El precario sistema político chileno
Es imprescindible reformar el sistema político, garantizando un pluralismo moderado y capacidad política para gobernar a un país no solo estancado, sino que bloqueado.
Desde hace años que se vienen advirtiendo los serios defectos en operan en el funcionamiento diario del sistema político chileno, cuya acumulación a lo largo del tiempo lo han transformado en un espacio cacofónico y, sobre todo, ingobernable. El último episodio de disfuncionamiento del sistema consistió en que una pequeña nueva fuerza, Demócratas, desconoció el acuerdo administrativo que fue firmado por todos los partidos hace un par de años, el que establecía un calendario de rotaciones en la presidencia del Senado a partir de los resultados electorales de 2021 que arrojaron dos perfectas mitades: nadie, hasta ahora, tenía mayoría en la Cámara Alta.
Es ese acuerdo que se rompió, y es un fiel reflejo del mal funcionamiento del sistema político a partir de una reforma electoral bien intencionada que fue adoptada en 2015, pero que está produciendo estragos en el Congreso. Para hacerse una idea de la necesidad de introducir reformas políticas en varios niveles, pensemos tan solo en qué hubiese ocurrido si hubiese estado vigente una norma -muy común en los congresos y parlamentos modernos– para reducir el riesgo de transfuguismo: de acuerdo a esa norma, un diputado o senador que fue elegido por un determinado partido, al abandonarlo (por las razones que fueren) que le permitió triunfar en la elección, perdería su escaño. Pues bien, fue precisamente la ausencia de esa norma anti-tránsfugas lo que permitió que dos senadores que fueron elegidos en cupo democratacristiano, renunciaran al partido de la flecha roja, desconociendo el acuerdo administrativo y modificando las correlaciones de fuerza en el Senado.
Es altamente probable que lo mismo ocurra en la Cámara de Diputados.
Este episodio es uno de los muchos males que afectan el funcionamiento del sistema político y de partidos, cuyos rasgos más nefastos son: la excesiva fragmentación (especialmente en la Cámara Baja, con 21 partidos representados); la posibilidad de abandonar un partido sin costo alguno para el renunciante, en una tácita definición de quien es el propietario del cargo (¿el senador o el partido?); la posibilidad de evitar la disolución partidaria tras un mediocre desempeño electoral a partir de fusiones instrumentales con otros partidos en la misma condición; a lo que se suma un largo etcétera.
Si bien la reforma electoral del 2015 respondió a la necesidad de superar al sistema binominal, abriendo el Congreso a nuevas fuerzas, nueve años después observamos que esa reforma fue una mala reforma. No hay nada más difícil que reformar un sistema electoral, especialmente cuando eso se traduce en redistritajes (alteraciones del mapa del territorio electoral) y alteraciones de las magnitudes distritales (el número de cargos a elegir en cada distrito electoral o circunscripción senatorial). Esta dimensión del problema debe ser corregida teniendo a la vista la igualdad del valor del voto entre chilenas y chilenos, pero no en este momento. Hay cuatro otras reformas que son mucho más urgentes, todas ellas conducentes a mejorar el debate legislativo y hacer más eficiente la función legisladora de diputados y senadores.
La primera de ellas es reducir el número de partidos con representación en la Cámara de Diputados. ¿Cómo lograrlo? Básicamente, de dos modos. En primer lugar, elevando los requisitos para formar e inscribir nuevos partidos: si bien la firma de un individuo seguirá siendo el principal criterio para formar a un partido, es la cantidad de firmas la que debe ser modificada, tanto a nivel nacional como regional. Lo ideal es que el sistema de partidos esté dominado por partidos nacionales, esto es por organizaciones que se inscribieron en cada una de las regiones de Chile (con un mínimo del 1% de firmas correspondientes a la cantidad de votos que fueron emitidos en la última elección a la Cámara de Diputados). En segundo lugar, empujando a que los partidos que compiten en elecciones parlamentarias alcancen, como mínimo, el umbral del 5% de los votos a nivel nacional, so pena de ser disueltos.
La segunda gran reforma es codificar legalmente la propiedad de los cargos electivos: exceptuando a personas independientes que compitieron por fuera de los partidos y contra ellos, y que tuvieron éxito en el intento, en todos los otros casos el dueño del cargo es el partido y no su ocupante. Esto quiere entonces decir que, si un diputado o senador abandona al partido a través del cual fue elegido, pierde irremediablemente el escaño.
La tercera reforma es prohibir fusiones post-electorales por motivos de sobrevivencia, con el fin de alcanzar entre dos o más partidos el anhelado umbral del 5% de los votos. Esto no quiere decir que las fusiones no puedan ocurrir, pero deben responder a un genuino ejercicio político: en tal sentido, el proceso de fusión de los partidos del Frente Amplio es un muy buen ejemplo de un proceso limpio y virtuoso.
La cuarta reforma consiste en entregar dinero público a los partidos que compiten en elecciones y alcanzan el 5% de los votos, y no a los partidos que se acaban de formar (salvo para gastos estrictamente administrativos bajo un mínimo legal).
Tengo perfecta conciencia que las reformas políticas necesitadas son muchas más (un grupo transversal de personalidades de izquierda y derecha está promoviendo una veintena, varias de ellas apegadas a la propuesta de reforma del sistema político que emanó del comité de expertos que elaboró el ante-proyecto de nueva Constitución en el marco del segundo y abortado proceso de cambio constitucional), pero hay que optar. Es imprescindible seleccionar aquellas reformas con mayor potencial para conseguir mayorías relevantes en ambas cámaras, apostando a que generarán efectos en el próximo ciclo electoral.
Este tipo de reformas no gozarán de apoyo popular, qué duda cabe (otra vez los políticos enfrascados en los temas que solo a ellos les importan). Pero lo que no ven quienes son los principales interesados en experimentar mejoras en su vida práctica y cotidiana, las personas comunes y corrientes, es que para que eso ocurra es imprescindible reformar el sistema político, garantizando un pluralismo moderado y capacidad política para gobernar a un país no solo estancado, sino que bloqueado.
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