Las razones y las fuerzas

A cinco años del estallido social, hay consenso en reconocer que ‘las razones’ que lo causaron siguen esperando respuesta, pero menos se habla de por qué esas respuestas no llegan

Manifestantes antigubernamentales se reúnen en Plaza Italia en Santiago, Chile, el viernes 8 de noviembre de 2019.Esteban Felix (AP)

Razones sobraban y hoy sobran todavía más. Al menos desde la publicación del Informe de Desarrollo Humano de 1998, Las paradojas de la modernización, año a año, sin interrupción, no han dejado de aparecer investigaciones sociales que constatan los problemas que aquejan a nuestro país y el malestar que se acumula entre franjas significativas de sus habitantes. La desigualdad, las jubilaciones, el estado de la educación pública, la distribución del ingreso, la segregación residencial, el sexismo, el maltrato cotidiano, la calidad de los servicios públicos, el endeudamiento, el nivel de los salarios, las listas de espera, la violencia escolar, la salud mental, la desafección política, la baja confianza en las instituciones… prácticamente no hay problema que no haya sido estudiado, descrito y analizado, no una sino varias veces. La bibliografía es abundante, contundente y, a estas alturas, redundante. Pero más allá de las ciencias sociales, o si estas investigaciones no existieran o fueran desconocidas para la mayoría de la sociedad, como probablemente son, cualquier habitante común y corriente, que sabe lo que es vivir en Chile, podría dar cuenta de varias de estas problemáticas. De hecho, pareciera que solo las élites desconectadas de la realidad nacional se sorprendieron, en octubre de 2019, de que hubiera tanta rabia acumulada en este rincón ejemplar del planeta.

Pero no basta que las razones sobren. De manera muy hermosa, el filósofo francés Jacques Rancière, reflexionaba en torno a los ‘chalecos amarillos’ y sostenía una verdad simple y profunda: “Las razones para el sufrimiento enumeradas para explicar la revuelta se asemejan exactamente a aquellas por las cuales alguien podría explicar su ausencia: los individuos sujetos a tales condiciones de existencia no tienen tiempo ni energía para rebelarse”. Lo que le lleva a concluir que “la explicación de los motivos por los cuales las personas se mueven es idéntica a aquella de porque no se mueven”. Y efectivamente. Tiene algo de inexplicable el hecho de que una multitud se levante y vuelque su desacuerdo en el espacio público. Es misterioso, pero la historia está llena de estos acontecimientos. La historia reciente de Chile lo está (1997, 2001, 2006, 2011, 2016, 2018). Y el estallido social de 2019 fue uno, el más expandido, de ellos.

Pero no basta con que las razones sobren ni con que una multitud se levante. A fin de cuentas, la historia es, también, una cuestión de fuerza y de poder. Y allí se complica el cuadro y en esa complicación habitamos. El pueblo que se expresó de manera tan contundente y volcánica en ese octubre, tuvo, qué duda cabe, una fuerza arrolladora, imposible de ser despreciada. El mejor ejemplo es que esa fuerza fue capaz de romper cercos inexpugnables como el que rodeaba a la Constitución política de la dictadura y que había sido defendido por la derecha con uñas y dientes. Solo la fuerza de la movilización popular logró romper ese cerrojo, aunque quienes se empeñan en oponer ‘octubre’ y ‘noviembre’ no quieran reconocer que “sin octubre no habría habido noviembre”.

Pero esa fuerza popular era, al mismo tiempo, débil. El pueblo que se levantó en octubre, es un pueblo heterogéneo y fundamentalmente desorganizado, muy distinto a aquel que protagonizó los grandes movimientos populares del siglo XX. Cualquiera que haya asistido a las movilizaciones que se produjeron en octubre de 2019 puede dar testimonio de lo que allí se vivió: las personas que iniciaron las movilizaciones se convocaron de manera espontánea, flameaban las banderas de Chile y las banderas mapuche, también las de los principales equipos de fútbol. En ‘la marcha más grande de Chile’ abundaban las camisetas de la selección nacional, las familias, los disfraces, los pañuelos verdes y los arcoíris. Las banderas los partidos y sindicatos, al contrario, brillaban por su ausencia. Y es que el campo popular contemporáneo, el realmente existente, no tiene, por ahora, una representación política propia ni organizaciones fuertes. Y la izquierda, por definición llamada a representar a esos sectores, no se encuentra suficientemente enraizada en ese Chile popular, heteróclito y complejo que se expresó en esas jornadas.

El proceso que se sucedió, con el primer proceso constituyente y su derrota, es parte de esta debilidad de la fuerza del campo popular chileno en su estado actual. La fuerza se cultiva, se trabaja, se entrena. La fuerza social se acumula en la lucha social. Y en esto no hay atajos. Al menos desde una perspectiva de izquierdas, cualquier proceso de transformación solo puede ser sostenido en fuerzas sociales suficientes para empujarlo y resistir los embates de los poderes interesados en mantener el estado de las cosas. Por lo tanto, la formación de esa fuerza es una tarea de primer orden para las izquierdas concientes de esa necesidad estratégica.

A cinco años del estallido social, hay consenso en reconocer que ‘las razones’ que lo causaron siguen esperando respuesta, pero menos se habla de por qué esas respuestas no llegan. Se achaca la responsabilidad, y con razón, a la esfera política, a la incapacidad de lograr acuerdos, al cálculo pequeño, a la indolencia de las élites. Todo eso es cierto, pero hay algo más. Falta todavía que ese campo popular acumule fuerza, desarrolle capacidades, organizaciones, una visión de mundo, un proyecto de sociedad. Falta que la izquierda se enraíce más allí, en el Chile realmente existente y contribuya a acrecentar su fuerza.

Ciertamente, hay avances en esa dirección, pero falta mucho todavía, y ya sabemos que no hay atajos. Las razones sobran, no así las fuerzas. Allí está la tarea mayor de la izquierda y una de las lecciones más duras de este quinto aniversario de las jornadas de octubre.


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