Opinión

Nosotros, los de la casta

¿Podemos? Claro que podemos, pero la revolución, si es que tal cosa existe, seguro que empieza por no mentir

Hay que reconocerlo, de todas las promesas, la de la revolución es la más bella. Solo hace falta pronunciar la palabra para comprobar que a su lado las otras voces suenan huecas. Hablo, claro, está, de ahora y aquí, de un tiempo y de un lugar en los que los actos salen muy baratos y las palabras, casi siempre gratis.

Sucede que la revolución ya no es lo que era, que el compromiso es bastante más duro que la indignación y que el trabajo transformador requiere valores y acciones que en la mayor parte de los casos tienen poco que ver con la épica y menos con el espectáculo de un plató. Ten...

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Hay que reconocerlo, de todas las promesas, la de la revolución es la más bella. Solo hace falta pronunciar la palabra para comprobar que a su lado las otras voces suenan huecas. Hablo, claro, está, de ahora y aquí, de un tiempo y de un lugar en los que los actos salen muy baratos y las palabras, casi siempre gratis.

Sucede que la revolución ya no es lo que era, que el compromiso es bastante más duro que la indignación y que el trabajo transformador requiere valores y acciones que en la mayor parte de los casos tienen poco que ver con la épica y menos con el espectáculo de un plató. Tenemos el optimismo de la voluntad, faltaría más, pero también hemos leído un poco sobre revoluciones, contrarrevoluciones e involuciones.

Incluso, aunque pequeñísimas, las hemos vivido. ¿Sirvieron de algo las protestas estudiantiles de los ochenta? Seguro que sí, pero entre mi grupo de amigos todavía se comenta que de los tres agitadores de nuestro instituto uno ha acabado de sargento de los Mossos y otro, después de pasar por la empresa piramidal Amway, trabajó para un gran banco antes de entrar en los préstamos exprés.

Fue de la radicalidad democrática de las huelgas universitarias que viví en los noventa, de donde salió Francisco Caja, impulsor de Convivencia Cívica Catalana. Ya en el nuevo milenio, descubrí la figura del catedrático de Ética y Estética, que lo mismo proclamaba la revolución —tenía una estatua de Lenin en la mesa del despacho— que exprimía a becarios y profesores asociados, lo cortés no quita lo miserable.

¿Podemos? Claro que podemos, pero la revolución, si es que tal cosa existe, seguro que empieza por no mentir. El cambio comienza por no exigir a unos la ética protestante de la dimisión y reclamar para sí el derecho de confesión sin penitencia. El viraje de Podemos es vergonzoso. De las promesas de salario universal, impago de la deuda, salida del euro, renta básica universal, salarios máximos, nacionalizaciones diversas, referéndums y asaltos de cielos se ha pasado a la socialdemocracia de siempre. Era tan lógico que alguien comprase esa mercancía como que otros no la quisieran ni regalada.

¿Revolución? Nada, nada... Sucede que todo pasa tan cerca y tan deprisa que la imagen se ve borrosa
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Porque una cosa es evolucionar y la otra es mentir. Si le suman que de las promesas de jubilación a los sesenta ya ha pasado a los sesenta y cinco, es fácil comprender por qué a veces hay que cambiarlo todo para que no cambie nada. O, si lo prefieren, en la derivada catalana, que la mejor manera de no decidir sobre nada, es tener que decidirlo todo. Vivir para ver, los más críticos con la Cultura de la Transición, quienes más chapotean en ella.

Por eso, no es que cueste morder el anzuelo, es que no hay ni cebo. La política de los últimos treinta años ha sido tramposa pero lo peor es que hasta la ruptura es su continuación, las promesas de regeneración están empapadas de lo mismo que se denuncia, por ahí andan la eterna Rosa Díez y los suizos de Ciudadanos. Lo más nuevo, la casta de los departamentos universitarios no deja de ser otro tipo de casta: de los penenes de los setenta y ochenta hemos pasado a las becas y a los proyectos europeos y así, la política se convierte en politología y las promesas, en promesología. La ironía hace que lo políticamente incorrecto se ha transformado en lo más correcto posible.

Para acabar de cerrar los círculos, nada mejor que recurrir a las tácticas de los partidos de siempre, a la dialéctica del amigo-enemigo. “Su odio es nuestra sonrisa”, rezaba uno de los lemas en el mitin que pronunció Pablo Iglesias. Un “su” difuso que puede ser cualquiera, como la casta. Lo más notable y sorprendente es que volvemos a ser culpables. Nos habíamos acostumbrado a que el poder económico nos culpabilizara de casi todo. De no ser suficientemente competitivos, de consumir en exceso el Estado del bienestar o de no saber consumir los bienes financieros que nos ofrecía, pero el mercado de la culpa aún nos tenía reservada una sorpresa: la culpabilización por parte de los guardianes de la revolución. De la culpa no se libran ni las CUP, ¿qué significa ese abrazo con Mas?

¿Revolución? Nada, nada... Sucede que todo pasa tan cerca y tan deprisa que la imagen se ve borrosa. Estamos asistiendo a la segunda felipización de Pablo Iglesias, la verdadera metamorfosis del PSOE se está haciendo desde fuera mientras Pedro Sánchez se debate entre montarse en un globo o participar en un programa de cocina. Syriza ya dice que pagar la deuda reestructurada, de entrada, sí, pero a mí no me hagan mucho caso, que soy casta en un periódico de la ídem. La revolución no es lo que era y ya ven que la casta tampoco.

Me despido y les dejo con música. Hay un video en Youtube que es toda una premonición. Pablo Iglesias y Javier Krahe cantan al unísono la canción de este último, Cuervo ingenuo. “Lo que antes ser muy mal, hoy permanecer todo igual y hoy resultar excelente”, reza la canción. “Tú no tener nada claro, cómo acabar con el paro”, continúa más adelante. Y casi cierra con “Tú mucho partido, ¿pero es socialista, es obrero o es español solamente?”.

No era una revolución, era un simple círculo.

Francesc Serés es escritor

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