Los poderes mágicos de Maruja Mallo: una retrospectiva majestuosa para saldar una deuda histórica
En la primera gran muestra de su nueva etapa, el Museo Reina Sofía celebra a la artista gallega con una exposición que reivindica su libertad creativa
Había una deuda histórica con Maruja Mallo (1902-1995), sostenida en el tiempo e instalada en los distintos espacios que habitó, Madrid entre ellos, que se salda ahora con una exposición majestuosa, de título tan intrincado como la artista, Máscara y compás. O lo que es lo mismo: “creaciones mágicas de medidas exactas”. El Museo Reina Sofía, juntamente con el ...
Había una deuda histórica con Maruja Mallo (1902-1995), sostenida en el tiempo e instalada en los distintos espacios que habitó, Madrid entre ellos, que se salda ahora con una exposición majestuosa, de título tan intrincado como la artista, Máscara y compás. O lo que es lo mismo: “creaciones mágicas de medidas exactas”. El Museo Reina Sofía, juntamente con el Centro Botín de Santander (donde la muestra ya se pudo ver la pasada primavera), hace justicia ahora al legado de esta autora esencial del arte del siglo XX de la mano de la comisaria Patricia Molins, en la primera gran muestra de su nueva etapa bajo la dirección de Manuel Segade. Es un exhaustivo análisis de un trabajo que, cuanto más se adentra en su legado, más se expande fuera de sus obras. Es lo que tienen las artistas que viven cual verso libre, como ella.
De hecho, era tan libre que respondía a varios nombres. El apodo de Maruja venía de familia: era la forma cariñosa en que la llamaban sus padres y el diminutivo de María, tal y como se usa en Galicia, donde nació con el nombre de Ana María Gómez González. El apellido Mallo se lo cogió prestado a su madre y a su abuela, haciendo gala de ese linaje transgeneracional en femenino para su identidad pública, con la que desmontó tópicos, prejuicios y estereotipos de género. Un statement ya de salida nada gratuito en la exposición. Tampoco esos otros ecos al nombrarla: “la mujer moderna” según la prensa cultural, “la musa rebelde” para los intelectuales, “la bella Maruja” para el mundillo del arte o “la brujita y la maga” para amigos como Gómez de la Serna y García Lorca. Para Rafael Alberti, su amor durante un tiempo, fue “la divina Maruja”, pese a que olvidó su nombre de un día para otro. Una traición a la que la artista dedicó cloacas, despojos y esqueletos de influencia surrealista agrupados ahora en el museo.
Marujita, como la jaleaban los más íntimos, fue una mujer menuda con mucho de superlativo. El mito sobrevuela en la muestra, aunque se desmontan varias ideas preconcebidas entre las más de 300 obras entre pinturas, dibujos y fotografías y documentos de la artista, algunos inéditos, adquiridos recientemente por el Museo Reina Sofía como parte del legado del Archivo Lafuente. Mallo no solía pintar grandes cuadros, aunque también los hay aquí. Ella era una artista de libreta y formatos discretos, de estudios complejos de color y de forma, que invaden la exposición dando fe de ser una artista que cuidaba cada pequeña cosa con la medida de una archivista. Las más conocidas: la fiesta y lo popular, el reinado de la espiga, el teatro y la iluminación, los zepelines y los trenes, los mapas y los acróbatas, las máscaras y retratos, las conchas y las flores.
Se la criticó por ser más personaje que artista, demasiado atrevida. O lo que es lo mismo: ser pintora en un contexto patriarcal
Todo encaja en esta obra que escapa incluso de la idea de heterogeneidad, como si la elección de obras, la disposición en salas y el montaje subieran el volumen de su trabajo, haciéndolo más grande y audaz. Es lo que tiene un buen trabajo de comisariado, abierto desde luego al estudio, pero también a la intuición. Las obras parecen pensar en la fuerza de la conjetura. Eso es: en la capacidad de añadir lecturas que vienen de otros lugares o de poner algo donde no estaba y, con ello, alterar y promover diálogos todavía pendientes.
Hay momentos realmente espaciales, como ver las cinco Verbenas que protagonizaron su primera exposición. La organizó, entonces, Ortega y Gasset en 1928, en los salones de la Revista de Occidente. No se habían mostrado juntas desde entonces. Ella las definía como “optimismo popular planetario” y mucho hay en ellas del uso de lo popular como espacio de fraternidad universal y mítico. Otro gran momento: ver El espantapájaros, la obra que le compró André Breton en París y que mantuvo en su colección hasta su muerte.
Se han dicho muchas cosas de esta artista, la gran mayoría elogiosas, pero también ha habido juicios desfavorables, no especialmente de su obra. Los reproches han venido siempre por su físico, su forma de vestir y su carácter excéntrico. Algunos la han tachado de ser más personaje que artista, demasiado atrevida. O lo que es lo mismo: ser una mujer pintora en un contexto patriarcal, desobedecer a normas sociales y rebelarse contra roles tradicionales. Lo digo más claro: su obra ha sido atacada o desvalorizada simplemente por ser de una mujer que vivía su vida públicamente. Por decidir ser activa, profesional y perseguir sus deseos e intereses. ¿Qué museo no querría reivindicar semejante libertad creativa, restablecer esa fortuna crítica machista y reivindicar la voz de una artista que nunca dejó de cuestionar la identidad y trabajar sobre los poderes mágicos del arte?
Pocas artistas como ella representan la idea de renovación cultural. Es decir, qué valores sustentan la idea de cultura que hoy parece desfallecer frente a la acuciante deriva política. Ella la encontraba en un contexto teórico diverso y en la fluidez de un pensamiento revolucionario, buscando el sentido de las cosas tanto en lo macro como en lo micro, en el paisaje y en los rostros, metiendo la cabeza en los focos más fértiles de debate político y artístico, ya fuera el de la Generación del 27, el París de los años treinta o la cosmografía en Argentina. No dudó en indagar en todo aquello que le atraía intelectualmente, desde la cerámica a la escenografía, o trabajar como profesora o escritora de ensayos sobre historia del arte.
Reivindicar el valor (y el poder) de lo cultural es uno de los grandes motivos por los que Máscara y compás funciona como documento de época, no solo de la que a Maruja Mallo le tocó vivir, sino la que le sobrevino después. Lo que la hace contemporánea son sus obras, referentes para varias generaciones de artistas, pero también su posición en el mundo: su compromiso con la igualdad y la justicia social, la reivindicación de una épica femenina más allá de tiempos y lugares, los valores de progreso y renovación pedagógica y la reivindicación del arte como salvación frente al tiempo y la destrucción bélica, desgraciadamente tan denunciables hoy.
‘Maruja Mallo. Máscara y compás’. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 16 de marzo de 2026.