Opinión

Esos ángulos ciegos de un vuelo

¿Hubiera Lubitz estrellado el avión si en vez de la azafata hubiera sido él el que recibiera a los pasajeros?

La irrupción de los vuelos de bajo coste en el mercado de la aviación civil ha democratizado el tránsito aéreo. Eso es una buena noticia. Pero con ello, los vuelos han aumentado exponencialmente, y se supone que los protocolos de seguridad y la exigencia de profesionalidad por parte de las tripulaciones de las naves lo han hecho a la par de ese ingente e igualitario incremento. Los instrumentos de navegación, en base a los vertiginosos adelantos de la ciencia informática, permiten amplios radios de autonomía de vuelo a los inmensos pájaros mecánicos sobre los que depositamos nuestra confianza ...

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La irrupción de los vuelos de bajo coste en el mercado de la aviación civil ha democratizado el tránsito aéreo. Eso es una buena noticia. Pero con ello, los vuelos han aumentado exponencialmente, y se supone que los protocolos de seguridad y la exigencia de profesionalidad por parte de las tripulaciones de las naves lo han hecho a la par de ese ingente e igualitario incremento. Los instrumentos de navegación, en base a los vertiginosos adelantos de la ciencia informática, permiten amplios radios de autonomía de vuelo a los inmensos pájaros mecánicos sobre los que depositamos nuestra confianza para que nos trasladen sanos y salvos a nuestros respectivos destinos. Y sin embargo, queda a veces un agujero negro que no controlamos. El factor humano sobre el que, a la larga, se asienta todo ese progreso descrito.

Los pilotos son seres humanos. Con sus urgencias y expectativas cotidianas. Tienen una vida privada, con sus problemas como todo el mundo. Precisamente eso hace que ese factor humano, que tanto interviene en nuestra seguridad cuando nos montamos en un avión, pueda convertirse en su inesperado ángulo ciego. Lo fueron en el accidente que se produjo en el aeroparque de Buenos Aires en 1999, cuando sus pilotos olvidaron configurar correctamente el avión para el despegue. Incluso desoyeron, inexplicablemente, la alarma que sonó al dar motor a la nave y que los obligaba a abortar el vuelo sí o sí. También fue otro ángulo ciego que los pilotos del trágico vuelo del Spanair en 2008 no atinaran a cambiar de avión (eso hubiera supuesto un gran retraso, sobre todo para el copiloto, que según consta en las conversaciones grabadas, había avisado a su novia que llegaría más tarde de lo previsto) cuando el que pilotaban no ofrecía datos técnicamente convincentes para proseguir con la misma nave. Eso sin contar que se habían olvidado de desplegar los flaps y los slats (alerones adheridos a las alas de los aviones, sin los cuales en posición debida ninguna nave puede levantar vuelo).

Los pilotos son una parte fundamental en todo vuelo. Si es que no lo son totalmente. Lo son tanto que uno hasta podría exigir que durante el tiempo que dura el vuelo solo piensen en la seguridad de los pasajeros (empezando por ellos mismos) que transportan (y a la que nunca ven cuando suben). Incluso diría que esa concentración debería ser autoimpuesta mientras están en la cabina atendiendo el control y ajuste de todos los dispositivos mecánicos e informáticos que harán seguro el viaje. Como si solo cupiera en sus mentes la seguridad del pasaje, como si en sus vidas no hubiera novias ni esposas, ni nadie que los esperara, tanta debiera ser su autoexigencia de concentración absoluta. Tal vez exagere en esta materia. Pero invitaría a leer las transcripciones de conversaciones de los comandantes en sus cabinas antes de despegar. Respecto a aquellos accidentes, da verdadero pavor el grado de desconexión entre lo que hacían, o no hacían, para despegar y las preocupaciones personales que les ocupaba el cerebro, y el corazón casi al cien por cien.

Cuando nos montamos en un avión, lo primero que vemos es la sonrisa de la azafata que nos recibe mirándonos a la cara

Montarse en un avión no es como subirse al autobús que nos lleva a casa o a la faena, aunque queramos convencernos que es casi lo mismo. Y aunque las estadísticas, tan convincentes cuando comparan el saldo de víctimas aéreas con las de transporte terrestre, intenten despejar cualquier humana aprensión. Surcar los cielos no es esa cómoda rutina que nos hemos convencido que es. Cuando veo a un ejecutivo embarcar con su maleta de rueditas y su ordenador a cuesta, tengo la impresión que lo hace con la misma indiferencia que emplearía para montarse en el taxi que lo llevará raudamente a una impostergable cita de trabajo. Y no deja de sorprenderme verlo desconectar mecánicamente su móvil, un segundo después de musitar: “Enseguida nos vemos, cariño”.

Pero recuperemos la imagen del autobús. Se estila generalmente cuando se sube a uno de ellos, saludar a su conductor o conductora. Pisamos los estribos y lo primero que vemos es la atenta mirada del conductor controlando que nadie quede rezagado. El que quiere lo saluda o no, dependiendo del mayor o menor grado de atención que practiquemos con las personas que no conocemos pero a la que debiéramos demostrar que sabemos que existen (y hacen un trabajo que redunda en nuestro bien).

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Cuando nos montamos en un avión, lo primero que vemos es la sonrisa de la azafata que nos recibe mirándonos a la cara. ¿Hubiera Andreas Lubitz (con todo su enigmático cuadro mental y físico presionándolo como una mortífera espada de Damocles) estrellado el avión si hubiera sido él el que recibiera a la madre con su bebé, a los adolescentes que regresaban exultantes a casa, a los industriales, a los ingenieros y a esa esperanzada pareja de recién casados? Si los hubiera mirado a los ojos, como nos mira el conductor de nuestro autobús, ¿se habría atrevido a llegar a lo más atroz que se puede llegar como llegó él?

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario

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