‘El cerco de Mariupol’, un italiano en la guerra de Ucrania

El corresponsal Andrea Nicastro fue uno de los pocos reporteros de medios extranjeros presentes en el asedio a la ciudad ucrania. A partir de su experiencia, ha escrito una novela donde expone realidades poco conocidas del conflicto

Una mujer sostiene y besa a un niño junto a soldados rusos en una calle de Mariupol el 12 de abril de 2022.ALEXANDER NEMENOV (Afp / Getty Images)

Los periodistas de guerra más elegantes que he conocido son italianos. Italianos los hay de toda condición y gusto, como en cualquier país, pero sus enviados a Ucrania son una estirpe aparte. He tratado con media docena de ellos y ninguno viste disfrazado de coronel Tapioca, listos para hacerse un selfi de Instagram como aguerridos reporteros en zona de conflicto: ellos visten como si estuvieran visitando a su madre el domingo, o disfrutando de una suave excursión de fin de semana en los Apeninos. Entre ellos, ...

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Los periodistas de guerra más elegantes que he conocido son italianos. Italianos los hay de toda condición y gusto, como en cualquier país, pero sus enviados a Ucrania son una estirpe aparte. He tratado con media docena de ellos y ninguno viste disfrazado de coronel Tapioca, listos para hacerse un selfi de Instagram como aguerridos reporteros en zona de conflicto: ellos visten como si estuvieran visitando a su madre el domingo, o disfrutando de una suave excursión de fin de semana en los Apeninos. Entre ellos, Andrea Nicastro (Milán, 1965) es mi favorito.

Nicastro ha escrito la novela El cerco de Mariupol, publicada este diciembre en castellano por Altamarea. El periodista Enric Juliana cuenta en el prólogo que en las escalinatas de la sede del diario de Nicastro, el Corriere della Sera, cuelgan los retratos de los escritores-periodistas más destacados que han publicado en el rotativo en sus más de 140 años de historia. Juliana cree que el retrato de Nicastro colgará algún día en estas escaleras de la Vía Solferino de Milán. Su trayectoria así lo indica: enviado en Kosovo, Chechenia, Afganistán, Irak, Irán, Líbano y ahora, Ucrania.

Conocí a Nicastro en un viaje rocambolesco a Jersón. Era noviembre de 2022, habían pasado dos días de la liberación de la ciudad por parte de las tropas ucranias. Decenas de medios de comunicación esperaban en la cercana ciudad de Mikolaiv la autorización militar para acceder a la provincia reconquistada al invasor. Las Fuerzas Armadas Ucranias dieron finalmente el visto bueno, pero en un único convoy en el que metieron en cinco autocares a cientos de periodistas. El viaje, que en condiciones normales dura 80 minutos, fueron cuatro horas por caminos de campo, y de pie la mayoría de los pasajeros, por falta de asientos libres. El sudor y el malestar se apoderaba de todo el mundo, pero entre la masa de cuerpos cargando chalecos antibalas, cámaras de televisión y mochilas, destacaba un hombre impertérrito, de sonrisa amable, vestido con un jersey fino, pantalones discretos de excursión y unas botas. Era Nicastro.

Entablamos conversación en su excelente castellano —fue corresponsal en Madrid—. Cuando terminó el safari por Jersón, en el camino de regreso, nos turnamos en un asiento que conseguimos. Los autocares se detuvieron en un control militar y en ese momento un obús ruso cayó a unos 200 metros. La horda de periodistas decidió que era una buena idea bajar del autocar para tomar fotos del ataque. Llegó un segundo obús, este impactó a unos 150 metros. La artillería rusa estaba precisando su objetivo, el puesto de control militar. Cinco autocares detenidos allí eran una diana demasiado fácil. Los soldados que escoltaban el convoy estaban fuera de sí, no conseguían que los cámaras volvieran a los vehículos para salir de allí pitando. Nicastro tomó la palabra, esta vez elevando el tono, y con una educación exquisita apremió a los descerebrados que continuaban en el exterior a volver a toda prisa. Así recuerdo mi primer encuentro con uno de los poquísimos reporteros de medios extranjeros —se cuentan con los dedos de una mano— que estuvieron en el asedio a la ciudad de Mariupol.

El autor retrata con precisión cómo es la supervivencia de los civiles atrapados en una batalla urbana en una ciudad asediada

Mariupol era un municipio de 440.000 habitantes de la provincia de Donetsk, en la costa del mar de Azov. En 2014 resistió al golpe de las fuerzas separatistas prorrusas. En febrero de 2022 llegó el hermano mayor, el ejército ruso, y tras tres meses de combates, la ciudad quedó en ruinas. Nicastro estuvo allí durante la primera semana, y pudo escapar por los pelos en una columna humanitaria organizada por la embajada griega. Lo que siguió después en la ciudad forma ya parte de la historia de Europa: el horror de la guerra volvía a gran escala al Viejo continente. De su experiencia en aquellas jornadas en la ciudad asediada sin suministros básicos y bajo el constante fuego de la artillería de ambos bandos, Nicastro ha escrito una novela que retrata con precisión cómo es la supervivencia de los civiles atrapados en una batalla urbana.

La realidad aparece en cada página protagonizada por un calidoscopio de personajes con distintas aproximaciones a la manera de resistir en el asedio y a su identidad, entre la rusa y la ucrania. Son personajes en los dos bandos, unidos por la podredumbre física y moral que causa la guerra. Los protagonistas militares son, por la parte rusa, un recluta forzado de Donetsk y por la parte ucrania, un oficial del batallón Azov y una médico de esta unidad militar. El ucranio prorruso de Donetsk, panadero de oficio que participa en la ofensiva sobre Mariupol en una unidad de artillería, es uno de los personajes más trabajados. La aproximación de Nicastro a la identidad de los ucranios del este, formada entre dos mundos, es cruda y realista. Una sociedad que, en buena parte, no acaba de asumir la nueva nación ucrania.

Nicastro se permite en la novela exponer otra realidad de la guerra, inevitable pero frecuentemente silenciada, y es que la destrucción en los municipios en zonas de combate también la causan las tropas ucranias: “En los edificios de nueve pisos de los suburbios se había hecho fuerte la artillería defensiva. Alguien salía al patio a protestar, los soldados ucranianos respondían apuntando la metralleta y empujando a los civiles dentro de casa. De vez en cuando, alguien disparaba y alguien moría”.

Si algo sobresale en El cerco de Mariupol es la narración de la supervivencia de los civiles que se encuentran atrapados en la batalla. Cada día es un día más cerca de morir; cada día es un día con menos esperanza: “También a los demás les gotea por la nariz un líquido negro cuando se levantan por la mañana. Debe de ser el polvo que respiramos en el sótano y se acumula en los pulmones. Te limpias con el dorso de la mano y acabas por mancharte la cara y la ropa. A estas alturas nadie hace caso. No hay agua. Poca para beber y nada para lavarse. Lavarse los dientes es una locura, utilizamos el líquido recuperado de los radiadores”.

Una de las etapas finales del libro es la odisea de la familia que huye a pie en un acto de desesperación casi suicida, para poner rumbo a Zaporiyia, en la Ucrania libre

Una de las etapas finales del libro es la odisea de la familia que huye a pie en un acto de desesperación casi suicida, para poner rumbo a Zaporiyia, en la Ucrania libre. Sortean cadáveres en las aceras, para que los niños no los vean, y cada encuentro con las tropas rusas es una lotería: “Había un tanque en la esquina. El conductor nos vio y giró la torreta hacia nosotros. Un segundo antes de que disparase, o no, mi marido se arrodilló y movió los brazos, y lo imitamos todos. De rodillas sobre la metralla y los cristales que tapizaban la acera. Rompimos los pantalones, nos sangraban las rodillas, pero no nos movimos hasta que el cañón volvió a su sitio.”

Nicastro sabe de qué habla y se nota en detalles que solo conoce alguien que ha sido testimonio del paisaje de una guerra: El obús revienta la pared y luego explota. La gomaespuma de los sofás, las mantas chinas de las camas, la anea de las sillas empieza a arder. Las llamas se acercan a la tapicería, un trozo de madera arrancado a la ventana se enciende, las brasas resisten incluso aunque no se vea la llama, se expanden sin fuego. El armario se vuelve negro, los vestidos se deshacen, se acartonan, se queman colgados de las perchas, caen, se amontonan, prenden fuego amontonados.”

“Eras una persona que se paraba cuando el semáforo se ponía ámbar, por prudencia. Ahora te paras a respirar el olor del edificio que arde sobre tu cabeza”, dice uno de los personajes de la novela, “el mundo de antes ha dejado de existir, sus reglas, costumbres, cortesías han desaparecido. Incluso el fuego ha cambiado de naturaleza.”

Mariupol es ahora un capítulo negro de la historia de Europa. Nicastro ha optado por exponer lo que sucedió desde la ficción. Él también estuvo allí, con recuerdos personales, confesiones que me ha contado cuando nos hemos vuelto a encontrar. Como aquella noche en la que nos hospedamos en el mismo hotel y a la hora del estrés, la de cerrar nuestros respectivos artículos del día, el veterano reportero llamó a la puerta y me sorprendió con un plato de espaguetis al dente, como solo los italianos saben hervir, y queso rallado. “Algo tendrás que comer”, dijo con la misma clase y sonrisa amable de Jersón.

El cerco de Mariupol

Andrea Nicastro
Traducción de Ernesto C. Gardiner
Altamarea, 2023
240 páginas, 19,90 euros

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