‘Un mayo funesto’, de Alan Parks: ritmo trepidante, discurso vacío

Con la quinta entrega de la saga del detective Harry McCoy, Alan Parks convierte a los personajes en instrumentos de una trama que quiere demostrar lo sucia que podía llegar a ser Glasgow en los setenta

Una calle de la ciudad de Glasgow, en Escocia, en 1980.Raymond Depardon (Magnum Photos / Contacto)

El año es 1974. Un mes de mayo horrendo, torrencial e incómodamente lluvioso. Harry McCoy, el terco detective de Alan Parks —ese escritor que debe compartir Glasgow con nada menos que Ian Rankin, el, podría decirse, rey de la novela negra escocesa—, acaba de salir del hospital. Le hierve el estómago. Una úlcera infernal le había dejado fuera de juego, y parecía que iba a estarlo durante un tiempo largo, pero como buen tipo duro —sí, McCoy es un detective de la vieja escuela, nada le amilana, o ...

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El año es 1974. Un mes de mayo horrendo, torrencial e incómodamente lluvioso. Harry McCoy, el terco detective de Alan Parks —ese escritor que debe compartir Glasgow con nada menos que Ian Rankin, el, podría decirse, rey de la novela negra escocesa—, acaba de salir del hospital. Le hierve el estómago. Una úlcera infernal le había dejado fuera de juego, y parecía que iba a estarlo durante un tiempo largo, pero como buen tipo duro —sí, McCoy es un detective de la vieja escuela, nada le amilana, o más bien no sabría qué hacer consigo mismo lejos de las calles y los casos—, ha vuelto antes de lo esperado, y ha llegado en un momento clave: tres tipos sin relación aparente han incendiado una peluquería, la peluquería Dolly’s, con tres mujeres y dos niñas dentro.

Nadie entiende nada, pero quiere que los culpables paguen por lo que han hecho. A los culpables se los ha detenido cuando el caso da comienzo —y en la calle piden que regrese la horca para colgarlos—, pero también desaparecen al poco, pues alguien los secuestra camino de los juzgados donde van a leerles los cargos. Al poco, uno de ellos aparece muerto. Y no es el único muerto que aparece. Porque McCoy, y ese dolor en el estómago que le machaca y que debería mantenerle lejos del trabajo, el estrés, el alcohol y los cigarrillos, sale del hospital y lo que le espera fuera es una pequeña colección de muertes tal vez relacionadas. O Ally, el autor de una novela maldita que ha pasado sus días dedicándose a algo siniestramente a la vista de todo el mundo, y la otra chica muerta.

El autor considera la década de los setenta, en la que transcurren las novelas de esta serie, “la más interesante de nuestra historia reciente”

La otra chica muerta es una quinceañera a la que nadie está buscando cuando aparece muerta. Tampoco después de que aparezca. ¿Y por qué? ¿Quién es? ¿Y por qué parece que podría dedicarse a acostarse con tipos? Los bajos fondos de Roynston, la zona del norte de Glasgow, en la que creció el padre del autor, y en la que se desarrolla la acción, se vuelven un laberinto de pasiones y secretos, de lo más, en algún sentido, clásico, en esta quinta y ya entrenada entrega. Es la que corresponde al mes de mayo: sí, la cosa dio comienzo, literalmente, un Enero sangriento y continuó hasta el lluvioso mes en el que nos encontramos, y aunque los años no sean el mismo, sí pertenecen a la misma década, los setenta, porque el autor la considera “la más interesante de nuestra historia reciente”.

Porque sí, Parks ha perfeccionado en este tiempo el músculo del tempo hasta el extremo de impedir al lector un respiro —los capítulos son cortos, y los interrogatorios están por todas partes; la historia, de hecho, es un archipiélago de declaraciones, y las conclusiones no llegan, o no pueden hacerlo, en semejante carrusel de acontecimientos casual y oportunamente interrelacionados—, y trata de mantener a flote a McCoy con lo justo —aquí, el padre reaparecido, en el que ha dejado de pensar, y por supuesto, ese estómago sangrante, un nuevo mito de la autodestrucción del detective masculino de un viejo tiempo presente—, pero lo hace olvidando que una trama no es nada si aquel que la dirige desaparece en ella.

A veces ocurre, se dice McCoy, que los árboles te impiden ver el bosque, y aquí, los árboles son ese ritmo trepidante y, por momentos, vacío que, sumado a una empatía que bebe de un pasado hoy remoto —una empatía que, aunque permita a McCoy preguntarse por qué la chica muerta tiene que ser prostituta, no deje de hacerla prostituta, horadando un cliché sólo capaz de sobrevivir hoy en cierto tipo de policial, cada día menos reinante—, convierten a los personajes que rodean al detective y al propio detective en instrumentos de una trama que pretende demostrar algo —lo sucia que podía llegar a ser Glasgow en los setenta, y cómo no hay forma de esconder un secreto en un lugar que está pudriéndose por dentro—, y tal vez lo haga, pero sólo para aquellos que aman el género de forma acrítica.

Un mayo funesto

Alan Parks
Traducción de Juan Trejo
Tusquets, 2024
384 páginas. 19,90 euros

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