hija de un mecánico y una dueña de casa, formada en la escuela y la universidad pública, representa el progreso de muchas familias chilenas entre los años ochenta y el presente: el paso de la pobreza a la clase media emergente, las primeras generaciones universitarias, la casa propia. Jeannette Jara vivió en un Chile que prometía movilidad social por la vía del estudio y el trabajo y lo logró. Muchos de su generación lo lograron. Muchos otros, también es cierto, no encontraron un lugar y quedaron en el camino. Es parte de las deudas que arrastramos.
La candidatura de Jeannette Jara, y la alianza que la sostiene, está llamada a plantear un camino para que su historia pueda ser la historia de todas y todos: una historia de esfuerzo familiar y personal en un país que ofrece las condiciones para alcanzar metas y surgir en la vida. De que este conjunto de estas fuerzas cuaje y logre encabezar una tarea de esa envergadura depende que la salida de esta crisis sea un nuevo impulso de democracia política y social, como en el ciclo desarrollista, y no una arremetida autoritaria de neoliberalismo recargado que gobierne para el beneficio del 1% que hoy concentra el 50% de la riqueza.
No es menor el peligro que enfrentamos, ni es menor la enorme oportunidad que tenemos. Así las cosas, más vale que seamos capaces de construir un Chile grande, a la medida de los grandes deseos de felicidad personal y colectiva de la inmensa mayoría quienes habitamos este acontecido y hermoso país.