La generación perdida
El inmovilismo generacional que caracterizó a la Concertación solo fue sacudido por la irrupción del liderazgo de Michelle Bachelet
A medida que la línea de tiempo avanza hacia las elecciones presidenciales de noviembre de 2025, se hace cada vez más patente la pregunta si, en la centroizquierda, la así llamada generación perdida recobrará protagonismo y vida. La pregunta también se plantea en la centroderecha, aunque con menor intensidad: la eventual candidatura presidencial de Evelyn Matthei será sin duda la última en ser protagonizada por alguien de su generación, la que será desafiada por José Antonio Kast, el actor menos joven de la generación de recambio tanto del Partido Republicano como de Chile Vamos.
El problema es sumamente agudo en la centroizquierda, ya que la generación con aspiraciones presidenciales que hoy tiene entre 50 y 60 años vio pospuestas sus ambiciones por dos fenómenos combinados.
El primero de ellos, con precedencia cronológica, fue el rudo cierre de la generación que luchó contra la dictadura y lideró la transición a la democracia, cuya composición etaria dominante impidió –salvo contadas excepciones– ingresar a los gabinetes concertacionistas en ministerios relevantes y con proyección a nuevas generaciones de dirigentes, en el entendido que el espacio parlamentario se volvía cada vez menos propicio para generar candidaturas competitivas a la primera magistratura. Dicho de otro modo, el primer fenómeno que explica la prolongada muerte de una generación política de centroizquierda fue la notable falta de circulación de las elites.
El segundo efecto, completamente lógico, fue el surgimiento de una generación de recambio por fuera de los partidos tradicionales, especialmente a partir de las luchas estudiantiles de los años 2000 (y muy especialmente del 2011-2012), lo que se tradujo en el exitoso desembarco de los partidos del Frente Amplio en la Cámara de Diputados en 2013, y especialmente en 2017 (a lo que se suma el deliberado tiraje a la chimenea del Partido Comunista en la cámara baja). No puede entonces sorprender que, detrás de la crítica brutal de la nueva izquierda frenteamplista a los gobiernos de la Concertación (los famosos no fueron 30 pesos, fueron 30 años que precedieron al estallido social de 2019), a lo que se sumó de modo oportunista el Partido Comunista, se encontrara una crítica al inmovilismo generacional.
El inmovilismo generacional que caracterizó a la Concertación solo fue sacudido, dentro de los márgenes de una misma generación etaria aunque con una importante oscilación político-ideológica del programa de Gobierno, por la irrupción del liderazgo de Michelle Bachelet. Este liderazgo de algún modo desdibujó el problema del recambio generacional (aunque la presidenta Bachelet durante su primer mandato tenía conciencia de ello, al garantizar –sin éxito– que nadie se repetiría el plato en su Gobierno), enfatizando el déficit programático de una coalición que se había vuelto excesivamente centrista.
Pues bien, todo esto ha quedado atrás, por razones de envejecimiento tanto biológico como político. ¿Será posible que la generación perdida de la centroizquierda resucite, y rivalice con el partido único del Frente Amplio, cuyos cuadros están naturalmente ganando en experiencia política? Sobre todo, esta generación de centroizquierda, desde Carolina Tohá a Claudio Orrego, cuyos talentos son indiscutibles, ¿tiene fuerza social y electoral para imponerse en una elección presidencial que, a un año y medio, se ve muy cuesta arriba? Es importante establecer la diferencia entre, por una parte, su fuerza electoral y social y, por otra, su fuerza política: sobre esta última, no hay dudas que las principales figuras de esta generación perdida tienen suficiente capacidad para hacerse de ella (por ejemplo, a través de arreglos y negociaciones entre partidos), pero eso no garantiza ni la fuerza electoral, ni la potencia social.
Para que estas tres potencias converjan en torno a un solo liderazgo, el camino será tortuoso. La primera estación intermedia será la próxima elección local, especialmente en gobernadores y concejales: no porque el actual oficialismo vaya a repetir su notable desempeño en las elecciones de 2021 (eso es imposible, por haberse tratado de una elección completamente anómala y con voto voluntario, lo que precisamente no será el caso en octubre de este año), sino porque es probable que la distancia entre todas las izquierdas junto a la Democracia Cristiana sea bastante menor de lo esperado con las derechas, en todos los niveles de la elección. De ser así, cobra relevancia las correlaciones de fuerza al interior de las izquierdas.
De modo tal vez menos evidente, es importante considerar que para que ocurra la convergencia entre la potencia política, electoral y social en torno a una sola persona, lo que hagan o no hagan Michelle Bachelet y el presidente Gabriel Boric es sumamente relevante. Por el lado de la ex presidenta, porque su capacidad de ordenamiento de los distintos partidos oficialistas despotencia a cualquier liderazgo presidencial del sector, por muy importante que sea el problema de la coherencia y orden que aqueja a los partidos. En cuanto al presidente Boric, su rol es fundamental para encauzar a su propio partido. En cuanto al Partido Comunista, más allá de la retórica antigua por la unidad de la izquierda de su presidente, Lautaro Carmona, su fractura interna lo vuelve altamente impredecible, sobre todo si los vientos giran a favor de la generación perdida.
Son muchos los factores que participan de la vida y muerte de la generación perdida, cuya resurrección es tan necesaria como poco evidente.
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