Los cuerpos góticos de Lucian Freud
La excelente muestra dedicada al artista en el Museo Thyssen-Bornemisza estudia un sistema expresivo en el que la pintura se acabó haciendo carne
“El cuerpo humano es gótico”, le decía a Josep Pla su amigo Manolo Hugué, que era un gran admirador de los ideales griegos. El escultor se refería a la forma de los cuerpos y descartaba que un arte pudiese alcanzar alguna excelencia mediante la expresión de las existencias particulares y sus formas más corruptibles. Soñaba con hacer una Venus y le descorazonaba comprobar que sólo le salía “un monstruo, con las nalgas caídas, los brazos desencajados, los pies deformes”. Pero había puesto la luz eléctrica en su casa en 1941, cu...
“El cuerpo humano es gótico”, le decía a Josep Pla su amigo Manolo Hugué, que era un gran admirador de los ideales griegos. El escultor se refería a la forma de los cuerpos y descartaba que un arte pudiese alcanzar alguna excelencia mediante la expresión de las existencias particulares y sus formas más corruptibles. Soñaba con hacer una Venus y le descorazonaba comprobar que sólo le salía “un monstruo, con las nalgas caídas, los brazos desencajados, los pies deformes”. Pero había puesto la luz eléctrica en su casa en 1941, cuatro años antes de su muerte, y la presencia del clasicismo y —si podemos llamarlo así— del goticismo en el siglo XX ya no tenía que ver con las formas y su imposible continuidad tradicional, sino con un nuevo sentido simbólico.
Cuando Hitler se hizo con la cancillería alemana en 1933, el hijo menor de Sigmund Freud se trasladó con su familia a Londres; el propio neurólogo lo haría algo después, ya muy enfermo. Lucian era el segundo de los niños. Su incorporación a la escena cultural británica fue fulgurante. La revista Horizon, recién fundada por Cyril Connolly, reprodujo un dibujo suyo hecho a los 17 años. El goticismo de las pinturas del joven Lucian Freud salta a la vista. En las que aparece su primera mujer, Kitty Garman, rodeada de frío y extrañeza, asombran las afinidades con Otto Dix, con George Grosz o con las pinturas alemanas —tan minuciosas como las de Durero— afiliadas a la nueva objetividad de los años veinte (las de Schrimpf, por ejemplo). Por no decir que la huella nórdica y expresionista permaneció siempre en su obra, en la angulosidad de la pequeña Muchacha desnuda riendo (1963) o en los largos dedos nudosos del barón Thyssen en su retrato de 1985.
La excelente exposición que acaba de inaugurar el Museo Thyssen en Madrid, coproducida por la National Gallery de Londres en conmemoración del centenario del pintor, remarca las etapas cronológicas de su trayectoria en un difícil equilibrio con algunos campos temáticos. En cuanto a su título, Nuevas perspectivas, quizá resulte algo convencional. Sí, los trabajos críticos en torno a Freud han sido incesantes desde su muerte en 2011 y han iluminado aspectos de los que esta muestra se sirve para articular sus secciones: influencias de juventud, el poder, la representación de la intimidad. Pero si hay alguna novedad destacable, esta se encuentra fuera, en el nuevo contexto que rodea a nuestra mirada. Freud, que alcanzó la celebridad general en los noventa (en 1993 se celebró en la Whitechapel la muestra quizá más decisiva de su obra; luego viajó al Museo Reina Sofía) había sido rescatado al albur del nuevo auge de la pintura europea. Ahora, tantos años después, esas aportaciones académicas parecen menos determinantes que la contemplación de su pintura en otro mundo, en otro tiempo del arte.
Sobre sus desnudos cae una luz tan cruda como la de los focos sobre los rostros a la salida matinal de una discoteca
Con el goticismo de huella más o menos expresionista de Freud no se trata de la vieja caracterología con la que la historia del arte describía escuelas regionales o nacionales, sino más bien de una cuestión de lenguaje. En el sistema expresivo del Freud pleno y maduro, la pintura ya no representa, sino que se hace carne, en una especie de sinécdoque que adquiere realidad. Para ello, Freud no atiende tanto a la forma —como lo hacía la observación de Hugué— como a la sustancia material que comparten la carne y la pintura. Un discípulo de Levinas, Michel Henry, estudioso de algunos pintores, distinguió en su libro Encarnación la condición de cosa que tiene un cuerpo cuando es visto como un objeto en el espacio, de la carnalidad afectiva y paciente que es en nosotros un a priori de cualquier pensamiento. En las pinturas de Freud, los cuerpos duermen (en parte, por las agotadoras sesiones de posado) o caen a plomo en completa laxitud sobre las camas, las alfombras o las tarimas. Expresan así el pathos de esa pasividad radical que los hace indisponibles para sí mismos.
La pintura británica había discutido durante décadas sobre su insularidad o su dependencia de la moderna tradición francesa, en la que tuvo mucho que ver el trabajo de Roger Fry. Más independientes y audaces, los pintores a los que conoció Freud en su juventud se sentían cercanos a Herbert Read. Uno de ellos era Graham Sutherland, decisivo en la llegada del surrealismo a Londres en 1936, cuyas pinturas erizadas y espinosas no dejan de evocar a Grünewald. Fue Sutherland quien le presentó a Francis Bacon. Pero ambos le llevaban a Freud 20 años. Debía buscar su propio camino.
Hacia los sesenta, su estrella juvenil comenzó a declinar, coincidiendo con la irrupción del pop (en su particularísima variante británica) y el arte conceptual. Pero fue durante aquella supervivencia relegada cuando Freud acuñó su estilo intransferible. Hizo muchos retratos: un Londres de aristócratas, chaperos, productores musicales, modelos que eran descarriadas hijas de familia… Aun así, todo era un poco local. El reconocimiento internacional llegó tras las grandes exposiciones de Washington, París y Berlín, y coincidió con la resurrección de la pintura, en especial figurativa, propiciada por jóvenes que quisieron reescribir una historia del arte que hasta entonces había sido abusivamente lineal y había orillado a muchos artistas que no casaban con el argumento.
El propio estudio en el que se encerró Freud durante sus últimos años también era una metáfora de esa carnalidad en la que somos, nos movemos y existimos. Un lugar angosto, cubierto por completo de costras de pintura reseca, mazos de pinceles como sarmientos, montañas de trapos fosilizados, según se ve en las fotografías de su ayudante David Dawson (“¿A qué le ayudaba?”, hubiera dicho mi tía Herminia). Además de la densidad de la pintura, en sus obras finales el lienzo soporta aluviones de una materia arenosa que nos acerca a los cuerpos y a la vez nos aleja de lo que sería su imagen lisa, su mera forma. La inspectora de la Seguridad Social o Bowery, el performer que murió de sida, se nos echan encima, pero nos resultan inasibles. Sobre esos desnudos cae una luz tan cruda y directa como la de los focos sobre los rostros deslumbrados a la salida matinal de una discoteca.
Aun siendo irrepetible y haciendo de la irrepetibilidad existencial un verdadero tema de su pintura, no han faltado artistas en la estela de Freud. Su legataria más evidente fue Paula Rego. En España, aun contando con Gutiérrez-Solana como mediador, lo recuerdan los disparates de Luis Vigil y, aún más claramente, los suspenses policiacos pintados por Víctor López-Rúa, las viejas y lustrosas tarimas.
‘Lucian Freud. Nuevas perspectivas’. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 18 de junio.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.