Christian Boesch, cantante lírico: “No existe un niño sin talento”
El artista de 83 años está convencido de que la música puede hacer algo por la felicidad de los niños de la Araucanía y Los Ríos, en el sur de Chile. Sobre la importancia de la educación y la cultura, conversa con la escritora chilena María José Ferrada, en una nueva entrega sobre infancia para EL PAÍS
Son las nueve de la mañana en Carririñe, a pocos kilómetros del paso fronterizo del mismo nombre que une Chile con Argentina. Una bandada de bandurrias cruza el cielo graznando, pero la tierra, en cuestión de canto, no se queda corta: a la misma hora, los niños de la escuela del sector se acomodan en sus sillas y comienzan a afinar sus violines. La escena se repite –con guitarras, flautas, clarinetes, violonchelos, trompetas e instrumentos mapuche– en distintas escuelas rurales de la Araucanía y Los Ríos.
Más de 1.500 niños ensayan por estos días Run Run se fue pal norte de Violeta Parra, tercera canción del repertorio que presentarán a fin de año en el estadio de Villarrica, una ciudad del sur de Chile ubicada a unos 750 kilómetros de Santiago. Solían hacerlo en un gimnasio, pero les quedó chico. Y es que, tras años de trabajo sostenido y riguroso, se ha corrido la voz: padres, madres, abuelos y amantes de la música en general, asistirán, sin falta, al concierto.
“No existe un niño sin talento en todo el mundo”, dice Christian Boesch, cantante lírico, austriaco –y chileno, luego de que el Congreso le otorgara la nacionalidad por gracia en el año 2018–, creador de la Fundación Cultural Papageno, que durante dos décadas ha acercado la música a miles de niños: “En la actualidad trabajamos con 79 escuelas en las que cada niño cuenta con un instrumento y clases de música, dos veces por semana”.
“Un niño no debería pasar por esta vida sin descubrir su talento, que no necesariamente será musical. Pero la música le dará la disciplina y la concentración, que será importante para su desarrollo”, señala Boesch. Lo sabe porque él mismo fue un niño que, motivado por sus padres, se encontró con la música. Gracias a ella trabajó en los escenarios más importantes del mundo –desde la Ópera Metropolitana de Nueva York a la Ópera Estatal de Viena– interpretando al Papageno, personaje de La Flauta Mágica. Eso, hasta que un día se enamoró del sur de Chile.
“Cuando llegué aquí, hace 30 años, quise inscribir a mis hijos en la escuela de música. No había, así que dije: hay que hacerla”. Así comenzó la historia que hoy mantiene a los niños de la Araucanía ocupados en sus partituras.
Cecilia Flores, profesora de la Escuela Rural Carririñe, agradece que los profesores de música lleguen, llueva o truene, a la escuela cordillerana. “El violín o el violonchelo son instrumentos a los que se creería que sólo pueden tener acceso los niños que viven en la ciudad. Nosotros estamos en un sector muy alejado, pero lunes y miércoles, tenemos nuestra orquesta. Y los músicos ya se han hecho famosos. Hace poco los invitaron a tocar en la inauguración de un campo donde se cultivarán frambuesas. Sus padres y nosotros como profesores nos sentimos orgullosos, pero lo más importante es que ellos se sienten contentos y valorados por su comunidad”, afirma.
Jorge Leiva, director de la escuela, opina que este tipo de iniciativas “emparejan una cancha que es muy dispareja. Estar en zonas retiradas no es fácil. Por eso en la escuela estamos comprometidos con el proyecto. Sabemos que el trabajo que los niños hacen en la clase de música influye también en la de matemáticas. Y que la motivación incide en el aprendizaje: mientras más contentos vienen los niños a la escuela mejor es su desempeño”. J.I. L., de 11 años, alumno, resume todo en un par de frases: “Es bonito tocar el violín. Porque es un instrumento que sirve para cualquier tipo de música. A mí me encanta”.
“La idea del proyecto no es formar músicos, sino niños más felices. Porque los niños felices se convierten en adultos capaces de dialogar y construir una sociedad mejor y más justa”, explica Boesch. Después de vivir 30 años en la Araucanía –zona del denominado conflicto entre algunas comunidades mapuche y el Estado chileno–, cree en el valor de ese diálogo. “Nosotros trabajamos en Temucuicui. Algunas de las escuelas a las que íbamos fueron quemadas y perdimos los instrumentos. Pero seguimos llevando la música a los lugares que están con conflicto, porque es ahí donde más se necesita”.
Roberto Castillo, Coordinador Técnico Pedagógico de la fundación y profesor de guitarra, explica que parte del repertorio que los niños preparan cada año es en mapuzugun [idioma mapuche]. “El We tripantu –año nuevo mapuche– es un importante hito, así que tenemos eso en cuenta y comenzamos el año preparando canciones para esa celebración, que luego se cantan también en el concierto de fin de año”, señala. Conoce de cerca la emoción que produce el evento, porque él mismo fue un niño que dio sus primeros pasos musicales gracias a Papageno: “Al principio los ensayos eran en Villarrica. Era un sacrificio grande para todos, porque mi familia vivía en una zona en la que la micro pasa solo dos veces al día. Muchas veces corrí con mi saxofón, para alcanzarla. Pero lo hacía con el mismo gusto que veo en los niños a los que hoy les enseño”.
El proyecto es financiado en su mayor parte por empresas privadas, a través de la ley de donaciones culturales. “Hay que invertir en educación y en cultura. Eso es lo que hace crecer a un país. La demanda por la eficiencia muchas veces está mal enfocada hacia la competitividad y el individualismo. Nosotros ante eso, proponemos la solidaridad, el respeto, el compañerismo. Y que nos preocupemos por los niños. El Estado y el sector privado, todos debemos trabajar juntos en eso”, explica Boesch.
A sus 83 años, el fundador de Papageno es consciente de que no podrá seguir por mucho tiempo a la cabeza del proyecto. Pero eso no significa que no piense en el futuro, todo lo contrario. “Nuestro sueño es llevar la música a las 608 escuelas rurales de la Araucanía”, apunta. Pensando en eso, crearon un Diplomado en Didáctica de la Música, en colaboración con el Campus Villarrica de la Universidad Católica, donde los profesores de las escuelas rurales de la región pueden formarse gratuitamente. “Calculamos que terminaremos este año con 150 profesores formados. Si seguimos así, en cuatro años habremos realizado nuestro sueño. Como le dije antes: si no hay, hay que hacerlo”.
A las 9.30 horas de la mañana de un lunes invernal, la profesora de violín y viola, Carolina Núñez, se despide de los niños de la Escuela Rural Carririñe. Le prometen que practicarán durante la semana. Y le recuerdan algo que, tras 15 años trabajando en Papageno, tiene claro: estarán esperando la clase del miércoles. Junto a Taixa Vera, profesora de violoncelo, cargan sus instrumentos en un jeep y se dirigen a la siguiente escuela de la ruta que une Liquiñe y Coñaripe. Otro grupo de chercanes –y una que otra loica– cruzan el cielo, como si fuera una señal de que la historia comienza otra vez, ahora en la Escuela Rehueico: en medio de la cordillera, un grupo de niños afina sus instrumentos. Son parte de la orquesta, que, repartida en el sur del mundo, practica Run Run se fue pal norte. Los pequeños músicos están seguros: el concierto de fin de año será un gran concierto.
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