En el arte religioso de Aquerreta, la procesión va por dentro
Las obras del pintor navarro alternan un realismo moderno, inspirado por el lenguaje pop, con las inquietudes espirituales. Una muestra en Pamplona revisa ahora la trayectoria de un artista inhabitual
La crítica académica, que se puede travestir de intelectual o de circense, según la clientela, despachó hace años la obra de Juan José Aquerreta considerándola una “regresión” y dedicando a sus seguidores otros calificativos cariñosos. Así que la exposición que dedica ahora al pintor pamplonés el ...
La crítica académica, que se puede travestir de intelectual o de circense, según la clientela, despachó hace años la obra de Juan José Aquerreta considerándola una “regresión” y dedicando a sus seguidores otros calificativos cariñosos. Así que la exposición que dedica ahora al pintor pamplonés el Museo de Navarra no puede tener para la progresión artística ningún interés. Y es una pena, porque un excepcional pintor como Aquerreta, cuyos rasgos lo emparentan con otras excepciones al mainstream —pienso en Xavier Valls o Cristino de Vera y, hoy mismo, en Miguel Galano o Elena Goñi—, plantea en algunas parcelas de su obra cuestiones precisamente intelectuales, es decir, conceptuales, que la hacen desbordar del plano puramente artístico.
Las áreas temáticas en las que están distribuidas las 90 obras de la muestra corresponden a las viejas tipologías de los géneros, más otras reservadas explícitamente a parcelas problemáticas, por su decidida inspiración religiosa, tituladas Dolor y fe y Semejanza. Aquerreta ha elegido enfocar la relación entre arte y religión de la manera más difícil e infrecuente: constituye un delito de lesa contemporaneidad que el asunto de la pintura sea la fe, salvo que el escarnio lo avale. Además, el comisariado de Pedro Luis Lozano Uriz, en sintonía con el artista, convierte enfáticamente estas cuestiones en eje del proyecto. Dos artistas afines, Diego de Pablos y José Antonio Jiménez, lo acompañan con obras propias.
El artista habla de la religión de la manera más difícil: es casi delito que el asunto de la pintura sea la fe, salvo que el escarnio lo avale
Fue el crítico José María Moreno Galván, en un artículo de la revista Triunfo, quien habló al comienzo de los setenta de una Escuela de Pamplona, agrupando a ciertos pintores que, en su afán de sacudirse el predominio informal, acusaban recibo del arte pop. Uno de ellos, Pedro Salaberri, aún comparte rasgos de aquella onda con Aquerreta. Pero es con su también paisana Isabel Baquedano con quien el protagonista de la muestra mantuvo una mayor complicidad. Sus conversaciones en torno al Piero o a Seurat, además de la cercanía respecto a Antonio López, les sirvieron para ir labrando dos territorios artísticos completamente singulares en los que aquella extravagante inspiración fue decisiva. Pero no ya sus formas, sino sus temas: una extravagancia aún mayor. Baquedano lo concretó mediante una revisión de Vuillard, Maurice Denis y demás nabis, y Aquerreta lo hace a través de invocaciones estéticas y espirituales bastante más problemáticas. Veamos por qué.
Claro está que en los —leves, inmensamente delicados— paisajes de Aquerreta trasparece un fervor ante la belleza del mundo que muy bien podemos llamar religioso. Y lo mismo en los bodegones o las figuras, atravesadas muchas por una aguda expresión del sufrimiento del cuerpo y del alma al que el pintor no ha sido ajeno. Pero no se trata de eso. La palabra espiritualidad suele ser abusivamente convocada por las prácticas contemporáneas (sobre todo si pisamos terrenos abstractos, como apuntó con su tino de siempre Ángel González García). En ese campo de lo espiritual en el arte, todos los gatos son pardos. El verdadero problema surge cuando un pintor estrictamente contemporáneo como Aquerreta se convierte en un —literal— pintor de iconos bizantinos. Si pensamos en la película de Tarkovski sobre Andréi Rubliov, el autor de la famosa Trinidad de Mambré, vemos que, naturalmente, hay ejemplos contemporáneos de esa preferencia, diríamos de esa elección. Pero es eso, la elección, lo que origina el problema: al pintor de la Odigitria o de un Salvador búlgaro del siglo XV le era por completo ajena la posibilidad de una elección estética como la que hace el pintor contemporáneo cuando los toma por modelos. Y en esta tesitura nos coloca Aquerreta a sus espectadores.
Decía Hannah Arendt que en la cultura occidental no había existido arte religioso, sino más bien arte “de tema religioso”. Una pintura nos propone, principalmente, un acercamiento estético, sensorial, a pesar de que, en realidad, muchos artistas conceptuales de hoy parecen suscribir la literalidad extraartística del viejo pintor de iconos. Como decía Romano Guardini en su clásica Carta a un historiador del arte, esas antiguas tablas pertenecen al culto y a los espacios sagrados, en los que se presentan como irradiaciones de la divinidad, y no pretenden (como lo pretende un tintoretto o un rubens) suscitar esa física conmoción moderna que es independiente de los significados. Entonces, ¿cómo entender lo que hace Aquerreta?
El resultado, naturalmente, chirría. Y chirría porque a este pintor contemporáneo no le es dado —pensamos de primeras— desdoblarse por un lado en un artista de moderna sensibilidad plástica (los hermosísimos parques, las huertas y los caminos de Mutilva, de Tudela o de Cuatrovientos…) y en un pintor, por otro, de unas obras cuyas pautas visuales se encuentran codificadas para servir a su cometido como objetos sacros. Los dos sentidos son incompatibles. Pero es justamente ese juego de contextos —estamos en un museo de arte— lo que subvierte el orden estético mediante unos objetos litúrgicos de gran densidad teológica, y lo que nos interroga sobre nuestra experiencia actual.
La exposición de Aquerreta desvela un tabú, como el del arte, verdaderamente vigente y, para mayor escándalo, nos ofrece maravillosas pinturas
Al revés, claro está, es más fácil. Operaciones como la del urinario de Duchamp las hemos llegado a entender tan bien que ya no pueden subvertir ningún orden, pertenecen a la institucionalidad. Del culto a la cultura, por citar el célebre título de Jacob Taubes, el camino nos es demasiado conocido. Las transgresiones en este campo de Maurizio Cattelan o Andrés Serrano acaban en pequeños sustos. En dirección contraria, desde el recuerdo de lo prohibido, la exposición de Aquerreta desvela un tabú, como el del arte, verdaderamente vigente y, para mayor escándalo, nos ofrece maravillosas pinturas.
‘Aquerreta... y semejanza. Heian Shodan’. Museo de Navarra. Pamplona. Hasta el 3 de septiembre.
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