Es nuestra fiesta
La molestia no es tanto con la defensa al voto voluntario, sino a la pantomima que se ha instalado en el sistema político, el juego de máscaras, la incapacidad de mostrar claramente la posición que se sostiene
Tiene cara de voto voluntario, patas de voto voluntario y cola de voto voluntario; pero quieren hacernos creer que será obligatorio. Las piruetas argumentativas del ministro Álvaro Elizalde junto a varios parlamentarios oficialistas han dado mucho material para comprender mejor la mascarada que se despliega en el Congreso, así como algunas de las causas que explican la bajísima confianza que en él se deposita.
Tomemos como ejemplo la encendida alocución de Gonzalo Winter, diputado frenteamplista y dizque ventrílocuo del Presidente Boric. En su discurso justificando el voto en contra acusó que reponer el voto obligatorio era “antipobres”, porque buscaría “castigar a los pobres por no participar de nuestra fiesta”. Desconoce así, con desparpajo, que una de las discusiones centrales del siglo XX ha sido cómo involucrar a más –y no a menos– personas en la democracia. Se da así una increíble paradoja: la posición de Winter nos lleva a un voto censitario de facto, como aquel que hubo durante buena parte de nuestra historia. Es así: votarán más aquellos que tienen más, como demuestran todos los estudios disponibles a la fecha para nuestro país; excluyendo eventualmente la participación de millones –millones– de personas. Abundan ejemplos para respaldar esta conclusión. Para quien quiera comparar, los datos son claros.
Contra Winter –y su imputación vaga a que el neoliberalismo concentra el poder– una de las virtudes del voto obligatorio es que con éste participa más gente. Es decir, existe evidencia sólida de que involucra a más actores, y por eso desconcentra el poder de decisión, por más gimnasias retóricas que se quieran desplegar. La experiencia de votar, además, es pedagógica: mientras más votas, más se valora.
La molestia no es tanto con la defensa al voto voluntario, sino a la pantomima que se ha instalado en el sistema político, el juego de máscaras, la incapacidad de mostrar claramente la posición que se sostiene. Nadie quiere explicitar los motivos que justifican la posición ni las volteretas; qué mezquinos cálculos hay detrás.
Una pantomima que bien se puede aplicar al despliegue del gobierno, particularmente del ministro Álvaro Elizalde, encargado de organizar la posición oficialista en el Congreso. Hay algo extraño en lo que hemos visto los últimos días: un gobierno que anuncia que hará todos los esfuerzos para que se apruebe el informe de la comisión, y que vetaría la norma en caso contrario (lo que hizo), pero que nada indica que se estén haciendo las gestiones para que ese veto sea eficaz. En la votación en el Senado, la norma cayó por falta de votos oficialistas, que o se abstuvieron o rechazaron. De ahí que estemos ante una paradoja: o el ministro no está haciendo los esfuerzos necesarios, o sus esfuerzos caen en saco roto, dejando al gobierno en una precaria posición legislativa, que habla mal de la capacidad articuladora de Elizalde.
Las razones estratégicas disfrazadas de principios, la discordancia entre lo que se dice y lo que se hace, bien puede explicar por qué mucha gente –incluyendo a “los pobres”– no cree en los políticos. El propio Winter se preguntaba qué razones podían haber detrás de la desafección, y su discurso –en un gesto performativo del que difícilmente es consciente– le responde.
Y es que todo este cuadro omite la discusión crucial. Luego de años de voto voluntario y la preocupante baja en la participación, de la crisis de octubre de 2019, los dos procesos constitucionales fallidos y la desconfianza que acompaña el cuadro, es pertinente preguntarse cómo fortalecer nuestra democracia. Si el voto es obligatorio o no finalmente refiere a motivos de fondo, a posiciones normativas. Sobre todo, la discusión sobre el voto nos lleva a pensar sobre qué consideramos que se puede exigir a todos los ciudadanos como miembros de la comunidad política. Una izquierda que piensa que la participación en lo político es electiva termina potenciando justamente el sentimiento de desafección. Ni los movimientos sociales –ni menos las redes ídem– son remedos suficientes para ello.
Hace algún tiempo, se habló mucho de la idea de un “pacto social”. Más allá de las dificultades que plantea esta aspiración, hay una parte de ella que sí es útil: en un pacto las dos partes se comprometen a algo, se obligan a cumplir con una obligación. Concurrir a las urnas cada cierto tiempo no parece ser una carga desproporcionada, “antipobre” o violento. Es lo mínimo en nuestras circunstancias. Aunque algunos crean que no los favorece, o que le arruine la fiesta al diputado Winter.
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