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La violencia de los imperios: 500 años de expediciones punitivas, patrullas de control y campañas de despojo

Lauren Benton repasa la historia del último medio milenio a través del abanico de formas de agresión que existe entre la paz absoluta y la guerra total (y sí, incluye la Conquista de América)

Las grandes batallas del pasado capturan inevitablemente nuestra atención por su dramatismo, ya sea por la gloria de los vencedores o la tragedia de los vencidos. Tras la victoria llega la paz, y parece que es en esos momentos donde la historia resuelve la encrucijada abierta por la guerra, donde los acontecimientos fijan su curso y ciertas alternativas quedan descartadas. La historiadora...

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Las grandes batallas del pasado capturan inevitablemente nuestra atención por su dramatismo, ya sea por la gloria de los vencedores o la tragedia de los vencidos. Tras la victoria llega la paz, y parece que es en esos momentos donde la historia resuelve la encrucijada abierta por la guerra, donde los acontecimientos fijan su curso y ciertas alternativas quedan descartadas. La historiadora Lauren Benton sostiene en Lo llamaron paz que esta no es necesariamente la mejor manera de entender la violencia en la historia.

Entre la paz absoluta y la guerra total existe un abanico de formas de agresión que habilitan la violencia y la atrocidad. Los últimos 500 años están marcados por un traqueteo constante de incursiones, expediciones punitivas, operaciones fronterizas, patrullas de control, acciones de “autodefensa”, violencia disuasoria, justicia retributiva y campañas de despojo. Desde los soldados que la ejecutaron hasta los grandes tratadistas, los imperios elaboraron un lenguaje para argumentar que esa violencia no era la guerra, sino que estaba destinada a evitarla. Conceptos de hoy como “ataque preventivo”, “derecho a defenderse”, “operación militar especial” u “objetivos estratégicos” se nos presentan como agresiones contenidas pero necesarias para mantener la paz. Según Benton, estas nomenclaturas contemporáneas conectan con una larga genealogía imperial que busca, en última instancia, justificar la violencia extrema al margen de las reglas de la guerra.

La capacidad de síntesis de Benton le permite, en algo más de 300 páginas, recorrer conflictos menores en lugares y tiempos tan distintos como la Oriola de 1306, la Jamaica de 1660, la India de 1748 o el Río de la Plata de 1831. La conquista española de América tampoco escapa a su análisis. Tras la promulgación de las Leyes de Burgos de 1512, que regulaban la guerra contra los indígenas americanos, proliferaron entre los conquistadores españoles estratagemas y subterfugios legales para amparar la violencia selectiva y brutal. Hernán Cortés se cuidaba de informarle al monarca español que “no quería guerra”; sus acciones, decía, respondían a la autodefensa y al castigo. Tras una tregua informal con la ciudad Cholula, Cortés reunió a sus habitantes en el patio central para acusarles de estar preparando un ataque y de haber negociado una falsa tregua. Las “leyes reales”, sostuvo Cortés, dictaban castigo “y que por su delito que han de morir”. La masacre de cholultecas desarmados que siguió se presentó como legítima defensa y como ruptura punible de la tregua. Era violencia en nombre de la paz. No es casualidad que, en el cénit de la conquista española de América, el término “pacificación” entrara en el léxico español para designar las acciones contra los indígenas: conquista mediante la paz.

Con el siglo XIX la escala se volvió global y la violencia se administró con un andamiaje jurídico cada vez más sofisticado. El imperio británico se presentaba como un propagador de la ley que garantizaba un marco legal justo para todos los implicados en un conflicto. Sin embargo, la protección de los súbditos británicos en cualquier parte del mundo se convirtió, mediante una secuencia jurídica metódica, en campañas violentas en favor de los intereses británicos. Cuando el gobierno británico intervino en 1823 en la isla de Tasmania para poner fin a la violencia entre colonos y aborígenes previno a los primeros de que solo podían actuar en defensa propia. Pronto la definición de autodefensa sufrió serias distorsiones. Ante la expansión hacia nuevas tierras por parte de los colonos, el gobierno británico dio la orden de que los aborígenes debían “ser alentados a retirarse” hacia zonas no colonizadas. De este modo se redefinía automáticamente a los aborígenes que no se apartaban de las tierras de asentamiento blanco como enemigos que habían provocado el ataque al no retirarse. El frenesí de reparto de tierras fue acompañado así de expediciones de “caza” por parte de los colonos amparadas por el derecho de autodefensa británico. Este patrón, que llevó a los aborígenes de Tasmania al borde del exterminio, se repitió a lo largo del siglo XIX y XX en todas las latitudes del planeta.

Tras leer a Benton es difícil ver la violencia imperial como un fenómeno accidental o anárquico, producto del caos que acompaña la colonización. La ley y la administración estuvieron en el centro de su ejercicio, amparándola y justificándola con nuevos nombres. Las implicaciones para el presente son difíciles de obviar, ya sea para aquellos que relativizan la violencia de los pasados imperiales como para aquellos que defienden que la violencia es un remedio efectivo para la paz. Que la violencia lleva a la paz, concluye Benton, es un mito, y los últimos 500 años así lo atestiguan.

Lo llamaron paz

Lauren Benton
Traducción de Efrén del Valle
Crítica, 2025
344 páginas, 22,90 euros

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