Muramos por las ideas, pero sin mucha prisa
Costica Bradatan propone un peregrinaje en torno a la memoria de grandes pensadores ajusticiados por sus convicciones
“Solo gracias a la muerte nuestra vida nos sirve para expresarnos”
Pier Paolo Pasolini
Los filósofos no se dedican tanto a estudiar el mundo que les rodea como a estudiarse a sí mismos. Esta es una de las afirmaciones de Costica Bradatan en su provocador y sugerente libro Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos. Rumano de nacimiento y norteamericano de adopción, el autor es profesor en la Universidad de Texas, historiador de la filosofía y estudioso del cinematógrafo. Acaba de publicar en Harvard University Press su más reciente entrega...
“Solo gracias a la muerte nuestra vida nos sirve para expresarnos”
Pier Paolo Pasolini
Los filósofos no se dedican tanto a estudiar el mundo que les rodea como a estudiarse a sí mismos. Esta es una de las afirmaciones de Costica Bradatan en su provocador y sugerente libro Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos. Rumano de nacimiento y norteamericano de adopción, el autor es profesor en la Universidad de Texas, historiador de la filosofía y estudioso del cinematógrafo. Acaba de publicar en Harvard University Press su más reciente entrega, In Praise of Failure (elogio del fracaso). Precisamente la también elogiosa recensión de esta obra en The New York Times me animó no solo a leerla, sino a abrir el único libro de Bradatan traducido al castellano y editado apenas hace tres meses en nuestro país.
Estamos ante un peregrinaje desordenado y emotivo en torno a la memoria de grandes pensadores que acabaron sus días ajusticiados por no querer renegar de su concepción del mundo y de la sociedad. En todos esos casos su muerte, en ocasiones extremadamente cruel y dolorosa, contribuyó según el autor a mejorar su vida, o el relato de ella, y perpetuar su nombre. Bradatan cree que la filosofía más que la búsqueda del conocimiento es una forma y un arte de vivir, un compromiso personal consigo mismo por parte de quien la ejerce. Su objetivo final es la “autorrealización”, afirma sin ambages: la práctica de un “estilo de vida” que contempla la muerte no como un castigo sino como parte de la vida misma, y hasta como una oportunidad. De modo que la filosofía como arte de vivir se reduce a aprender cómo afrontar la muerte. Se convierte así también, paradójicamente, en el “arte de morir”.
Sócrates, padre de la filosofía occidental, “no escribió una sola línea, pero su muerte fue una obra maestra y ha conservado vivo su nombre”. Con él se abre una saga intermitente e interminable de intelectuales cuyo martirio o ejecución habrían servido para perpetuar su pensamiento. Son muchos los personajes que discurren por la narración, aunque de principio a fin la vertebran sobre todo cinco nombres. El propio Sócrates, que pudiendo evitar ser ajusticiado en cumplimiento de la pena capital contra él pronunciada, se negó al indulto y bebió la cicuta en un acto de respeto hacia las leyes de la ciudad. Hipatia de Alejandría, de la que apenas se guardan testimonios escritos, fue asesinada por una turba de fundamentalistas cristianos, lapidada y descuartizada. Tomás Moro, decapitado por su negativa a reconocer la primacía eclesiástica del rey, tuvo al menos la fortuna de ver trocada su sentencia. Le cortaron limpiamente la cabeza, pero había sido condenado “a ser ahorcado, abierto en canal para arrancarle las entrañas, amputarle el pene y la cabeza para después trocear su cuerpo en cuatro partes que junto con la cabeza misma se colocarían públicamente” para escarnio de su figura. Giordano Bruno, a quien la Inquisición condenó por hereje, fue quemado vivo en público por no querer retractarse de sus errores. Y Jan Patocka, maestro de Václav Havel, murió de apoplejía tras ser torturado por la policía checoslovaca a causa de su participación en Carta 77, un movimiento de defensa de los derechos humanos. Lo que todos ellos tendrían en común es precisamente esa idea de la filosofía no como una colección de escritos sino como un arte de vivir que precisa, para realizarse plenamente, saber morir.
El autor enlaza sus reflexiones con comentarios sobre experiencias artísticas como las de Munch y Bergman
El estilo literario de la obra busca las raíces en la ficción antes que en cualquiera de las ramas de la filosofía. No parece un libro pensado para que lo lean los filósofos, sino precisamente las gentes que lo ignoran casi todo respecto al trabajo de estos. Bradatan hace gala de una emotividad expresiva que impide reverencia alguna al razonamiento lógico. Enlaza sus reflexiones con comentarios sobre experiencias artísticas como la de Edvard Munch, de quien reproduce su Autorretrato con brazo de esqueleto y el dibujo La muerte y la mujer, donde una joven desnuda besa con lascivia a un esqueleto. En su excursión hacia otros predios del arte dedica un buen número de páginas a El séptimo sello, la mítica película de Bergman en la que el caballero desafía a la parca a una partida de ajedrez. Quizá los filósofos profesionales rechacen esta barahúnda de sensaciones y tribulaciones como algo perteneciente a su especialidad. Entre otras cosas porque el autor parece tropezar más de la cuenta en sus comentarios sobre Heidegger y su relación con la literatura de Tolstói. Pero en una época en que la filosofía viene siendo denigrada por el poder político y a punto ha estado de ser expulsada de las aulas, es de agradecer que alguien recapacite sobre el martirologio de quienes son fieles a sus principios hasta ser capaces de dar la vida por ellos. Toda una denuncia contra la inmoralidad de los poderosos.
Para terminar diré que la extensa erudición del autor nos regala un sinfín de citas memorables. Destaca una de Simone Weil, filósofa gala que vino a España a combatir en favor de la República y murió tempranamente tras la guerra. “La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre”, dice una frase suya que encabeza la ‘Introducción’ a la obra. Pero si de filósofos franceses hablamos, prefiero quedarme con el mensaje de ese gran pensador popular que fue Georges Brassens. Aunque no merece ni siquiera una nota a pie de página, es autor de una canción inolvidable que lleva el mismo título del libro que comentamos. “Morir por las ideas, la idea es excelente, casi pierdo la vida por no haberla tenido…”, comienza su poema. Para acabar con una moraleja que merece el aplauso: “Muramos por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta”. Es decir, más adelante, sin prisa alguna.
Morir por las ideas
Traducción de Antonio-Prometeo
Moya Valle. Anagrama, 2022
336 páginas. 21,90 euros
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