La nueva sorpresa chilena

El rechazo a la nueva Constitución es la más contundente expresión electoral producida en Chile en 32 años de restauración democrática

Personas que rechazaron el nuevo proyecto de constitución celebran los resultados en Santiago, Chile.Alberto Valdés (EFE)

En un número y una proporción que nadie, ni encuestas ni analistas, pudo imaginar, los chilenos rechazaron por más de 60% la propuesta elaborada por una Convención Constitucional que la imaginó como una de las más largas del mundo (388 artículos permanentes y 57 transitorios) y una de las más radicales desde el punto de vista de sus innovaciones institucionales. Es la más contundente expresión electoral producida en Chile en 32 años de restauración democrática. El nivel de participación sólo...

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En un número y una proporción que nadie, ni encuestas ni analistas, pudo imaginar, los chilenos rechazaron por más de 60% la propuesta elaborada por una Convención Constitucional que la imaginó como una de las más largas del mundo (388 artículos permanentes y 57 transitorios) y una de las más radicales desde el punto de vista de sus innovaciones institucionales. Es la más contundente expresión electoral producida en Chile en 32 años de restauración democrática. El nivel de participación sólo ha sido superado por los plebiscitos que derrotaron a Pinochet, una comparación altamente incómoda, pero de ningún modo impertinente.

El rechazo al proyecto se confunde, en forma inevitable, con la rápida desaprobación del Gobierno del frenteamplista Gabriel Boric y con la negativa percepción de los fenómenos de inflación y de alta violencia delictiva y étnica que por más de 20 años parecían erradicados en Chile. El Gobierno subestimó —por decir ignoró— la importancia de estos factores, que significaron que, por ejemplo, en la zona sur del país, conmovida por una violencia ejercida en nombre del pueblo mapuche, la votación de rechazo superara el 70%, una paradoja para una Constitución que se proclamaba “indigenista”.

La Convención Constitucional, que tenía por único mandato producir un texto que concitara la mayoría del país (en la retórica institucionalista chilena, “una casa para todos”), se dio en cambio un festín con los particularismos y las políticas identitarias, que condujo al mayor fracaso plebiscitario de la historia. Muchos de los apoyos externos a ese texto —como el de Bernie Sanders, un récord de desinformación y candidez— prescindieron de las condiciones concretas en que los chilenos se sintieron amenazados u hostilizados por él. Los resultados muestran, una vez más, la iniquidad de las visiones tamizadas por la ideología y el deseo.

Algo similar ocurrió con la Convención, que fue elegida con un sistema electoral de excepción, donde se privilegió la inscripción de independientes por sobre la de los partidos, otra vez con la teoría social (y socialmente artificial) de que el país rechazaba a sus institucionales tradicionales de representación política. Apenas instalada la asamblea, se hizo visible que a lo menos una de las más exitosas listas de independientes no era de tales, sino de militantes comprometidos de grupos de ultraizquierda, muchos de los cuales venían participando con entusiasmo en los hechos de violencia de los años previos. La calidad de la Convención nacida de esa teoría, que no pudieron mejorar los juristas presentes en ella, es la primera explicación del resultado del domingo.

El plebiscito pone fin al ciclo iniciado por la asonada de violencia de octubre de 2019, que ha sido denominado “estallido social” sin evidencia factual y sin ningún elemento que hiciera pensar que la reforma constitucional era en efecto su demanda principal; la parálisis del Gobierno derechista de Sebastián Piñera dio pábulo, en esos días, para creer que la caída de la Constitución era una vía para dar cauce a la recuperación de la política por sobre la violencia. Hay razones para pensar que, más que la Constitución, fueron las clausuras del covid-19 las que retrajeron el espíritu revolucionario. En fin: que queda mucho por estudiar. Pero el fantasma de aquella revuelta descontrolada y destructiva ha copado la imaginación política de Chile por dos años. En su clímax fue elegida la Convención y, más tarde, el Gobierno de Boric.

Las cifras mayoritarias que consiguió este último (a pesar de perder la primera vuelta) se han licuado en menos de seis meses, en parte por su abrazo del oso con la Convención, y en parte también por una gestión por decir lo menos equívoca, plagada de tropiezos y disculpas y dominada por un sentimiento exageradamente generacional. El Gobierno de un presidente de 36 años es una novedad extraordinaria en Chile —y Boric ha gozado de esa benevolencia paternalista—, pero no es un cheque en blanco para cometer errores de principiantes, ni en las decisiones, ni en los conceptos ni en la perspectiva histórica.

La oposición le recordó esos límites al presidente en la misma noche del domingo, cuando rechazó una invitación a iniciar el diálogo con la condición de que previamente se produjera un cambio en el gabinete de ministros. Esta es una de las válvulas que caracteriza a un régimen presidencialista cuando se produce una derrota de las magnitudes de la del domingo. El presidente Boric, a pesar de sus muchas facultades soberanas, está obligado a abrirla si quiere asegurarse la buena voluntad del Congreso para iniciar un nuevo proceso constitucional.

Ni la autoafirmación del presidente ni la condición opositora pueden durar mucho. Como se ha repetido hasta el exceso en las horas posteriores a los resultados finales, el país se ha pronunciado por la moderación, no por el estancamiento.

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