Opinión

Recortes y reformas

Ambas estrategias aligeran la carga que el Estado tiene para los ciudadanos

Acuciados por la necesidad de reducir el déficit público, o de cumplir las “exigencias de los mercados”, los responsables políticos que nos gobiernan han ido extendiendo entre la población, con apreciable éxito, la especie de que son necesarias una gran cantidad de reformas para salir de la crítica situación en que nos encontramos (ya se sabe, hemos vivido durante mucho tiempo “por encima de nuestras posibilidades”); hasta el punto de que muchos ciudadanos así lo han creído, aceptando in extremis, de buena o mala gana, que los recortes en sus salarios o en el nivel de las prestaciones públicas...

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Acuciados por la necesidad de reducir el déficit público, o de cumplir las “exigencias de los mercados”, los responsables políticos que nos gobiernan han ido extendiendo entre la población, con apreciable éxito, la especie de que son necesarias una gran cantidad de reformas para salir de la crítica situación en que nos encontramos (ya se sabe, hemos vivido durante mucho tiempo “por encima de nuestras posibilidades”); hasta el punto de que muchos ciudadanos así lo han creído, aceptando in extremis, de buena o mala gana, que los recortes en sus salarios o en el nivel de las prestaciones públicas no son sino la manifestación inevitable de tales reformas.

La confusión conceptual entre reformas y recortes, tiene así una enorme utilidad política para quienes gobiernan, porque al identificar la coyuntura, con la estructura; el corto, con el largo plazo; lo cuantitativo, con lo cualitativo, se pueden hacer pasar por reformas imprescindibles lo que no son sino recortes permanentes en el Estado del bienestar; la mayoría de ellos, de carácter ideológico conservador.

Un recorte, por ejemplo, es anular las ayudas a la dependencia, bajar el gasto sanitario, las pensiones o los salarios de los funcionarios, aumentar el ratio de alumnos/profesor para aminorar el gasto educativo, o reducir la cuantía de las becas.

Una reforma, por el contrario, es introducir mecanismos de gestión que mejoren la eficiencia del sector público, acortar los trámites burocráticos necesarios para crear una empresa, eliminar los gastos derivados de organismos públicos creados para abonar el clientelismo político (o para adjudicar contratos al margen de la normativa exigida por la ley), implantar sistemas de vigilancia que eviten los sobrecostes en las obras públicas, agilizar las actuaciones de la justicia civil y mercantil, dotar a la intervención, los tribunales y sindicaturas de cuentas de los medios necesarios para controlar el gasto de las administraciones en tiempo real, implantar un sistema fiscal que sea percibido de verdad como equitativo (primando la transparencia y disuadiendo la evasión), establecer sistemas efectivos de prevención y detección de prácticas corruptas en el urbanismo municipal, eliminar las diputaciones provinciales y adelgazar el Senado, reconstruir un sistema de innovación mucho más orientado al tejido productivo, rediseñar por completo la formación profesional, o introducir, con carácter obligatorio, la enseñanza del inglés y el uso de las nuevas tecnologías en los niveles educativos.

Es cierto que ambas estrategias (reformas y recortes) aligeran la carga que el Estado tiene para los ciudadanos, pero mientras las primeras lo logran a través de un saneamiento del sistema, haciéndolo más sostenible a medio y largo plazo, las segundas dejan a éste intacto tras el paso de la tormenta, dejando, eso sí, una impresentable estela de vencedores y vencidos detrás de ella.

Razón por la cual, no me extrañaría nada que tan solo un día después de culminar esta inmensa oleada de reformas que nos anuncian, un día sí, y otro, también, desde el Gobierno central o desde la Generalitat, pudiéramos encontrarnos con la inquietante sensación de que nos lo han recortado todo, pero que, en realidad, no hemos reformado nada.

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¡Ay, Giuseppe Tomasso di Lampedusa, cuánto daño has hecho a este país!

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