Adriana Valdés: “Ahora no hay ningún prestigio en ser una persona educada”
La ensayista y crítica literaria chilena reflexiona a sus 80 años sobre el deterioro uso del lenguaje -“estamos todos hablando como delincuentes”-, la literatura chilena actual y su familia
Adriana Valdés (80 años, Santiago) atiende esta entrevista en la terraza de su piso en Providencia, un rincón en el que devora libros como almendras. El último atracón fue Maniac, de Benjamín Labatut, que no lo pudo soltar ni para cumplir con su sagrado ritual de beber una taza de té a las cinco de la tarde. “Cuando abrí los ojos me di cuenta que no tenía 12 años”, sostiene la aguda intelectual chilena. Y es que los 80 años la pillaron sintiéndose más joven que en otras etapas de su vida y con su apetito literario intacto.
La primera mujer directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto Chile (2019-2022) está “perfectamente alerta”, con el ego arrinconado y la tranquilidad de haber construido una vasta trayectoria marcada por la docencia, la crítica literaria y su cuarto de siglo en las Naciones Unidas, durante la dictadura militar de Pinochet. “He cumplido con muchas tareas. Ahora la principal es no morirme sin que el cerebro y el espíritu se hayan desarrollado lo más posible. Tener más experiencia de esto que voy a perder pronto”, afirma la ensayista.
Viene saliendo de un 2023 “lleno de altibajos”. Arrancó con la muerte repentina de uno de sus cuatro hermanos y continuó con la presidencia de su hija Verónica Undurraga en la Comisión Experta que redactó el borrador de la propuesta constitucional. Fue un año de alegrías, dolores, ilusiones y decepciones. “Me parece raro estar tan mayor y tener tanta oscilación de sentimientos”, comenta.
Pregunta. ¿Cómo vivió el proceso constitucional la madre de la presidenta de la Comisión Experta?
Respuesta. Yo no podía separar. Tenía un lado como de fanático, pero era afectivo. ¿Cómo lo viví? Encontrándole siempre la razón a ella y adorando a la gente que ella quería. Después vino el Consejo liderado por los Republicanos y, como dije en Twitter, se vivió un ambiente de meter por debajo [del texto] un sentido común de los años 50, que no es el de Chile.
P. Es muy activa en X, antes Twitter. ¿Qué es esa red social para usted?
R. Hay que tomar en cuenta que vivo sola, no interactúo como una persona en pareja. Trato de encontrar gente a la que le gusten las mismas cosas que a mí, porque no es tan fácil. Aparte, cuando tienes mi edad y facha, alguien te mira y cree que sabe exactamente lo que eres, por lo que no se me acercarían en un café. Previo a la pandemia, tenía una especie de amistad muy intensa con una tuitera que, como yo, escribía décimas. Teníamos un grupo simpático en el que nos contábamos de libros, chirigotas y versos. Organizamos un encuentro en mi casa y vino la gente más entretenida: Rodrigo Pinto, Ignacio Álvarez, Luis Barrales, Paula Loyola... Éramos más de 20 y teníamos mucha conversación. Si Twitter puede producir eso, es bastante milagroso.
P. Además se la ve muy atenta a la contingencia.
R. Después del golpe militar trabajé 25 años en la ONU. Tuve amistades entrañables con gente muy diferente que me sacó de la manera de pensar de los intelectuales de Chile de esa época, que era muy compartimentalizada. En esa época, mi jefa en la Cepal era la mujer de Edgardo Boeninger, quien, al ver lo que yo escribía, me invitó a almuerzos donde juntaban intelectuales que se tenían desconfianza para ir construyéndola. Fue algo que tardó años y por eso la Concertación lo cuidó tanto.
P. ¿Y qué pasó?
R. Todo se desgasta. Cuando yo estudiaba, había una clase media muy fuerte, intelectual, la mayoría de izquierda. Luego del golpe terminaron fuera de Chile y con mucho resentimiento hacia la gente que se quedó, nosotros –con Enrique Lihn [escritor, su pareja de entonces]– incluidos. Éramos vistos como traidores o cómplices. Nadie concebía que pudieras estar aquí en contra [de la dictadura]. Nadie pudo creer que ganara el No [en el plebiscito de 1988]. Enrique acababa de morir y una de mis grandes penas es que no lo haya visto. Las primeras escaramuzas fueron entre los retornados y la gente de acá. Después se empezaron a entender, pero los primeros encuentros fueron fatales.
P. ¿Qué le parece el trato en la clase política actual?
R. Antes había registros del habla. Ibas a una entrevista de trabajo y no decías “hola, weona”. Ahora está todo el mundo en un registro muy bajo. Estamos todos hablando como delincuentes. Lo que más me duele es que hace que los más débiles no dominen registros mejores del habla. Se igualó para abajo, pero los otros pueden subir cuando quieran. Ahora no hay ningún prestigio en ser una persona educada.
P. ¿Estamos más sensibles ante el lenguaje?
R. Bastante... Antes se decían algunas brutalidades, pero se mitigaba por la proximidad física. Se rían del senador, pero había una compostura que era fundamental para que las cosas funcionaran. Uno no creía que tenía derecho a tirar sobre la mesa tus dolores y sentimientos todo el tiempo. A veces siento que me están pidiendo que tolere que alguien me vomite encima.
P. ¿Qué piensa de la apertura de la intimidad de los personajes públicos a sus seguidores?
R. Intentan mostrarse lo más natural posible, pero uno no sabe lo que la cámara deja fuera. Las cámaras han hecho esta especie de psicología del show norteamericano. La encuentro muy falsa. Estamos entrando a una época de sentimientos falsos, por eso la gente es tan solitaria. Antonio Tabucchi dice que la vida es subrepticia: lo que está pasando por debajo de todo lo que está pasando. Al terminar un amor, uno reflexiona años después: ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué me interesé en esa persona? Esos son los sentimientos verdaderos. Mucho más sutiles, complicados, interesantes. No se manufacturan para la cámara.
P. ¿Está revisando sus historias de amor?
R. Sí. También mucho la historia familiar. Es muy interesante el amor infinito por los hermanos, prácticamente inexpresable. Llega un momento en que toda esta constelación de cosas, que para ti son muy importantes, también lo son para muy poca gente, que son los que tienen los mismos recuerdos, los que vivieron en la misma casa. Durante mucho tiempo uno le pone la proa a la familia porque es necesario transformarse en quien es. Cuando ya lo sabes, no tienes por qué.
P. ¿Cómo ve a la generación de sus nietos?
R. Mucho más solos que lo que era a esa edad y eso que yo era de profesión solitaria. Los seguidores no son amigos. Además, el Whatsapp, el computador, crean impaciencia. Todo es rápido. Mis nietos dejan las cosas como a medio decir. Pienso mucho en la palabra anomia, que es falta de objetivos y normas compartidas. Hoy no hay. Es tan duro tener que descubrir solos cuáles son sus normas.
P. ¿Cómo era antes?
R. Uno tiene que tener padres que le vayan en contra porque así define su personalidad. Así era mi generación, aunque no mi padre. De repente siento que ahora los niños no tienen eso que necesita un gato para afilarse las uñas. Hay una permeabilidad en que no estamos siendo realmente padres. Lo que el adulto imagina que el niño puede estar sintiendo se transforma en norma. Y eso al niño lo tiene que insegurizar de base para siempre. Los estamos protegiendo de sus propios sentimientos, dando pocas herramientas para manejarse.
P. Pero su padre no la educó como los padres de su generación…
R. No, mi padre era un hombre en la torre de marfil. Tenía los medios, se aislaba y leía muchísimo. Conversaba conmigo cuando era una niña como si fuese un adulto. Creo que la mitad de las cosas que sé son porque él las daba por sabidas. Me formó la cabeza porque me quería mucho. No era una cosa de exigencia, sino de diálogo.
P. Dice que es de profesión solitaria, ¿tiene que ver su afición a la lectura?
R. Claro, pero aparte de eso, creo que tengo hipersensibilidad. El escuchar demasiado, el tener una empatía muy pronunciada, hace que quedes muy agotado después de una reunión. Es como que te invaden los sentimientos de los otros. Uno necesita espacios de recuperación emocional larguísimos. Por eso la presidencia del Instituto y la dirección de la Academia fue una prueba muy fuerte para mí. Estoy muy contenta de haberlo hecho, pero me causó un estrés que tardé como un año y medio en soltarlo.
R. ¿Porque lideraba muchas reuniones?
R. Y en comunión. Mi misión era ser puente y veía que era muy difícil. Había disciplinas que no estaban acostumbradas a conversar unas con otras; había pocas mujeres y muchos hombres cuya manera de imponerse tenía que ver con el ego. Yo me rehusé a ser solemne porque no me la creo ni yo. Pude hacer actos súper decorosos, pero que al mismo tiempo tenían emoción.
“Mi lema de vida es ‘jaque mate”
P. Usted dice que su familia es donosiana [por el escritor chileno José Donoso]. ¿Por qué?
R. Porque eran latifundistas. Por los derrumbes de las casas, las 40 hectáreas de riego básico. Me crié en una casa muy grande camino a Melipilla en la que vivían tres familias: mi abuela, la de mi tío y la de mis padres. También había muchos empleados. Vivíamos allá de noviembre a abril.
Adriana Valdés, cálida y divertida, se levanta e invita a ver en su habitación una galería de imágenes en blanco y negro de la casa familiar mencionada, donde se grabó la película Julio comienza en Julio (1979). Enseña una foto de una mesa de ajedrez con un jaque mate. “Ese es mi lema de vida”, dice. Recuerda que la reforma agraria echó abajo el mundo que conocía su padre, quien la encontró “un poco traidora” por sus posturas en aquella época.
P. Ahí usted ya tenía clara su visión política.
R. Sí. Desde muy chica me costaba naturalizar las diferencias que veía en el campo y la ciudad. Eran los tiempos en que Sergio Larrain fotografiaba a los niños debajo del puente, de la camioneta del padre Hurtado. Veía mucho y preguntaba sobre las cosas que me parecían extrañas. Me decían no tiene que proyectar su sensibilidad porque esas personas están acostumbradas. Siempre he tenido mucho espíritu crítico. Puedo entusiasmarme con las cosas, pero hoy tengo un temperamento fanático y una cabeza escéptica y es una pésima mezcla.
P. Antes decía que estamos hablando mal. ¿Cómo estamos escribiendo?
R. Casi todo el mundo ya no está escribiendo para Chile, sino para ser traducidos. Eso se refleja bastante. Hay gente genial que hace eso, como Labatut, Alejandro Zambra.
P. ¿Cómo valora que escriban para ser traducidos?
R. En Chile está bien porque se empiezan a medir contra otros grandes. Lo más interesante es con quién te estás midiendo. Si tu rival o tu enemigo es bajito, tú también vas a serlo.
P. ¿Quién está contando Chile, dejando registro?
R. No sé. Lo de Cristóbal Jimeno con La Búsqueda es una práctica acendrada de la verdad. No del cuento que me puede servir. Hay muchas novelas actuales chilenas que me parece que no dan mucho. O que uno está fascinado con la historia y después caen en que esa historia entra dentro de la versión de las verdades oficiales que escuchas. Eso en una obra literaria es una decepción terrible. Estoy muy en contra de la literatura que sirve causas. Me gustan las novelas que abren y la poesía que me hace sentir que esa persona ha estado en lugares que vagamente reconozco, pero que no podría describir.
P. ¿Seguiremos siendo Chile, país de poetas?
R. Ahora hay mucha poesía. No todo es bueno, hay una cierta mistificación. Rosabetty Muñoz ha escrito de las cosas más lindas sobre mujeres. Es de Chiloé y estudió en la Universidad Austral. Cuando volvió a la isla, lo hizo con otros ojos. Vio el sufrimiento de las mujeres, de las niñas, la cantidad de incestos, de abortos. Y se mandó unos libros absolutamente extraordinarios. Son muy fuertes. Al mismo tiempo, es capaz de entender a las mujeres de una manera muy maternal. Diría que es una poesía de mujeres tan potente como la de la Gabriela Mistral.
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