Opinión

El marasmo de la impotencia

Hay necesidad de cambio, pero no hay proyecto. Falta ambición: pedir más. Salvar a la democracia del autoritarismo posdemocrático requiere coraje y propuestas

Después de un 2015 portador de expectativas varias, porque el tablero político español por fin se abrió y porque las elecciones municipales provocaron cambios significativos en el poder local, 2016 ha situado al país en una extraña resaca con las perspectivas de renovación a la baja y una cierta sensación de impotencia y de incompetencia de nuestros representantes. Todo cambió a partir del 20-D, es decir, del momento en que los indicios y señales que se habían desparramado por la escena pública durante un año intenso debían concretarse en una mutación del régimen de gran envergadura reformista...

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Después de un 2015 portador de expectativas varias, porque el tablero político español por fin se abrió y porque las elecciones municipales provocaron cambios significativos en el poder local, 2016 ha situado al país en una extraña resaca con las perspectivas de renovación a la baja y una cierta sensación de impotencia y de incompetencia de nuestros representantes. Todo cambió a partir del 20-D, es decir, del momento en que los indicios y señales que se habían desparramado por la escena pública durante un año intenso debían concretarse en una mutación del régimen de gran envergadura reformista. La voluntad de afirmación se truncó en duda: ¿La ciudadanía no quería ir más allá de expresar su malestar o los que debían liderar las reformas no supieron estar a la altura a la hora de convertir la indignación en proyecto?

En 2015, los comunes en todas sus corrientes diversas y variadas cotizaban al alza. Y el independentismo catalán alcanzó sus mejores resultados electorales. 2016 es el año del atasco. Carles Puigdemont vuelve a estar en manos de la CUP, como su antecesor, justo cuando el calendario empieza a apretar, y el principio de realidad acecha. Por mucho que se insista en que la desconexión es el único camino, la gran mayoría de los dirigentes políticos —y de los ciudadanos— saben que no está al alcance de la mano de las instituciones catalanas, porque carecen de capacidad coercitiva para emprender la ruptura unilateral: faltan votos y faltan padrinos internacionales. Y la derecha ni siquiera ha enarbolado la cuestión catalana como banderín de enganche de la investidura, a pesar de que a PP y PSOE, Cataluña es lo que más fácilmente les pone de acuerdo.

Inicialmente, el 20-D, con el hundimiento electoral de PP y PSOE, pareció consolidar una dinámica de cambio, a pesar de que los nuevos actores habían quedado a mitad de camino. No fue posible concretar alguna vía para romper las inercias del régimen bipartidista. Y las esperanzas se trucaron en incertidumbres. Rajoy se lanzó a explotar los miedos ciudadanos y después de seis meses de interinidad, el 26-J la derecha se sintió reivindicada y la izquierda quedó pasmada. Pasamos del cambio a la confusión: riñas de familia casi clandestinas en el PSOE, peleas más o menos públicas en Podemos. Y un contagio generalizado del estilo absentista de Rajoy. El presidente no ha hecho nada para garantizarse la investidura porque no tiene nada nuevo que ofrecer. Que todo siga igual. La corrupción estructural condena al PP a la inacción, porque si realmente se asumiera la responsabilidad de cambiar, tendría que saltar todo: empezando por el propio presidente, que desde el caso Bárcenas debería estar fuera del juego. Pero los demás han enmudecido. ¿No tienen nada que proponer? ¿Quieren llevar a Rajoy en volandas a unas terceras elecciones? ¿No son capaces de plantear proyectos que respondan al problema de fondo de toda Europa, el capitalismo de la desigualdad, el hundimiento de las clases medias y populares y la secesión de los ricos? ¿Sólo son capaces de vivir a la contra, en la oposición? Sólo hay una posibilidad de que Rajoy se vaya: que tome cuerpo y credibilidad el apoyo de Podemos y de los nacionalistas a una investidura de Sánchez y al PP le entre vértigo.

De la impotencia del PSOE teníamos noticia desde el momento en que se vio que era incapaz de liderar el malestar y relevar a un deteriorado PP. Podemos parecía que iba a comerse el mundo y ha sufrido un empacho que le ha dejado sin perfil reconocible. Debía ser el momento del cambio y todo sigue casi igual. Casi es necesario un acto de fe para añadir, como ha escrito Joan Subirats, “pero ya nada será lo mismo”. Este es el hilo del que hay que tirar, aunque nadie parece dispuesto. Y más cuando Sánchez sólo sale de su mutismo para defender el statu quo constitucional. Hay necesidad de cambio, pero no hay proyecto. Falta ambición: pedir más. El marasmo español no es distinto del europeo. Pero salvar a la democracia del autoritarismo posdemocrático requiere coraje y propuestas, para despertar expectativas y vencer al miedo. La ciudadanía duda y hay que darle razones para creer y avanzar.

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