Crónica

La envidia triunfante del periodismo mundial

La discusión sobre lo que puede haber de crónica periodística en la ficción novelesca o lo que habrá de imaginación literaria en el periodismo ha caducado

El escritor Mario Vargas Llosa en su casa en Lima (Perú).DANIEL MORDZINSKI

La discusión sobre lo que puede haber de crónica periodística en la ficción novelesca o lo que habrá de imaginación literaria en el periodismo ha caducado.

Tal y como demuestra la prensa mundial, la tensión entre crónica y ficción ya es un falso dilema. El escritor puede novelar lo que le venga en gana. Nada le perturba. Todo le sirve. Puede inventar sucesos históricos nunca acaecidos, poner nombres reales a personajes imaginarios, dar la voz a los mudos y hacer callar a los deslenguados, desvirtuar lo que dijeron los vivos o imputar a los muertos lo que nunca hicieron. El novelista pue...

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La discusión sobre lo que puede haber de crónica periodística en la ficción novelesca o lo que habrá de imaginación literaria en el periodismo ha caducado.

Tal y como demuestra la prensa mundial, la tensión entre crónica y ficción ya es un falso dilema. El escritor puede novelar lo que le venga en gana. Nada le perturba. Todo le sirve. Puede inventar sucesos históricos nunca acaecidos, poner nombres reales a personajes imaginarios, dar la voz a los mudos y hacer callar a los deslenguados, desvirtuar lo que dijeron los vivos o imputar a los muertos lo que nunca hicieron. El novelista puede hacer lo que le plazca y puede hacerlo a su antojo, porque su privilegio es la impunidad.

Como es bien sabido: ningún periodista renuncia a ser novelista. Y hoy está a punto de conseguirlo.

Mario Vargas atribuyó a la estirpe de los escritores un empeño sacrílego. En el estudio dedicado a Gabriel García Márquez, Historia de un deicidio, un extenso y pormenorizado análisis de la obra maestra de Gabo, nos dice que el novelista quiere sustituir a Dios y convertirse él mismo en un creador de mundos, en el taumaturgo de las historias y los personajes que poblarán el imaginario humano con la misma fuerza que el llamado mundo real.

Al presentarnos al escritor como un deicida, como un celoso competidor de Dios, como un envidioso imitador del Creador, Vargas da a la tradición narrativa un lugar central en la cultura y advierte que tras las grandes novelas del siglo está el genio disidente, arrogante, destemplado y terriblemente inteligente que ha retorcido la historia del mundo.

Esto lo decía Vargas en 1971.

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Más de treinta años después, el mismo autor reunió sus críticas literarias más destacadas y las agrupó bajo este rótulo: La verdad de las mentiras. En este nuevo ejercicio de sagacidad, Vargas nos dice que un novelista elabora mentiras, quizás convincentes, atractivas, entretenidas, pero mentiras al fin y al cabo.

Vargas, inexplicablemente, da por cancelada la ambición de los escritores y reduce su titánica revuelta prometeica a un simple ejercicio de imaginación literaria. Olvida el combate trágico de la revuelta que glosó en su libro y nos consuela con el ingenioso y esmerado oficio que hace las delicias de los lectores.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le ha ocurrido a nuestra generación, durante el último tercio del siglo XX, para que la soberbia epopeya de los escritores haya quedado reducida a un artificio de cuentistas? ¿Cómo hemos podido perder en el curso de este súbito viaje la más excelsa de nuestras conquistas? ¿Cómo se convirtió el deicida en un mentiroso?

Podríamos pensar que una educación deficiente ha deteriorado la capacidad cognitiva de una población incapaz de seguir el hilo narrativo de un discurso complejo. Que los medios audiovisuales han infantilizado al adulto hasta convertirlo en alguien resueltamente incapaz de comprender las estrategias literarias. Que la lógica del aburrimiento ha sobornado a las mejores cabezas haciéndolas cómplices de la industria del entretenimiento. Que la obsesión por la audiencia masiva ha destruido la interlocución cultural. Que la crítica literaria contribuye con su falsa ecuanimidad a confundir las obras de arte con los productos industriales.

A esta decadencia aspira la prensa mundial. Siempre envidioso de la literatura, el periodismo se pregunta: ¿y por qué yo no? Si los grandes novelistas mienten como bellacos, ¿por qué no podría yo mentir a mi antojo? Además: si los lectores están cansados, aburridos, y ya no saben leer novelas, ¿quiénes somos nosotros para obligarles a leer periódicos?

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