‘Inacabada’: la gran novela trans
El libro de Ariel Florencia Richards se ha convertido en un fenómeno literario en Chile desde que se publicó hace apenas unos meses
Para agradecer el diploma que le concedió la Sociedad Musical de Graz en 1823, Franz Schubert le envió a su amigo Anselm Hüttenbrenner las páginas manuscritas de una sinfonía. Lo curioso era que, a diferencia de los cuatro movimientos habituales, solo incluía los primeros dos y unos pocos compases del tercero. Mucho después de la temprana muerte del compositor, a los 31 años, Hüttenbrenner al fin dio a conocer aquella sinfonía, desde entonces conocida como Inacabada o Inconclusa, la cual no se estrenó hast...
Para agradecer el diploma que le concedió la Sociedad Musical de Graz en 1823, Franz Schubert le envió a su amigo Anselm Hüttenbrenner las páginas manuscritas de una sinfonía. Lo curioso era que, a diferencia de los cuatro movimientos habituales, solo incluía los primeros dos y unos pocos compases del tercero. Mucho después de la temprana muerte del compositor, a los 31 años, Hüttenbrenner al fin dio a conocer aquella sinfonía, desde entonces conocida como Inacabada o Inconclusa, la cual no se estrenó hasta 1867. Desde entonces han circulado distintas teorías sobre los motivos de Schubert para no darle un final pese a que vivió todavía seis años más. Hay quien piensa que la culpa fue de la sífilis, quien argumenta que se distrajo con otra obra —la fantasía Wanderer—, quien afirma que su estructura rítmica hacía imposible darle un final y quien cree que tal como está, con esos solitarios movimientos iniciales, es ya perfecta.
Una hija y una madre. Nada más. Aprovechando la invitación a impartir unas conferencias en Nueva York, la hija invita a la madre, identificada solo con la inicial M, al viaje: a ese tránsito en el que, piensa ella, al fin tendrán la conversación que han eludido o interrumpido o evitado por tanto tiempo. Juana, la protagonista de Inacabada, de Ariel Florencia Richards (Alfaguara Chile), no es experta en música, sino en artes visuales, pero su tema de investigación son justo aquellas obras que sus creadores no terminan por razones semejantes a las que se han esgrimido para la sinfonía schubertiana. Le fascinan tanto aquellas que solo han quedado bosquejadas y abandonadas en el camino como las que sencillamente prefieren no llegar nunca al final, de los esbozos de Van Dyck a los trazos de Heinrich Reinhold, de los retratos de Alice Neel a los lienzos de Cy Twombly.
Como la obra de Schubert, la novela de Ariel Florencia Richards es perfecta en su entramado conciso y fugaz
En el hotel de Nueva York, Juana y M son enviadas a una habitación en el piso 12½. En una de las escenas más sutiles y poderosas que he leído en mucho tiempo, de pronto la madre le revela que siente un intolerable dolor de muelas. La hija piensa que exagera, pero, cuando al fin la lleva a atenderse, la dentista le explica que su madre se ha quebrado una muela por la presión que ella misma ha ejercido sobre su mandíbula. Toda la novela está llena de estas delicadas metáforas sobre la imposibilidad, más que de comunicarse, de concluir esa conversación que se pospone una y otra vez.
Inacabada es el recuento de varios tránsitos: los paseos neoyorquinos, a ratos conmovedores y en ocasiones exasperantes, entre madre e hija; las obras inconclusas de todos esos artistas que Juana explora y documenta; las palabras que no consiguen ser pronunciadas o que son evitadas de manera consciente; y, por supuesto, la propia transformación de la hija —que, es importante recalcarlo, siempre lo ha sido: siempre es ella— desde su antiguo cuerpo y su antiguo nombre a los que ahora ha elegido. No hay duda: M adora a Juana y hace todo lo que puede para comprenderla, para asimilar su mutación o su cambio, para superar el duelo —esa melancolía materna hacia un cuerpo que cuidó con esmero y hacia el nombre que escogió y no consigue dejar de balbucir—, pero al mismo tiempo no quiere o no puede escuchar lo que su hija tiene que decirle, aunque en el fondo lo sepa y acaso no lo necesite. Por eso prolonga, divaga e interrumpe esa charla, y se deja envolver por una fuente de felicidad más tradicional, y su historia, como las obras que Juana le comenta y explica en el camino, no roza nunca su final.
Narrada en una sinuosa tercera persona que envuelve a sus dos protagonistas y revela, en cuidadosos encuadres y acercamientos, sus temores y sus ansias, su desconcierto y su cariño, Inacabada es, como la sinfonía de Schubert, perfecta en su entramado conciso y fugaz, en su agudeza psicológica y en la emocionante conformación de este doble retrato femenino. Pero Inacabada no solo es una de las novelas más brillantes que he leído en los últimos años, sino una obra de arte muy necesaria en nuestro tiempo; si la literatura sirve para algo, es para adentrarnos en experiencias que jamás serán las nuestras. No contamos con mejor herramienta para ser otros: para transitar de nuestro limitado punto de vista al de alguien más. Ariel Florencia Richards ha sabido transmutar su propia experiencia en una ficción que podría ayudar a incontables Juanas y Emes a comprender y comprenderse. En una época dominada por el extremismo y nuevas formas de discriminación, todos, todas, todes deberíamos atrevernos a escuchar lo que Juana nos tiene que decir.
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