Rock / Joe La Reina

Los raros de la clase

Los donostiarras ratifican en la sala El Sol su capacidad para la seducción más atípica y perpleja

El grupo 'Joe la Reina' en una imagen de 2012.Javier Hernández

No hay nada demasiado ajustado a la norma en el caso de Joe la Reina. Y nada es nada: ni el aspecto desvalido de su líder, que ensombrece su rostro huesudo con una visera; ni esa voz entre frágil y espasmódica, ni unas canciones que juegan al despiste en cuanto a estructuras y herencias estilísticas. La suya es seducción por la vía lenta: pueden desconcertar, renuncian al estribillo y la complicidad barata, quizá no se conviertan nunca en la última sensación de Instagram, tampoco recibirán el abrazo de la realeza. Pero la sala El Sol estaba c...

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No hay nada demasiado ajustado a la norma en el caso de Joe la Reina. Y nada es nada: ni el aspecto desvalido de su líder, que ensombrece su rostro huesudo con una visera; ni esa voz entre frágil y espasmódica, ni unas canciones que juegan al despiste en cuanto a estructuras y herencias estilísticas. La suya es seducción por la vía lenta: pueden desconcertar, renuncian al estribillo y la complicidad barata, quizá no se conviertan nunca en la última sensación de Instagram, tampoco recibirán el abrazo de la realeza. Pero la sala El Sol estaba casi llena y muy animada este jueves para certificar el estreno de su segundo disco, Esas nuevas modas. Uno de los trabajos más mágicamente rarunos, hasta en su deje de sarcasmo, que nos legó el difunto 2017.

Los seis mozos donostiarras ya apuntaban maneras desde su debut, el no menos perplejo Bailamos por miedo, pero la prolongación ha conseguido refrendarlos como los auténticos raros de la clase. Ni vagamente bucólicos para que pudiéramos imaginarlos como teloneros de Fleet Foxes, ni demasiado homologables con las formulaciones consabidas del indie. No parecen perdidos en el limbo, sino firme y orgullosamente asentados en ninguna parte. Un poco psicodélicos, más por excepción que por vocación, sobre todo cuando las guitarras bordeaban la narcolepsia (Otro día). En todo caso, y por simplificar, piensen más en un Santana sin mucho ADN latino que en Tame Impala.

Era difícil no aplicarles a los autores de Nadie me representa su propio enunciado: tan pronto parecían acercarse al rock sinfónico de los setenta, a unos Genesis de Peter Gabriel con vistas al Cantábrico, como propician que sea Víctor Jara quien se nos sugiera al fondo del paisaje en Tempestad. Una preciosidad, por cierto, y más que podría haber sido si los locuaces asistentes hubieran dejado en paz al bueno de Lucas Malcorra (¿un Germán Coppini del siglo XXI?) mientras cantaba.

En el fondo, esa incertidumbre estilística puede ser metáfora del mensaje del grupo, al que parece inspirarle nuestro propio estupor como seres humanos. Chaveas, primer bis cuando las manecillas ya enfilaban hacia la medianoche, representa bien ese espíritu impredecible, inaprensible, sinuoso. Cuesta tomarles el pulso a los de Donosti. Y no es por falta de riego sanguíneo, sino por todo lo contrario: aquí hay vida a borbotones.

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