Prisionera de la paz: el heroísmo invisible de Penélope
‘El regreso de Ulises’ subvierte el relato homérico para desmontar una de las mentiras más sofisticadas del patriarcado alrededor del tiempo femenino: la de que mientras los hombres viven aventuras, ellas esperan
¿Qué pasa cuando el héroe regresa y descubrimos que el verdadero coraje estaba en quien se quedó? Esta pregunta, que plantea Ralph Fiennes encarnando a un Odiseo que regresa a Ítaca no como conquistador triunfante sino como intruso de su propia casa, puede entenderse también a la luz de estudios de crítica feminista sobre la épica homérica, que reinterpretan a Pené...
¿Qué pasa cuando el héroe regresa y descubrimos que el verdadero coraje estaba en quien se quedó? Esta pregunta, que plantea Ralph Fiennes encarnando a un Odiseo que regresa a Ítaca no como conquistador triunfante sino como intruso de su propia casa, puede entenderse también a la luz de estudios de crítica feminista sobre la épica homérica, que reinterpretan a Penélope como un sujeto activo y heroico, y no como una mera espera pasiva. Pasolini ofrece una inversión radical: convertir el regreso del héroe —el momento más celebrado de la narrativa occidental, ese momento de restauración del orden— en el inicio de una nueva violencia.
El Ulises de Fiennes llega demacrado e irreconocible, cargando con su particular trauma posbélico. Pero por encima de su dolor individual, representa algo más inquietante: la crisis de una masculinidad construida exclusivamente sobre la violencia. Durante 20 años se ha definido a sí mismo por la guerra, la astucia, la conquista. Al regresar, descubre que esas habilidades solo saben destruir incluso aquello que pretende proteger. Frente a esta masculinidad en crisis, Penélope —una Juliette Binoche, como siempre, en estado de gracia— ha librado su propia batalla épica. Durante dos décadas ha resistido el asedio de los pretendientes, protegido a su hijo, preservado el reino y mantenido su dignidad intacta. Su heroísmo, sin embargo, es invisible, pues se desarrolla en el espacio doméstico, un territorio que nuestra cultura desvaloriza y esconde. La genialidad de Pasolini radica en mostrar y hacer evidente lo que siempre estuvo ahí, vibrando tras la pomposidad de la épica: si medimos el heroísmo por la capacidad de resistencia y supervivencia y por la preservación de la integridad moral bajo presión extrema, Penélope es la verdadera protagonista de esta historia.
Si medimos el heroísmo por la capacidad de resistencia y supervivencia y por la preservación de la integridad moral bajo presión extrema, Penélope es la verdadera protagonista
La película subvierte, de hecho, uno de los momentos más icónicos de la literatura occidental: el reconocimiento. En la tradición homérica, el clímax emocional llega cuando Penélope acepta finalmente que aquel extraño es verdaderamente su esposo añorado. Pero Pasolini plantea algo mucho más perturbador: ¿y si el problema no es que ella no lo reconoce, sino que efectivamente ya no es el mismo hombre? El Ulises que regresa es un desconocido incluso para sí mismo. Veinte años de ferocidad lo han transformado en alguien que solo sabe resolver conflictos mediante la violencia, y es aquí donde radica la intuición más perturbadora de la película: “Restaurar el orden” es, en sí mismo, un acto de violencia. Ulises no puede simplemente volver a ocupar su lugar porque ese lugar se construyó originalmente sobre la subordinación de otros. Para que él sea rey, Penélope debe volver a ser súbdita; para que él sea el héroe, los pretendientes deben ser eliminados. La película revela que lo que llamamos “orden natural” no tiene nada de natural: es un sistema que requiere fuerza constante para mantenerse. La violencia final de Ulises, la eliminación de todos los pretendientes, no es una aberración sino la lógica inevitable de un modelo de poder que solo sabe sostenerse mediante la imposición.
Esta inversión del heroísmo tradicional revela una operación ideológica más profunda. La cultura patriarcal ha construido una de sus mentiras más sólidas y sofisticadas alrededor del tiempo femenino, esa idea de que mientras los hombres viven aventuras, las mujeres esperan. Pero Penélope no ha esperado durante 20 años: ha resistido. Cada día que rechaza a los pretendientes es un acto de rebelión política. Cada noche que desteje su telar es un acto de sabotaje contra las expectativas patriarcales. Su famosa fidelidad no es una virtud doméstica sino una inteligente estrategia de supervivencia, la única manera de mantener su autonomía en un sistema que la reduce a ser un mero objeto de intercambio entre hombres. Esta interpretación dialoga directamente con la crítica feminista que ha señalado cómo la narrativa épica invisibiliza la resistencia femenina y la convierte en silencio heroico.
Pasolini intuye brillantemente que el cuerpo de Penélope se ha convertido en un territorio en disputa. Los pretendientes no la cortejan, la asedian; no buscan su amor, reclaman su legitimidad política a través de la calculada posesión de su útero. Y ella lo entiende perfectamente: ceder ante cualquiera de ellos no significaría encontrar un nuevo amor sino transferir la propiedad de sí misma de un patriarca ausente a uno presente. En este contexto, su resistencia adquiere unas dimensiones épicas que la tradición ha invisibilizado. Cada “no” pronunciado durante esas dos décadas es un acto de insurrección contra el orden establecido. Su telar no es símbolo doméstico sino arma de guerra: la única herramienta que le permite controlar el tiempo, manipular las expectativas, diferir eternamente el momento de su propia cosificación.
Y emerge así el concepto más poderoso de la película: Penélope ha sido “prisionera de la paz”. Mientras Ulises navegaba por guerras literales, ella sobrevivía a una guerra invisible, pero igualmente devastadora, a la violencia estructural del patriarcado en tiempos de aparente calma. La idea de ser “prisionera de la paz” revela, así, una paradoja fundamental del patriarcado: los períodos de estabilidad social pueden ser tan opresivos para las mujeres como los conflictos abiertos. Durante los 20 años de paz en Ítaca, Penélope experimenta una forma de violencia estructural que opera precisamente a través de la ausencia de violencia explícita. Su cuerpo se convierte en el territorio disputado donde se dirimen las ambiciones masculinas por el poder. No ha habido batallas en Ítaca, pero tampoco un solo día de verdadera paz para ella. El acoso constante de los pretendientes, la presión social para “elegir un nuevo rey”, la responsabilidad de preservar el reino sin tener poder político real, la maternidad en soledad, la gestión de un palacio que formalmente no le pertenece... Todo constituye una forma de violencia cotidiana que nuestra cultura ha aprendido a no ver, a no nombrar, a no reconocer como heroica.
El cuerpo de Penélope se ha convertido en territorio en disputa. Los pretendientes no la cortejan, la asedian; no buscan amor, reclaman legitimidad política a través de la posesión de su útero
La película desmantela necesariamente así el mito de la fidelidad como virtud femenina suprema. ¿Qué significa ser fiel cuando implica renunciar a dos décadas de vida propia? Penélope no es virtuosa por elección, lo es por imposición. Su fidelidad no es un acto de amor, sino uno de supervivencia dentro de un sistema que no le ofrece alternativas viables. La genialidad de Pasolini radica, así, en mostrar cómo el patriarcado no solo opera a través de la coerción directa sino mediante la construcción de ideales femeninos que son, en esencia, prisiones doradas. La “buena esposa” que espera, que no se queja, que mantiene el hogar, se convierte en cómplice involuntaria de su propia opresión. Mientras seguimos obsesivamente los viajes de Ulises, la verdadera odisea —la de Penélope— permanece invisible, doméstica, desvalorizada. Su travesía no cruza mares sino días idénticos; no enfrenta monstruos míticos sino la brutalidad cotidiana de la imposición masculina; no conquista territorios, pero defiende palmo a palmo su autonomía corporal y psíquica. Tal vez sin proponérselo, Pasolini denuncia esta ceguera narrativa histórica y nos obliga a preguntarnos: ¿quién es realmente el héroe de esta historia, el guerrero que regresa después de aventuras elegidas o la mujer que sobrevive dos décadas de asedio en su propio hogar?
El Regreso de Ulises no es solo una adaptación cinematográfica sino una fascinante hermenéutica feminista. Pasolini nos devuelve un mito familiar convertido en un incómodo espejo y nos obliga a reconocer que el heroísmo que hemos celebrado durante milenios quizás no sea otra cosa que violencia organizada mientras el verdadero coraje —silencioso, cotidiano, invisible— permanece sin nombre y sin gloria.
Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid, escritora, columnista y colaboradora de EL PAÍS. Su último libro es ‘El fin del mundo común. Hannah Arendt y la posverdad’ (Taurus).