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Día Internacional del Trabajo
Tribuna
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Trabajadores al poder

Las izquierdas tenemos una gran deuda con el mundo del trabajo. Ya sea por haber sucumbido ante las ideologías que pregonaban el fin de las clases y otras supercherías, o por la incapacidad de comprender a tiempo las nuevas formas del trabajo

Chile trabajadores protesta

La crisis de la globalización neoliberal, que ya ni sus más fanáticos defensores están en condiciones de negar, podría acelerar también la obsolescencia de ciertas modas político-intelectuales que campearon en los años noventa y más acá. Por ejemplo, aquellas que pregonaban el fin de la historia y de las clases sociales.

Ciertamente, tras la caída del Muro de Berlín, la implosión del bloque soviético y la conversión ideológica de buena parte de la socialdemocracia al neoliberalismo, no era fácil insistir en la centralidad política del trabajo y de la clase trabajadora sin ser arrojado al cajón del marxismo y la naftalina. Pero las modas pasan y el devenir implacable del neoliberalismo, con sus secuelas de desigualdad, concentración de la riqueza y destrucción de ecosistemas, junto con las luchas y resistencias que alrededor del mundo, con distintas intensidades y ritmos, no han dejado de emerger, han traído de vuelta esas viejas categorías que aún sirven para organizar intelectualmente una manera de mirar las cosas menos ingenua y más eficaz.

Sabemos, muchos estudios lo señalan y nuestra experiencia lo confirma, que el mundo del trabajo ha experimentado enormes transformaciones en las últimas décadas: cientos de millones de seres humanos, que hasta hace menos tiempo del que creeríamos estaban sometidos a formas de esclavitud y semi esclavitud, se incorporaron al trabajo asalariado; las mujeres hemos ingresado de forma masiva, aunque todavía de manera desigual e insuficiente, al mercado del trabajo; la automatización, la robotización y la introducción de la inteligencia artificial ha experimentado avances vertiginosos, amenazando con hacer desaparecer para siempre algunas ocupaciones de baja calificación y alterando sensiblemente el ejercicio de profesiones altamente complejas como la medicina. Lo vemos en el supermercado, con los cajeros automáticos; en los sistemas, casi siempre kafkianos, de atención telefónica al cliente; en las aplicaciones de comida a domicilio y la lista podría extenderse fácilmente.

La rapidez de estas transformaciones ha dado lugar a variadas hipótesis y distopías: la extinción del empleo, el reemplazo de los humanos por robots, la condición sobrante de la inmensa mayoría de la población, el control algorítimico de nuestro comportamiento social, el retroceso a una sociedad de castas, el trabajo permanente y sin descanso.

Ahora bien, las distopías tampoco son una novedad. La modernidad ha tenido siempre una fuerza creativa y una fuerza destructora, y desde sus primeros y más lúcidos intérpretes esa tensión ha sido puesta de relieve. Pensemos, por ejemplo, en el Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley y sus resonancias en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, que asemejaban la fuerza del capitalismo al poder de un “mago que no sabe dominar las potencias infernales que ha evocado”, tal como el joven doctor de aquella novela pionera de la ciencia ficción.

Las escenas que presenciamos hoy en el campo del trabajo —la destrucción de miles de empleos por la introducción de tecnología, la profunda segmentación por sexo del mercado laboral, la precarización de las condiciones en que se desempeñan muchas labores, la sobre explotación de trabajadores migrantes, la mala calidad de los contratos, el subempleo, la informalidad, la alta rotación, los bajos salarios, la falta de tiempo, el estrés, los problemas de salud mental asociados al trabajo— son las caras de una modernidad en la que no son las y los trabajadores quienes han puesto las reglas a su favor.

La capacidad de darle a la modernidad una dirección emancipadora es, obviamente, un asunto de poder. La prueba más palmaria es que en aquellas sociedades en las que la clase trabajadora ha alcanzado los mayores niveles de bienestar son precisamente aquellas con sindicatos fuertes y unas izquierdas o socialdemocracias políticamente relevantes. El tan citado Estado de Bienestar europeo no fue un resultado natural del desarrollo capitalista metropolitano, sino el producto de intensas luchas obreras, sindicales y políticas, y de la amenaza comunista que logró, durante algunos años, las mayores concesiones de parte del capital que hayamos conocido. Al mismo tiempo, el actual debilitamiento de esas conquistas es resultado de la pérdida de poder social y político de la clase trabajadora y de los extravíos de izquierdas y socialdemocracias.

“Trabajadores al poder”, consigna que hoy parece de museo, fue uno de los principales lemas del movimiento obrero del siglo pasado. Sin embargo, un juicio descarnado nos lleva a aceptar que, salvo raras excepciones, los trabajadores no conquistaron el poder. Y siendo más duros, podríamos añadir el hecho de que en aquellos lugares en los que partidos obreros o campesinos se hicieron del poder no construyeron sociedades libres de explotación, represión y desigualdad. Pero junto con reconocer que el movimiento de trabajadores y las izquierdas no han logrado reemplazar al capitalismo por una forma más racional y solidaria de organizar la cooperación humana, es preciso señalar que han estado detrás de cada conquista alcanzada, desde la prohibición del trabajo infantil al fuero maternal, desde la jornada de ocho horas a las vacaciones pagadas, desde las jubilaciones a los sistemas de bienestar.

Hoy, en el fondo, no es distinto. La única manera de darle a esta modernidad —arrolladoramente creativa y pesadillescamente destructora— un sentido racional y solidario, es crear un poder democrático de tal envergadura que sea capaz de poner freno a la voracidad irracional del capitalismo desbocado y de conducir la sociedad hacia fines colectivamente definidos.

Las izquierdas tenemos una gran deuda con el mundo del trabajo. Ya sea por haber sucumbido ante las ideologías que pregonaban el fin de las clases y otras supercherías, o por la incapacidad de comprender a tiempo las nuevas formas del trabajo y contribuir a la organización de las fracciones más desprotegidas y fragmentadas de la clase trabajadora o por la desatención a la condiciones materiales de vida y a la incomprensión de las necesidades espirituales y de sentido que todos requerimos para orientar nuestra existencia. En pocos días más será primero de mayo. En muchas partes del mundo habrá feriado. Miles de sindicatos y tal vez millones de trabajadores se reunirán en actos y pronunciarán discursos, pero muchísimos millones más no tendrán idea del significado de la fecha. Eso no es casualidad.

En nuestro país las izquierdas no estamos exentas de tener que saldar esa deuda. ¿Cuáles son los partidos de los trabajadores en el Chile de hoy? Si hace medio siglo atrás la respuesta era meridianamente clara, hoy lo único claro es que una proporción muy grande, demasiado grande, de las y los trabajadores del país considera que no hay ningún partido o conglomerado que represente, sin dudas ni titubeos, sus intereses. Revertir esa situación es una tarea sin la cual esa fuerza, ese poder, que se requiere para darle a la modernidad una dirección solidaria, racional e igualitaria, es imposible de ser construido. Ahí tenemos, todas las izquierdas, un quehacer ineludible.

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