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Constitución Chile
Columna
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Se incuba una tragedia

El problema más profundo que subyace en este proceso constitucional es la deslegitimación de un sistema político que no logra hacer pie en la realidad

Consejo Constitucional de Chile
Una reunión del Consejo Constitucional, en Santiago, el pasado 7 de junio.IVAN ALVARADO (REUTERS)

Esta semana presenciamos un cambio notable, incluso un quiebre, en la posición de las fuerzas de izquierda con respecto al proceso constitucional en curso. Mientras pocas semanas atrás eran voces marginales las que expresaban su desconfianza en el desarrollo del Consejo, como las de los militantes comunistas Hugo Gutiérrez o Daniel Jadue, en los últimos días hemos observado que, dentro de lo que queda de Apruebo Dignidad, comienzan a surgir desacuerdos más generalizados con el rumbo del proceso.

Yanira Zúñiga, profesora de derecho de la Universidad Austral, se preguntaba en su cuenta de Twitter: “Si (…) este proceso constituyente ha sido tan sobrio y los constituyentes tan razonables ¿por qué, entonces, el proceso estaría ad portas de fracasar?”. Con independencia de que uno coincida o no su diagnóstico, la pregunta es pertinente porque toca una fibra sensible de nuestro problema constitucional. Responderla implica dar un rodeo más largo.

Si observamos el panorama en perspectiva, el problema se origina en la Convención Constitucional, que socavó la ya escasa credibilidad del sistema político al llevar mal el proceso, lleno de escenas folclóricas, que culminó en un proyecto deficiente y maximalista. Esto ayuda a explicar por qué la opción del Rechazo obtuvo una ventaja tan amplia en todo el país.

No obstante, el voto en contra venía acompañado de una promesa: la de trabajar por una Constitución buena y nueva para Chile. La mayoría de las fuerzas políticas cumplieron su compromiso y dieron inicio a un segundo intento, cuidadosamente regulado debido al trauma del fracaso anterior. A pesar de esto, la ciudadanía no se conectó con este proceso; en lugar de eso, lo observó con distancia y optó mayoritariamente por elegir representantes del partido que menos deseaba liderar la discusión constitucional: los republicanos.

De este modo, se abrió una nueva etapa en la que aquellos que se oponían con mayor firmeza a este cambio, y que habían adoptado previamente un enfoque beligerante y duro, se vieron obligados de la noche a la mañana a establecer y mantener un espacio para el diálogo.

Los errores iniciales cometidos por ese partido en las semanas posteriores al 7 de mayo solo sirvieron para disminuir las posibilidades de un diálogo exitoso. Dado que las fuerzas de derecha alcanzaron tres quintos de los representantes y el poder para liderar el proceso, la izquierda se refugió en el anteproyecto elaborado por expertos, considerándolo una línea roja en casi todos los temas, mostrando una escasa (o nula, según el caso) apertura a la discusión. Esto ha resultado en el fracaso de varios intentos de diálogo, ya que cualquier modificación sustancial del texto propuesto por los expertos (en el cual, recordemos, tanto las fuerzas de derecha como de izquierda estaban igualmente representadas) se ha convertido en una posibilidad de ruptura, generando diferencias insalvables. No deja de sorprender que casi cualquier modificación es tildada como un atentado contra los mínimos democráticos o avances civilizatorios. A ratos da la impresión de que las izquierdas siguen soñando con el texto de la Convención y de que cualquier texto que se aleje de ese horizonte será tildado de insuficiente.

Esta dinámica también se reflejó en la propuesta de los consejeros oficialistas que instaba a todos los sectores a retirar la totalidad de las enmiendas, así como en las críticas de la plataforma de activismo del VAR Constitucional, que a menudo incurre en imprecisiones y arbitrariedades al cuestionar las redacciones de artículos y enmiendas cuando estas provienen del sector contrario.

Lo que parecen pasar por alto los análisis previos es que el anteproyecto no lograba despertar un gran entusiasmo en la ciudadanía que, en última instancia, tiene la decisión final. Independientemente del método de evaluación utilizado, en todos ellos se detectaba una inclinación a votar En contra de cualquier cosa que emanara del órgano constitucional. Esto nos conduce al problema más profundo que subyace en este proceso constitucional: la deslegitimación de un sistema político que no logra hacer pie en la realidad ni conectar con una ciudadanía desconfiada. De consolidarse el escenario actual, en el cual este segundo intento fracase tal como el primero, el socavón sería difícil de reparar en el corto plazo.

En la historia no existen destinos inevitables ni guiones predefinidos; no se trata de un juego con cartas marcadas. Todavía quedan varias etapas en el camino: plenos del Consejo, observaciones de la Comisión Experta al texto, una eventual comisión mixta entre expertos y consejeros, la votación final del Consejo. Sin embargo, los caminos se vuelven más estrechos para el diálogo, las opciones comienzan a agotarse y el tiempo apremia. La incapacidad para alcanzar acuerdos básicos en una amplia gama de temas que son de vital importancia para nuestra sociedad, que van desde la Constitución hasta la educación, la salud, la seguridad social y la conmemoración del golpe del 11 de septiembre de 1973, junto con la negación de legitimidad a los adversarios políticos –algo que la izquierda viene mostrando al menos desde 2019–, nos enfrenta a un desafiante proceso de recomposición social. Ante nuestros ojos se gesta una tragedia para la cual pareciera que no queremos dotarnos de las herramientas adecuadas.

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