El Agustín Ibarrola político y el artista de la naturaleza se citan en dos exposiciones en Madrid
Las galerías José de la Mano y Lucía Mendoza programan sendas muestras que abarcan los grandes periodos del artista vasco: el del activismo durante la dictadura y su posterior fusión con el entorno
Las circunstancias vitales son como el pulgar que se coloca delante de la cara para medir la distancia: pueden servir de referencia a la hora de evaluar cualquier trabajo creativo. En el caso de Agustín Ibarrola (1930-2023), esa relación va más allá, hasta el punto de integrarse en una pura simbiosis. No existe diferencia entre la vida y la obra. El hombre y el artista son uno y el mismo. Lo que se transformó a largo de las más de ocho décadas que se dedicó a la pintura, desde sus 11 años hasta el final de sus días, no...
Las circunstancias vitales son como el pulgar que se coloca delante de la cara para medir la distancia: pueden servir de referencia a la hora de evaluar cualquier trabajo creativo. En el caso de Agustín Ibarrola (1930-2023), esa relación va más allá, hasta el punto de integrarse en una pura simbiosis. No existe diferencia entre la vida y la obra. El hombre y el artista son uno y el mismo. Lo que se transformó a largo de las más de ocho décadas que se dedicó a la pintura, desde sus 11 años hasta el final de sus días, no fue él, incansablemente comprometido con los valores democráticos, siempre arraigado a sus tierras vascas y a un tiempo cosmopolita, sino el contexto histórico y social en el que se desenvolvió. Nació de una familia de trabajadores, se formó de manera autodidacta, participó en la lucha antifranquista como miembro del Partido Comunista y acabó dos veces en prisión: primero entre 1962 y 1965 y nuevamente desde 1967 a 1973. Nunca, ni siquiera entonces, dejó de crear. Con la llegada de la democracia, su segunda dictadura se la impuso ETA, que lo tuvo continuamente en su punto de mira. Tanto encierro y tanta opresión provocaron en él el efecto contrario al deseado: se empecinó en ser, y fue, un hombre artista radicalmente libre.
Sendas exposiciones en Madrid coinciden en mostrar las dos grandes etapas de su trayectoria, superpuestas a los periodos que estructuran el siglo XX español: la galería José de la Mano exhibe El grito de Ibarrola. Compromiso, lucha y libertad (hasta el 27 de julio), que abarca los años sesenta y setenta, los del Franquismo, el posicionamiento político y la cárcel; y Lucía Mendoza tiene en programa El pintor en el bosque (hasta finales de julio), que arranca a partir de la década de los ochenta, la era de la libertad recobrada a pesar de la barbarie terrorista y de su particular regreso a la naturaleza. Ver las dos muestras una detrás de la otra es como transitar de la oscuridad a la luz. Salir de la tiranía a la liberación. También, dar un salto de la figuración a la abstracción, y elevarse desde la responsabilidad social a la comunión con todo lo que vive en esta Tierra. A pesar de las diferencias entre esas visiones, no nos situamos ante dos proyectos opuestos, sino complementarios. Ambos beben del Ibarrola que fue antes y siempre: el chaval que se escapaba de sus faenas para pintar las piedras; el joven que viajó en tren y autoestop a París para cofundar, en 1957, el Equipo 57, un colectivo de artistas fundamental de la vanguardia nacional, un puñado de soñadores que creyeron que el lenguaje de la geometría podría ofrecer un buen punto de partida para cambiar el estado de las cosas.
José de la Mano presenta un hallazgo: un cuadro concebido para el cartel de los sanfermines de 1974 que nunca vio la luz
La impenetrabilidad de aquella abstracción, su carácter aséptico para los ojos no iniciados, acabó por convencer a Ibarrola de retornar a la figuración, mucho más contundente a la hora de expresar ideas y mensajes. Pero esos trazos permanecieron en todo aquello que hizo después: las rayas blancas (que, confesaría el artista, remitían a los barrotes de sus celdas), las figuras humanas que asemejan traviesas, el esquematismo. Las pinturas y dibujos que presenta José de la Mano, de una fuerza expresiva arrolladora, demuestran que no se equivocaba. Hay piezas, varias de gran tamaño, en blancos y negros con ramalazos de colores intensos que rasgan el conjunto, de una potencia incontestable: masas de cuerpos y cabezas cubiertas con txapelas e Ikurriñas al viento, obreros que portan carteles clamando democracia, llaves inglesas empuñadas en señal de protesta. No es del todo seguro, pero es posible que una de esas obras la realizara Ibarrola en el penal, pintando sobre una sábana como lienzo. No sería su primera obra carcelaria: en 2023, José de la Mano presentó en Arco varias esculturas del artista vasco realizadas en miga de pan durante su primer encierro. Dos años antes, mostró en la misma feria un descubrimiento histórico: un gran Guernica concebido a modo de reivindicación para trasladar a Euskadi el cuadro de Picasso. Los viajes a las profundidades del estudio de Ibarrola en Gametxo (Bizkaia) han sacado a la superficie otro hallazgo excepcional que se exhibe ahora en la galería: un cuadro de 1974 surgido de un encargo para el cartel de los sanfermines de ese año. El encargo en realidad lo recibió su amigo Jorge Oteiza, pero estaba ocupado y se lo cedió a Ibarrola. Este pintó un toro picassiano sobre un grupo de gente puños en alto, pero el proyecto fue rechazado por no comulgar con el espíritu lúdico que de él se esperaba. De la obra se conocía una foto en blanco y negro, pero cuando apareció el lienzo este mostraba retoques con respecto a aquel documento: una franja roja y la nuca del toro difuminada.
A apenas un cuarto de hora andando, en Lucía Mendoza se exhibe la continuación de este recorrido por la vida, que fueron muchas, de Ibarrola. El paseo es corto pero la transformación es abrumadora. Aquí estalla el color vibrante y plano, la vuelta al disfrute de la geometría, el arte concebido no solo sobre tela o papel, sino también en traviesas, en piedras, en palos. Con la llegada de la democracia, Ibarrola da por superado el activismo político y se vuelca en la naturaleza. Quizá, quiso salir al exterior para resarcirse de sus estancias en la cárcel. Sus obras son pioneras en España de la fusión con el entorno, pero no deberían considerarse land art. Marcan un regreso a la tradición, una renovación de lo ancestral, una mirada a una suerte de animismo que comprende que no existe el individuo sino un todo en armonía. Transmiten simplicidad, pero están insufladas de una poderosa carga intelectual. Ibarrola siempre surtió de ideas todas sus acciones. Su propuesta más emblemática de esta etapa, el Bosque de Oma, en el que pintó ocho centenares de árboles con figuras humanas, animales y geométricas, sufrió varios ataques de proetarras. Pero él, como prueba una vez más esta muestra, nunca cejó en su empeño de pintar y pintar: era su destino, pero no el que le vino dado, sino el que él mismo quiso forjarse.
‘El grito de Ibarrola. Compromiso, lucha y libertad’. Galería José de la Mano, Madrid. Hasta el 27 de julio.
‘Agustín Ibarrola. El pintor en el bosque’. Galería Lucía Mendoza, Madrid. Hasta finales de julio.
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