Crónica

Aristóteles, Dimitris y el sexo

Aventuras en el regreso al supuesto sepulcro del filósofo en la antigua ciudad griega de Estagira

Dimitris Sarris, pensativo ante la que se cree que es la tumba de Aristóteles en la vieja Estagira, junto a la moderna Olympiada. J. A.

Conozco pocas personas que hayan estado dos veces en la tumba de Aristóteles, y yo soy una de ellas; es verdad que queda un poco a desmano. En realidad, no hay una certidumbre absoluta de que el monumento que se alza entre las ruinas de la antigua Estagira, en un promontorio boscoso junto al mar en las afueras del pueblecito griego de Olympiada, en Macedonia, sea el lugar de descanso final del filósofo, pero existen muchos indicios. Y están, sobre todo, el ferviente convencimiento y el contagioso entusiasmo de Dimitris Sarris, el propietario del hotel Germany de Olympiada —que también es el fe...

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Conozco pocas personas que hayan estado dos veces en la tumba de Aristóteles, y yo soy una de ellas; es verdad que queda un poco a desmano. En realidad, no hay una certidumbre absoluta de que el monumento que se alza entre las ruinas de la antigua Estagira, en un promontorio boscoso junto al mar en las afueras del pueblecito griego de Olympiada, en Macedonia, sea el lugar de descanso final del filósofo, pero existen muchos indicios. Y están, sobre todo, el ferviente convencimiento y el contagioso entusiasmo de Dimitris Sarris, el propietario del hotel Germany de Olympiada —que también es el feliz dueño de su principal competencia, el Liotopi, casi enfrente—. Dimitris es el factótum de esta pequeña localidad de la Calcídica y parece salido, según el humor que tenga, de las páginas de uno u otro de los dos hermanos Durrell, Gerald y Larry.

Alzó una ceja el otro día al verme aparecer de nuevo en su restaurante, pero enseguida se sentó a nuestra mesa (esta vez yo viajaba con unos amigos) y se puso a planificar nuestra estancia y los menús de los días sucesivos mientras escanciaba generosamente un estupendo Tsantali blanco de los viñedos de la vecina península del Monte Athos. Yo había conseguido arrastrar arteramente a mis compañeros a esta esquina de Grecia con la promesa de unos días idílicos en las estupendas y desiertas playas de la zona, pero mi agenda secreta estaba llena de visitas a yacimientos arqueológicos y monumentos (de Anfípolis y Argilos a los monasterios del monte Athos, que ya saqueamos una vez los catalanes), empezando por el regreso a la vieja Estagira y la supuesta tumba de su más célebre hijo: a ver si arañábamos un poco más el misterio.

El empleo de consoladores, insistía Dimitris, no ha de ir en desdoro de los varones griegos sino que se debía a que estos pasaban fuera de casa mucho tiempo, en las guerras.

Así que a la mañana siguiente allí estábamos pertrechados como viajeros del Grand Tour junto a la pequeña iglesia de los santos Nikolaos y Anastasia. Ataviado con camisa impoluta y americana, Dimitris se empeñó en ofrecernos una visita guiada por las ruinas (que ya conozco como la palma de mi mano), dedicando especial atención a las féminas del grupo y ofreciéndonos no solo informaciones arqueológicas sino consejos prácticos como qué hacer si te ataca un enjambre de abejas (estirarte en el suelo y levantar las piernas: las abejas atacarán a tu parte más elevada, o al menos eso sostiene Dimitris). Nos alertó de que entre las piedras, donde las raíces tropiezan con el mármol, como diría Yannis Ritsos, puedes encontrar víboras cornudas, ohiá en griego. Empezamos en la acrópolis de la ciudad, con sus maravillosas vistas sobre el mar de un azul deslumbrante, y fuimos descendiendo por los senderos a la fresca sombra de los pinos y los olivos que cubren todo el promontorio. Es la mayoría terreno arqueológicamente virgen, pues solo se ha excavado un 7 % de Estagira.

La visita al monumento que el arqueólogo Kostas Sismanidis, gran amigo de Dimitris, acredita como la tumba de Aristóteles la realizamos con reverencial respeto. Dimitris nos enseñó detalles como la extraña posición vertical de algunos bloques y aventuró en voz baja y mirando a un lado y otro hipótesis sobre la existencia de una cripta secreta. En realidad, lo más probable es que la urna que contenía las cenizas de su paisano estagirita desapareciera hace mucho tiempo. "Si encontramos las cenizas todo cambiará para bien en Olympiada", suspiró Dimitris.

Desde mi anterior visita el verano pasado hay pocas novedades arqueológicas: la excavación apenas ha avanzado pero se ha instalado una pasarela de madera y un banco, de forma que ahora puedes sentarte junto a las ruinas y pensar, no sé, en la Ética Nicomáquea. Presa de una súbita inspiración, extraje de mi mochila mi ejemplar de la Poética —nunca viajo sin él a la tumba de Aristóteles— y le pedí a Dimitris que nos leyera un pasaje. Lo hizo emocionado y por un momento, allí, bajo el sol, la noble cabeza con el escaso cabello agitado por la brisa del mar, pareció transfigurarse en el busto de mármol del filósofo que preside la plaza de Olympiada.

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Un visitante en las ruinas de Estagira.

Marchamos con el alma más ligera y Dimitris ya había pasado de la Grecia clásica a los chistes y explicaba el de César y la trirreme cuando llegamos a una zona de ruinas de viviendas. Dimitris contó entonces que aquí habían aparecido dos, ejem, penes de cerámica, de tamaño natural (si es que existe tal cosa) y realistas hasta lo más explícito. A la vista de que había logrado captar la atención de las chicas, que antes estaban más por la perspectiva de playa que por la planimetría de la polis, el cicerone entró en detalles. Los dos falos presentaban orificios donde debían, y al parecer se rellenaban con líquidos calientes para su uso como “juguetes sexuales”, consoladores, vamos. Al principio pensé que había entendido mal, puesto que el inglés de Dimitris es casi tan malo como el mío, pero no cabía duda: el griego estaba ofreciendo una auténtica clase de erótica en la cuna —y posiblemente última morada— de Aristóteles. El empleo de consoladores, insistía Dimitris, no ha de ir en desdoro de los varones griegos sino que se debía a que estos pasaban fuera de casa mucho tiempo, en las guerras. Virilidad no faltaba en esa época y he ahí la falange macedónica, los espartanos y Epaminondas. Se cumplía. Le pregunté por el destino de los dos apéndices. Se ensombreció. “¡Ah, katastrophi!”, exclamó con cara de Zorba, “los llevaron al museo de Polygiros, un día fuimos a verlos, al cabo son de aquí, ¡y no estaban!, ¡los habían escondido! Por pudor. ¡Pero si son parte de nuestra historia!”. Le expliqué que en Barcelona había sucedido algo similar con la muy dotada estatua de Príapo que pasó años en el ostracismo en un cuartito en el Museo de Arqueología junto al lavabo de señoras, donde, por otro lado, debía ser feliz.

En su interés por el sexo, en realidad, si bien se piensa, Dimitris no hacía sino seguir el ejemplo de Aristóteles, ese hombre de infinita curiosidad que sostenía que los calvos tienen más fluido seminal y que los humanos somos especialmente libidinosos, como lo demuestra, decía, que solo nosotros y los caballos tengamos sexo durante el embarazo. Más cuestionable quizá es su afirmación de que a las sacerdotisas menopáusicas de Caria (Anatolia) les crece la barba y lo de que la sepia hembra es menos solidaria que el macho, en el contexto de su visión sombría en general del carácter femenino (véase el estimulante La laguna, cómo Aristóteles inventó la ciencia, de Armand Marie Leroi, Guadalmazán, 2017).

Abandonamos la vieja Estagira más sabios para vivir otras aventuras griegas, entre ellas la bronca de Alexandros, el flamígero guardia del túmulo de Kasta, y el atraco de una mesonera búlgara en Ouranopolis. Pero lamenté tener que marcharme sin conocer a Menelao, el tejón que acude cada noche a comerse los higos al jardín del Liotopi. El año que viene vuelvo, Dimitris. Y raro será que no me hagáis estagirita de adopción.

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