‘Salvar a Freud’, de Andrew Nagorski: misión, sacar de Viena al padre del psicoanálisis
El periodista traza un retrato esencial del grupo de media docena de personas que ayudó al médico judío a huir a Londres tras la anexión de Austria por el Tercer Reich
En marzo de 1938, tras la anexión de Austria (Anschluss) por el Tercer Reich, los admiradores y amigos de Sigmund Freud comprendieron que su vida peligraba en Viena. Pero el profesor, a punto de cumplir 82 años de edad, se sentía incapaz de abandonar su casa y su consulta de Bergasse 19. Convencerle y resolver todos los problemas que representaba ese traslado —incluido el permiso de salida de las autoridades nazis—, fue posible gracias a los esfuerzos de media docena de personas, algunas escasamente conocidas. En ...
En marzo de 1938, tras la anexión de Austria (Anschluss) por el Tercer Reich, los admiradores y amigos de Sigmund Freud comprendieron que su vida peligraba en Viena. Pero el profesor, a punto de cumplir 82 años de edad, se sentía incapaz de abandonar su casa y su consulta de Bergasse 19. Convencerle y resolver todos los problemas que representaba ese traslado —incluido el permiso de salida de las autoridades nazis—, fue posible gracias a los esfuerzos de media docena de personas, algunas escasamente conocidas. En Salvar a Freud, Andrew Nagorski traza un retrato esencial de cada una de ellas, al tiempo que indaga en la vida del famoso neurólogo en la Viena de los años previos al cataclismo, cuando era ya una personalidad admirada internacionalmente. Los multimillonarios estadounidenses y europeos buscaban su trato y le llovían de todas partes pacientes ansiosos de psicoanalizarse con él y alumnos dispuestos a convertirse en psicoanalistas. Era el sumo sacerdote de una religión nueva, el psicoanálisis que, pese a sus modestos logros terapéuticos, iba a convertirle en un nombre inmarchitable en la historia de la cultura mundial.
El grupo de salvadores lo encabeza el psicoanalista galés Ernest Jones, que consiguió los visados de entrada en el Reino Unido para los Freud (un séquito de 16 personas más un perro), y lo completan, Anna, la hija pequeña del gran hombre; Marie Bonaparte, sobrina-nieta de Napoleón y aristócrata multimillonaria; el diplomático estadounidense William Bullitt; el médico de cabecera de Freud, Max Schur, y el funcionario nazi Anton Sauerwald. Un burócrata que fue de gran ayuda para que la “operación de rescate” saliera bien. En el libro destacan por su interés algunos capítulos, como el dedicado a Schur, que escribió sobre los días finales de su famoso paciente, y sobre su larga y dolorosa lucha contra el cáncer de mandíbula, que le obligó a someterse a más de una treintena de intervenciones quirúrgicas. Schur fue el encargado de administrarle, a petición propia, las dosis de morfina que acabarían con su vida la madrugada del 23 de septiembre de 1939. Freud estaba convencido de que aceptar la muerte era un requisito imprescindible para vivir plenamente.
El libro procura no caer en la hagiografía y nos muestra a un Freud de carne y hueso no exento de manías y contradicciones. Aunque el psicoanálisis triunfó en los Estados Unidos, su creador no dejó de detestar ese país. Tampoco simpatizó con la revolución bolchevique. “El coste del comunismo para la libertad intelectual es demasiado grande”, le señaló a un joven paciente entusiasmado con los soviéticos. El capitalismo, en cambio, le parecía “bastante satisfactorio” y consideraba la invención del dinero “un gran avance cultural”. Y pese a que las persecuciones nazis reforzaron su identidad judía, era reticente respecto al sionismo. Prueba de ello es la respuesta negativa que envió en 1930 a Chaim Koffler, representante en Viena del Kerezt Hayesod, grupo que recaudaba fondos para los judíos que emigraban a Palestina, que le escribió solicitándole su apoyo a la causa sionista, tras una serie de enfrentamientos entre árabes y judíos que se había saldado con 130 judíos muertos. Aunque Freud simpatizaba con las víctimas, escribió: “El infundado fanatismo de nuestro pueblo es, en parte, responsable del despertar de la desconfianza de los árabes”. Palestina tampoco le parecía una elección idónea. “Para mí habría sido más sensato fundar una patria judía en un territorio nuevo, sin trabas históricas, pero sé que un punto de vista tan racional nunca se habría ganado el entusiasmo de las masas y el apoyo financiero de los ricos”. Esta carta, nos cuenta Nagorski, que se guarda en la Biblioteca Nacional de Israel, permaneció inédita durante 60 años.
Salvar a Freud. Una vida en Viena y su huida a Londres
Traducción de Yolanda Fontal Rueda
Crítica, 2024
368 páginas. 22,90 euros
Puedes seguir a Babelia en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.