La valentía de dudar

Gobierno e independentistas son conscientes de que han llegado al borde del precipicio. En ambas partes hay voces sensatas que llaman a evitar lo irreparable

Manifestación en Barcelona el día 3 de septiembre.Samuel Sánchez

El conflicto catalán ha llegado a un punto crucial. Desde la jornada del 1-O ya no es un conflicto local: los grandes medios lo destacan en sus portadas y las cancillerías han comenzado a pedir informes detallados a sus embajadas de lo ocurre. Muchos de los analistas extranjeros se preguntan cómo es posible que el Gobierno de Mariano Rajoy no haya sido capaz de articular una solución política que evitara el escenario de ruptura/represión que ahora afronta.

Lo que hace difícil abordar una salida es la forma que el conflicto ha adoptado: una ruptura del sistema desde dentro del propio sis...

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El conflicto catalán ha llegado a un punto crucial. Desde la jornada del 1-O ya no es un conflicto local: los grandes medios lo destacan en sus portadas y las cancillerías han comenzado a pedir informes detallados a sus embajadas de lo ocurre. Muchos de los analistas extranjeros se preguntan cómo es posible que el Gobierno de Mariano Rajoy no haya sido capaz de articular una solución política que evitara el escenario de ruptura/represión que ahora afronta.

Lo que hace difícil abordar una salida es la forma que el conflicto ha adoptado: una ruptura del sistema desde dentro del propio sistema, combinado con una amplia movilización de corte popular protagonizada y dirigida fundamentalmente por las élites y las clases medias. Esa doble naturaleza hace que el Gobierno tenga serias dificultades para encontrar una fórmula capaz de controlar la situación sin provocar más daños de los que intenta evitar. Eso explica la extraña situación en la que nos encontramos: ni el poder central ha sido capaz de restablecer el orden constitucional ni los independentistas han logrado la fuerza suficiente para materializar la ruptura con una declaración unilateral de independencia.

Muchos observadores, comenzando por los empresarios y banqueros que ahora deciden trasladar precipitadamente sus sedes fuera de Cataluña, creyeron que el bloque soberanista no se atrevería a llevar su hoja de ruta hasta sus últimas consecuencias. Lo reconoció el viernes el presidente de Freixenet, José Luis Bonet. Pensaban que era, sobre todo, una forma de obligar al Gobierno del PP a negociar. Tampoco el PP tomó en serio el desafío. Pensaba que a la hora de la verdad, el bloque soberanista se rompería. Un partido de orden como el PDeCAT, heredero de la antigua Convergència, no podía dejarse arrastrar por la estrategia antisistema de la CUP. Creía que una alianza tan oportunista saltaría por los aires antes de llegar a la fase de ruptura.

Ahora, ambas partes son conscientes de que han llegado al borde del precipicio.Y en ambas partes hay gente sensata que duda.

Quienes dudan en el bloque constitucionalista saben que el Estado, representado por el Gobierno central, ha de actuar contra la parte de sí mismo que ha recurrido a la vía de los hechos consumados vulnerando la legalidad. Pero también sabe que, si no quiere salir malparado, debe evitar una resistencia popular que le obligue a aplicar medidas violentas de represión. La experiencia del 1-O aconseja la máxima prudencia. Dentro de este bloque los hay también que temen que la aplicación de medidas excepcionales contra Cataluña pueda derivar en una erosión grave de la calidad de la democracia en España.

En el bloque independentista también hay dudas. En un solo día se puede perder el capital político acumulado. Consiguió hacer el referéndum, pero en unas condiciones que no le permiten invocar su resultado ante la opinión pública internacional. Seguir adelante con una declaración unilateral de independencia supone no solo consumar la ruptura con el orden constitucional español, sino también vulnerar las leyes aprobadas con fórceps en el Parlamento catalán en las que dice basar su legitimidad. La parte más decidida del independentismo cree que tiene una ventana de oportunidad y no aprovecharla será un error histórico que defraudará de forma irreparable a sus bases. Dar el paso puede satisfacer las expectativas de quienes se han movilizado por la independencia, pero también puede desprestigiar al independentismo ante la opinión pública internacional y anular la corriente de simpatía que generó el 1-O. Quienes dudan argumentan además que aunque declaren la independencia, esta no será efectiva, porque nadie la reconocerá, y en cambio provocará una escalada de medidas que en el mejor de los casos acabará con el autogobierno y en el peor nos situará en un conflicto potencialmente violento que acabe en un estado de excepción.

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El temor a lo irreparable ha hecho que en los últimos días proliferaran las iniciativas para impulsar el diálogo y facilitar una salida pacífica y pactada. No parece que vaya a ser fácil. En ambas partes hay partidarios del “cuanto peor, mejor”. Los unos para provocar la revuelta que permita librarse, de una vez por todas y al precio que sea, de un Estado que consideran opresor, los otros para tener la oportunidad de pisar definitivamente la cabeza de la serpiente independentista y obtener de paso réditos electorales en el resto de España. Si ganan los extremistas de ambos lados, será un desastre. Por eso hoy tenemos que saludar a los que dudan. Dudar, en estas circunstancias, es de valientes. De muy valientes.

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