Tiempos de penuria
Cambiar de raíz no significa abrazar utopías revolucionarias ni refugiarse nostálgicamente en el pasado. Implica, más bien, volver a aprender. Aprender a habitar nuestros espacios y a relacionarnos con los demás y el mundo

Hacia 1870, próximo a sumergirse en los abismos de la locura, el poeta Friedrich Hölderlin se preguntaba si acaso los poetas eran necesarios en “tiempos de indigencia”. La pregunta nos persigue: ¿qué significa habitar un tiempo indigente? Y más inquietante aún: ¿es el nuestro uno de ellos?
Casi medio siglo después, Martin Heidegger retomó esta cuestión en su conferencia ¿Para qué poetas?. En ella, el filósofo alemán caracterizó nuestra era como un “atardecer”, una época del mundo que “declina hacia su noche”. Una noche, sentenciaba, que “extiende sus tinieblas” y que está determinada por la “falta de dios”. Pero lo que define a nuestra penuria no es simplemente que nos hayamos quedado huérfanos de dioses o de un dios. Ella está marcada por el hecho de que ni siquiera seamos conscientes de esa ausencia. Tan indigente ha llegado a ser nuestra época, que ya no somos ni capaces de vivir la falta de ese Dios como una falta.
Esto no supone ni niega prácticas religiosas individuales ni cuestiona la fe personal que alguien pueda tener hacia algún dios. La penuria que nos envuelve señala algo más fundamental: la privación de un fundamento, de un suelo donde arraigar, de una hoguera que ilumine nuestro habitar en el mundo. ¿No lo evidencia acaso esa sensación flotante de vivir sin horizonte ni proyecto que oriente e impulse la vida?
Sin un para qué vivir que trascienda lo inmediato, nuestra existencia se comprime en un presente perpetuo e inmóvil, sin arraigo hacia el pasado ni bosquejo para un futuro, donde solo reina un tiempo que transcurre con radical fugacidad.
El lector, quizás, se preguntará qué tienen que ver los poetas (y ellos mismos) con todo esto, o si efectivamente el nuestro es un tiempo de indigencia, en circunstancias en que jamás habíamos gozado de tanto bienestar material y oportunidades. Pero, irónicamente, sería precisamente esta abundancia frenética y esta aceleración constante lo que impide que emerja el resplandor capaz de iluminar nuestra noche.
El tiempo vital, que el filósofo surcoreano Byung Chul Han contrapone al tiempo laboral, es un tiempo que, para generar raíces y sentido, requiere apertura hacia la belleza del mundo y el misterio de la vida. Demanda contemplación y festividad, esos espacios que escapan a la lógica calculadora y propician un encuentro auténtico: con los demás y con la dimensión trascendente de lo humano. “Una vida que se agota en el trabajo y la producción”, advierte Han, “representa una atrofia absoluta de la vida”.
Por eso, dice Heidegger, sólo podrá acontecer un cambio cuando “el mundo cambie de raíz”. De allí la necesidad de refugiarnos en los poetas, ya que son éstos quienes han de sentir “el rastro de los dioses huidos” y señalarnos, a través de su canto, el camino hacia esa transformación esencial. Escuchar este canto es prestar atención a esa huella de ausencia que nos abraza.
Pero no es posible prestar atención a este canto si la prisa generalizada impera en nuestras ocupaciones cotidianas “de las que desde hace ya tiempo nos hemos vuelto esclavos”, y que imposibilitan, finalmente, “percibir el reposo, la lentitud y la perdurabilidad” que un habitar propiamente humano exige.
Cambiar de raíz no significa abrazar utopías revolucionarias ni refugiarse nostálgicamente en el pasado. Implica, más bien, volver a aprender. Aprender a habitar nuestros espacios y a relacionarnos con los demás y el mundo. Aprender a encontrar belleza en las cosas que nos rodean y sobre las cuales construimos nuestra breve estancia en la Tierra.
Pero difícilmente habremos de emprender este aprendizaje si nos vemos embargados por la generalizada sensación de que nada nos falta en la vida… nada, salvo el sentido de la propia vida.
¿No es esa, acaso, la más profunda de nuestras penurias?
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