Filtraciones: doble filo y doble estándar
La reflexión sobre la cautela y el secreto de cierta información se vuelve todavía más relevante en un contexto marcado por una creciente judicialización de la política

En los últimos años, y con mayor intensidad durante 2024, se ha instaurado la práctica de filtrar material de investigaciones judiciales en curso a la prensa. Ya no solo accedemos a lo que se revela durante el juicio —información que legítimamente se vuelve pública al presentarse en esa instancia— sino también a detalles marginales al proceso judicial. Más aún, conocemos estos datos cuando todavía constituyen información reservada. Es decir, alguno de los intervinientes deliberadamente los entrega a los medios persiguiendo objetivos específicos.
El caso más reciente, donde se expusieron conversaciones de WhatsApp entre la diputada comunista Karol Cariola y su correligionaria Irací Hassler, a la sazón alcaldesa de Santiago, reaviva estas interrogantes. La prensa ha defendido con celo su derecho a informar, argumentando la existencia de un interés público en el contenido de estos intercambios privados. Y tiene razón en hacerlo. Sin embargo, el caso es más complicado que defender la relevancia de las conversaciones y describir el oficio periodístico como una “profesión indiscreta”. Aunque importante, ese es solo uno de los puntos en disputa.
La parte que falta ahí es que existe también un deber de resguardar esa información. Dado que el Estado, a través de la Fiscalía, tiene poderes intrusivos superiores a los de cualquier ciudadano, se le imponen obligaciones específicas para proteger los derechos de estos últimos. Si estas facultades de investigación se ejercen sin la responsabilidad adecuada, se arriesga la integridad de los procesos judiciales, así como una esfera de privacidad que requiere protección. Por lo mismo, debemos cuidarnos de que los fiscales o intervinientes —porque estos también tienen responsabilidad en ese resguardo— que quieran litigar por la prensa para crear condiciones favorables en el juicio real. No es necesario caer en la irresponsabilidad de Claudio Orrego y su disparo a la bandada diciendo que habría pagos de por medio para mirar con distancia estas prácticas. De paso, se crean expectativas en el público y se sacan conclusiones muchas veces apresuradas, que el derecho no siempre es capaz de satisfacer.
La reflexión sobre la cautela y el secreto de cierta información se vuelve todavía más relevante en un contexto marcado por una creciente judicialización de la política, por la (lamentable) aparición cada vez más cotidiana de políticos en tribunales. Es cierto: no son ni los fiscales ni los jueces quienes cometieron los eventuales delitos que ameritan su intervención; pero lo mínimo que se espera es que no caigan en el fango farandulero y a ratos morboso en que está sumida nuestra política. Se argumenta que solo la transparencia total permite sacar a la luz a quienes cometen crímenes, pero esto requiere al menos un matiz, más todavía cuando la fiscalía accede a la totalidad de las comunicaciones realizadas por una persona. Esto abre una suerte de pesca milagrosa para ver ya no solo si se cometió un delito en específico —el que ameritó la intervención— sino otros ilícitos, arrastrando en la pasada todo lo que se pueda encontrar ahí: conversaciones familiares, con las amistades, imprudencias, memes; lo que constituye una vida privada. De ahí que la transparencia sea un arma de doble filo, que puede terminar destruyendo lo que busca proteger.
Los paladines de la privacidad, en este caso el oficialismo, anunció una solicitud para remover al fiscal regional a cargo de la causa, Patricio Cooper. No es primera vez que un grupo de parlamentarios lo hace; hace algunos meses Xavier Armendáriz fue objeto de una solicitud similar por parte de la oposición. Lo molesto es que el derecho a la privacidad solo se defiende cuando afecta a los propios, pues si el problema está al otro lado del espectro político, se deja pasar, cuando no se aprovecha. “La prensa debe incomodar al poder”, decía el Presidente, pero pareciera que aplica cuando el objeto de esa incomodidad pertenece a un partido que no es el suyo. Por eso el doble estándar, cuando no derechamente hipocresía, en la protesta y en las solicitudes de remoción, en una indignación que tiene mucho de impostura.
El cuadro es preocupante. La mezcla de factores es todo menos tranquilizadora: políticos sobre los cuales caen sospechas, un Poder Judicial bajo la lupa, una Fiscalía o intervinientes que muchas veces se aprovechan de las circunstancias para echar a correr información, ciudadanos cabreados e inseguros. Después nos preguntamos por qué aparecen las motosierras y el que se vayan todos.
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