¿Somos republicanos?

‘República’ se ha transformado en una de esas palabras de uso circunstancial y oportunista que se emplean para salir del paso y poner cara de serios

Un grupo de personas ondea banderas chilenas, en una imagen de archivo.Nicolas LE CORRE (Gamma-Rapho via Getty Images)
Agustín Squella

Democracia es una palabra griega, república una romana. Esta última significa cosa pública y, como ocurre frecuentemente con todas las palabras, república no es un término de uso uniforme en los textos de teoría política ni menos en el lenguaje común de las personas.

El uso más antiguo y habitual de república se da por oposición a monarquía, o sea, a Gobierno de uno solo, el rey. Sin embargo, no hay simetría entre ambos términos, p...

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Democracia es una palabra griega, república una romana. Esta última significa cosa pública y, como ocurre frecuentemente con todas las palabras, república no es un término de uso uniforme en los textos de teoría política ni menos en el lenguaje común de las personas.

El uso más antiguo y habitual de república se da por oposición a monarquía, o sea, a Gobierno de uno solo, el rey. Sin embargo, no hay simetría entre ambos términos, puesto que la monarquía es una forma de Gobierno y la república no lo es. República es un modo o manera de gobernar en la que el poder sirve al bien común y no tiene que ver con quiénes ni cuántos son los que gobiernan.

Las formas de Gobierno responden a la pregunta acerca de quién debe gobernar; república, en cambio, contesta a la pregunta de para qué se gobierna.

A veces república se hace sinónimo de democracia, pero, y por lo antes indicado, vuelve a no haber simetría. Como forma de Gobierno, la democracia es el Gobierno de los más, mientras que la república es el Gobierno para el bien de todos. Lo que caracteriza a la república no es algo cuantitativo –cuántos son los que gobiernan o elijen a quienes lo hacen-, sino algo cualitativo, y debe ser por eso que cuesta tanto ponerse a la altura del ideal republicano. Este exige de los gobernantes, y también de los ciudadanos, que sean capaces de alzarse por sobre el torbellino de las pasiones e intereses particulares y sectoriales, incluidos aquellos de los propios gobernantes y fuerzas políticas que los apoyan.

Si así fueran las cosas, todos seríamos republicanos, al menos labios afuera, porque no ha habido político alguno en la historia de la humanidad que no haya afirmado buscar y ejercer el poder a favor del bien colectivo o común que, llegado el momento, reducen a sus propios intereses y creencias, con menoscabo o desdén por cualquiera que se les oponga. Es legítimo que sujetos individuales, organizaciones y sectores de un país defiendan sus intereses –si lo hacen con transparencia y sin violencia–, pero no lo es que embanderen con el emblema patrio los que no pasan de ser intereses de uno o de unos cuantos.

La república es entonces un ideal moral y político, por mucho que en los tiempos que corren la primera de tales palabras produzca incomodidad y la segunda suene a algo detestable.

El ideal republicano incluye también el rechazo a toda forma de sometimiento o dominación; por ejemplo, el de la mayoría sobre la minoría allí donde se encuentre vigente la forma democrática de Gobierno. Una de las reglas de la democracia es la de la mayoría, y es altamente improbable que una mayoría, por circunstancial que sea (¿y cuándo hoy una mayoría no es circunstancial?), deje de comportarse como tal, pero el ideal republicano exige que la mayoría no aplaste a la minoría cada vez que pueda y que se comporte con esta última de la manera que desearía que el día de mañana se comportara con ella en caso de pasar a ser minoría. A la vez, ese ideal exige que una fuerza política que hoy sea minoría se comporte con la mayoría gobernante del modo que le gustaría que se comportara con ella en caso de pasar mañana de minoría a mayoría, o sea, sin obstaculizarla cada rato y bloquear todas sus iniciativas.

Si tal es lo que se entiende por república y republicanismo, habría que preguntar cuánto de una y otro tenemos hoy en Chile, sin que podamos concluir otra cosa que tenemos poco, muy poco, y que república se ha transformado en una de esas palabras de uso circunstancial y oportunista que se emplean para salir del paso y poner cara de serios.

Tenemos un déficit grande en tal sentido. Estamos muy bajos de calorías genuinamente republicanas y tampoco vamos a superar esta carencia con una mecánica apelación retórica a la amistad cívica, una expresión que amplía impunemente la palabra amistad hasta diluirla en una débil sustancia empalagosa que no convence a nadie.

Si no somos capaces de lo menos –comportarnos de acuerdo al exigente ideal republicano–, ¿podremos alcanzar algún día el nivel quimérico de la amistad, en el entendido de que no rebajemos tan importante palabra a simple buena onda?

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Agustín Squella

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