Cuando se apaga la luz: crisis eléctrica y malestar en Chile
Chile vive un estallido lento de la confianza en las instituciones. No tiene, por ahora, la espectacularidad violenta del 18 de octubre. Pero día tras día suma molestia, pequeños malos ratos, otras veces grandes, condiciones desiguales
La vida contemporánea se sostiene sobre algunas tecnologías indispensables. La electricidad –como el internet, el alcantarillado o el agua potable– goza de un protagonismo irremplazable: dependemos de ella para calefaccionar, iluminar los espacios, abrir portones, refrigerar alimentos, incluso mantener funcionando aparatos que sostienen la vida de otros. Dicho en simple, el humano contemporáneo no sabe bien cómo vivir sin electricidad. El rodeo anterior es importante para dimensionar la magnitud de la crisis que produce el largo y masivo corte de electricidad en varios lugares del país, concentrado principalmente en la Región Metropolitana. En algún sentido es una crisis vital, azuzada por la mezcla entre incapacidad empresarial y ausencias del regulador.
Por eso sorprende la reacción de Enel frente al desastre, sin mostrar mayor conciencia de la gravedad de lo que implica no tener suministro eléctrico. El despliegue territorial y comunicacional ha sido lento y torpe, como si no hubiera nadie preparado para resolver los problemas, explicar lo que está sucediendo y dar alguna certeza respecto a los plazos, los indicadores, los números. Más bien, se ve una empresa sorprendida por un evento climático raro –aunque predecible, a diferencia de un terremoto–, a la vera de los hechos. Como si nada se pudiera hacer mejor, más rápido, como si no hubiera formas de prevenir, o al menos mitigar, el desastre.
Junto a la lentitud para resolver el problema –hay lugares que se encaminan a cumplir una semana sin suministro–, la actuación de los voceros de la empresa solo ha agudizado el malestar. Todo indica que existen discordancias entre la información que entrega Enel y lo que reportan los usuarios. En algunos lugares, la empresa apunta que restableció el servicio, cuando eso no ha ocurrido. Esto, por cierto, atiza la rabia, el cabreo. Sus declaraciones contribuyen a la misma sensación de falta de empatía y la distancia. Por más justificado que esté desde la técnica, pedir que los informen si sufren cortes es un pésimo mensaje. Menos aún lo es haber prometido resolver prontamente el problema y luego no cumplir, lo que ha ocurrido en decenas de miles de casos.
La manera en que la empresa ha enfrentado la crisis se traduce en hastío, uno que se suma a una larga lista de malos funcionamientos –cuando no derechamente negligencias o abusos– que impactan en la vida cotidiana de muchísimos. Es, en cierto sentido, un corolario de una sensación extendida de maltrato, de orfandad, de falta de soluciones, de no ser considerado por quienes deberían hacerlo. Se vive a diario, en la relación con empresas, con reparticiones del Estado, con los superiores y pares en el trabajo (no por nada se está implementando la llamada Ley Karin, para disminuir la violencia laboral).
Chile vive un estallido lento de la confianza en las instituciones. No tiene, por ahora, la espectacularidad violenta del 18 de octubre. Pero día tras día suma molestia, pequeños malos ratos, otras veces grandes, condiciones desiguales, que pueden terminar emergiendo de manera violenta. Y, aunque no lo hicieran con violencia, no debiera ser el miedo a la violencia lo que movilice a quienes deben tomar decisiones, sino la exigencia de dignidad.
No se trata de ir por la vida vaticinando estallidos ni el derrumbe del modelo, sino de comprender que los incumplimientos de una empresa pueden terminar socavando la legitimidad del entramado social y político completo (y sabemos que ningún sector se beneficia de la situación). La manoseada e incompleta imagen de los “no son 30 pesos, son 30 años” esconde una verdad de la cual hay que hacerse cargo. ¿Quién estará dispuesto para defender un modelo si se percibe que no funciona como debe ser?
El orden de mercado supone, al menos, que las empresas sepan dar certezas a sus usuarios, que no traicionen la confianza de los clientes. Por lo mismo, cabe una pregunta más amplia por su papel en el entramado social, si acaso le cabe algo más que cumplir con los estándares mínimos. En caso contrario, crecerán los desbandes ideológicos, como el de la diputada Gael Yeomans, que llamaba a que el Estado controle la distribución eléctrica (solución que se sostiene sobre una fe incomprobable respecto a la capacidad de gestionar del aparato público).
La pretensión de Yeomans y su sector contrasta con la incapacidad del propio regulador –parte del mismo Estado al que les gustaría transferir la distribución eléctrica– para fijar estándares más exigentes a la empresa, perseguir su cumplimiento ni fiscalizar las tareas preventivas. Tampoco genera mucho optimismo la actuación del Gobierno, preocupado de hacer declaraciones de guerra (inviables, por lo demás) a las distribuidoras, sin que haya mayor reproche a su propia acción durante los últimos días.
El malestar se ha vuelto un ruido de fondo en nuestro país. Crece con coyunturas como esta, en las que se consolida la sensación de desamparo y de asimetría. No será Enel quien habrá de pagar la cuenta.
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