Anne Imhof, la nueva estrella del arte que cuestiona la ‘performance’
La alemana inaugura en Ámsterdam una exposición originalmente pensada para Moscú (y suspendida tras la guerra), en la que replantea el sentido de este género artístico en la era de Instagram
Sucede con frecuencia que los mayores conflictos son solamente comprensibles a través de metáforas. Aparecen en momentos inesperados, incluso de forma involuntaria, y evalúan los significados de la guerra, rehuyendo sus símbolos más obvios y propagandísticos. La artista alemana Anne Imhof, nueva estrella del arte contemporáneo, ultimaba su exposición YOUTH en el Garage Museum de Moscú a comienzos de este año cuando comenzó la ...
Sucede con frecuencia que los mayores conflictos son solamente comprensibles a través de metáforas. Aparecen en momentos inesperados, incluso de forma involuntaria, y evalúan los significados de la guerra, rehuyendo sus símbolos más obvios y propagandísticos. La artista alemana Anne Imhof, nueva estrella del arte contemporáneo, ultimaba su exposición YOUTH en el Garage Museum de Moscú a comienzos de este año cuando comenzó la invasión rusa de Ucrania. El museo moscovita reaccionó con el cese de su programación y, posteriormente se negoció el traslado de la exhibición al Stedelijk Museum de Ámsterdam, dirigido entre 2014 y 2017 por Beatrix Ruf, comisaria de la exposición en el Garage y actual directora de la Harwig Foundation, institución que coproduce la exposición con el Stedelijk.
La muestra cumple con los cánones que han hecho famosa a Imhof, que aquí vuelve a perturbar tanto como en sus últimas intervenciones. Ocupa todo el sótano del museo, desplazando la colección permanente a las plantas superiores. En el lugar que ocupaban los cuadros de principios del siglo XX, Imhof ha ideado un monumental laberinto de taquillas de vestuario que representan la arquetípica idea del instituto estadounidense. A lo largo del mismo aparecen breves vídeos en bucle. En uno, un grupo de caballos galopa por la nieve mientras suena música de una ópera irreconocible. De fondo, bloques de edificios de ese estilo que en Europa se conoce como “soviético” aportan una densa atmósfera brutalista y gélida. En otra pantalla, Eliza Douglas, protagonista habitual de las performances de Imhof, pasea por las ruinas de un edificio neoclásico, semidesnuda entre caminos nevados. Ambos vídeos, rodados en Moscú, son la única mención explícita a su localización original.
Imhof suele rodearse de colaboradores de cuerpos canónicos, andróginos, altos y de estética motera. Aquí, por primera vez, no hay (casi) rastro de ellos. El vídeo de Douglas, breve y repetitivo, es el único rastro de su cohorte, aupada desde hace un tiempo en Instagram y en las pasarelas de moda. Un avatar con el físico de esa protagonista tiene una presencia constante entre otra pantalla junto a las taquillas. De perfil, y semidesnuda como en el vídeo de Moscú, ensaya ortopédicas y limitadas sonrisas computerizadas.
Al final del laberinto gris se abre una gigantesca estancia que se asemeja a una fábrica extrañamente limpia, iluminada intermitentemente en tonos rojos. Las taquillas son reemplazadas por grandes tanques de plástico vacíos, altas torres de neumático con un fuerte olor a goma nueva y estructuras metálicas, entre los que se intercalan grafitis, cascos de moto, largos cristales tintados con arañazos, latas de Red Bull y algún que otro vídeo digital en el que vuelve a aparecer un avatar de Douglas cada vez menos realista, como si la inteligencia virtual que lo ha creado se fuera cansando a medida que avanza el recorrido, sin señalización ni orden preestablecido, por la fábrica.
Grandes altavoces se mueven por el techo a través de raíles que atraviesan el recinto, alternando música electrónica a cargo de Arca y de la misma Eliza Douglas con bases del rapero berlinés UFO361. Estos sonidos, cuyo volumen varía conforme se mueven los altavoces, eliminan la identificación del espacio con una discoteca berlinesa de estética industrial e impiden la escucha total de las piezas. En su viaje por los raíles, se van acoplando a otros altavoces fijos en los pasillos y a las piezas audiovisuales que se reproducen cíclicamente en diferentes puntos de la gran estancia.
Tan solo una plataforma a la que se accede por unas estrechas escaleras permite hacerse una idea general de esa extraña fábrica, aunque la visión no sea placentera: la vista de pájaro de los neumáticos, los plásticos y los cristales no ofrece mucho. Los pasillos no son lo demasiado amplios, ni regulares, como para que el contenido esté ordenado, a pesar de su aparente pulcritud. Las estructuras se suceden de forma un tanto aleatoria, y la cambiante iluminación evita un paisaje fijo. No hay foto posible. Es difícil aislar las obras entre sí (una sucesión de cascos de moto, los vídeos, estructuras de acero soldadas, un cristal rayado), y sus títulos parecen tan aleatorios como su orden.
La distancia entre esta exhibición y las grandilocuentes coreografías que le valieron el León de Oro en la Bienal de Venecia en 2017 y la consagración definitiva en el Palais de Tokyo de París el pasado año, donde tuvo carta blanca para hacer lo que quisiera con la totalidad de su superficie, puede decepcionar a los que esperen un espectáculo de este tipo. No hay ni un solo cuerpo vivo en este escenario sin escenas. Imhof ha sido rotunda sobre sus motivos: “Me encanta el directo, pero soy consciente de sus implicaciones y de sus problemas. […] No quería que el público viera un teatro para una publicar algo en redes, siento que no era el momento”. La artista alemana se muestra preocupada por la recepción de su obra y sabe que su deseo de conjugar el espacio industrializado de icónico diseño arquitectónico con cuerpos espectaculares puede acercarse peligrosamente a un desfile de Balenciaga, marca para la que han trabajado Eliza Douglas y ella misma.
Al sustituir lo físico por lo digital, la alemana busca tensar un género artístico caracterizado por esa presencia
En su lugar, Imhof opta por la superación de los problemas de la performance a partir de la negación: no hay experiencia inmersiva, porque no hay nada que experimentar. El espacio que recorremos no ofrece los suficientes estímulos, su repetición no es cómoda ni permite que nos observemos a nosotros mismos como “personajes” de una performance a la que no hemos sido invitados y de la que se nos expulsará en 20 minutos. Tampoco hay contemplación: no hay imágenes fijas ni rótulos poderosos. Todo podría ser otra cosa.
La elección del cuerpo digital frente al biológico no es ociosa y su incorporación en la exposición obedece a razones más profundas que el mero prodigio técnico. Ella misma reconocía hace unos días, en conversación con la prensa en Ámsterdam, que la tecnología de la que dispone es aún muy limitada, así que no está fascinada por ella. Sustituir el cuerpo, eliminarlo de la performance, busca tensar un género artístico caracterizado por la presencia física sin glorificar lo digital. Sabe que la improvisación en directo que caracterizaba a la performance, su encaje diario e instantáneo con la historia en mayúsculas, se han hecho imposibles desde que todo puede quedar registrado y compartido instantáneamente. El smartphone ha acabado definitivamente con un arte sin reproducción. En lugar de plantear una deriva nostálgica o autoritaria —”¡cómo voy a prohibir que se use el móvil!”, dice Imhof cuando se le pregunta al respecto—, la artista decide quitar el cuerpo. La acción no sucederá nunca, y el post será imposible.
Ese paseo en el que no es necesario mirar nada en concreto genera, finalmente, un sosiego del umbral, un relax que solo es posible en el ínterin, en la transición. La falsa intimidad del vestuario y la soledad nueva del olor a neumático permiten una calma imposible. Los bloques de pisos de Moscú, por los que camina Eliza Douglas antes de la guerra, se hacen más cercanos, menos arquetípicos e identificables. La incertidumbre puede ser la metáfora más clara: es allí donde Imhof quiere buscar sus respuestas.
‘YOUTH’. Anne Imhof. Stedelijk Museum. Ámsterdam. Hasta el 29 de enero de 2023.
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