Adioses
Escribir para ustedes, improbables o no, ha sido lo mejor que he hecho desde que me inventé esta columna, en enero de 2008
Una de las preguntas que, al cabo de unas semanas, más acucian al visitante de Estados Unidos es cómo este país, adalid de (casi) todas las libertades individuales en los sesenta, ha podido irlas perdiendo o rebajando. La tendencia es aún más evidente en la capital económica del imperio: se diría que de aquella época dorada (en la que casi llegó a ser —a pesar de Vietnam— “la ciudad resplandeciente sobre la colina” con la que soñó el pionero John Winthrop) ya solo queda la marihuana —cuyo olor acr...
1. Madrastra
Una de las preguntas que, al cabo de unas semanas, más acucian al visitante de Estados Unidos es cómo este país, adalid de (casi) todas las libertades individuales en los sesenta, ha podido irlas perdiendo o rebajando. La tendencia es aún más evidente en la capital económica del imperio: se diría que de aquella época dorada (en la que casi llegó a ser —a pesar de Vietnam— “la ciudad resplandeciente sobre la colina” con la que soñó el pionero John Winthrop) ya solo queda la marihuana —cuyo olor acre y dulzón satura la atmósfera— y la música de rock enlatada que puede escucharse en algunas tabernas de Manhattan sur. La división, el enfrentamiento, la agresividad, el miedo y la intolerancia ante opiniones contrarias ha sido rampante, especialmente desde enero de 2017 (Trump en el poder), aunque la tendencia viene de lejos. Para que se hagan una idea de cómo va esto, la media docena de encuestas de ámbito nacional realizadas por el equipo de Robert Pape, un prestigioso especialista en violencia política de la Universidad de Chicago, coinciden en algo que convierte mi cabellera en un acerico de escarpias: entre 15 y 20 millones de americanos adultos creen que estaría justificada la violencia para devolver a Trump a la presidencia. La gente dice que no quiere armas, pero había que ver en la última semana las colas para obtener permiso para comprarlas antes de que entre en vigor la prohibición de llevarlas encima en algunos lugares de NY. No quiero cargar las tintas: amo a esta ciudad como se ama a una madrastra de cuento edípico, pero la desigualdad (ejemplo: los 400 milmillonarios más ricos de EE UU solo pagaron entre 2010 y 2014 un impuesto inferior al 8,2 %; Elon Musk, pagó en entre 2014 y 2018, un 3,3 %, y Bezos un 0,9 %) ha logrado que la brecha entre los ricos y los pobres se esté convirtiendo en un abismo al que es fácil resbalar. La hipermoralidad irredenta del woke impregna la cotidianidad: a veces, al menor descuido verbal, uno tiene la sensación de ponerse en entredicho, de ser sospechoso; el durísimo confinamiento, y la interpretación ultrarigurosa de las cuestiones de género han afectado a la espontaneidad de la gente, alimentando recelos. Por lo demás, los recientes desarrollos urbanísticos de la ciudad (con la creación de un nuevo eje turístico y de hiperconsumo en torno a Hudson Yards) tiende a convertir la ciudad en una especie de parque temático de sí misma, donde todo termina teniendo un nombre que enmascara la realidad, como esos vigilantes de seguridad de los grandes almacenes que ahora se llaman prevention of loss (“prevención de pérdidas”), pero que siguen sirviendo para lo mismo de siempre: atrapar a chorizos y descuideros.
2. Laureada
La casualidad —que ni por casualidad existe— ha querido que en los últimos días leyera aquí dos libros recientemente publicados o a punto de serlo en editoriales españolas. De Mi nombre es nosotros (Lumen), el último poemario de la hiperprotegida “activista” Amanda Gorman, encumbrada desde la Inauguration de Biden, no diré más que, después de leerlo, y teniendo todavía en la cabeza las sofisticadas portadas de Vogue (con Annie Leibovitz a la cámara) o Allure, y su campaña de anuncios para Estée Lauder, estuve a punto de comérmelo a mordiscos, como hizo el Ezequiel bíblico con el rollo (se supone que manuscrito) que le pasó Yavhé para que asimilara su doctrina (Libro de Ezequiel, 3:1-3). Confieso que lo que más me interesa de su obra es la traducción de la estupenda poeta Nuria Barrios, que la mejora bastante. Lo único que le falta a la poeta y ahora modelo top norteamericana sería fotografiarse con ese bolso creado por Balenciaga que imita, en materiales nobles, una bolsa de basura (trash pouch): ya se sabe que los ricos suelen apetecer (también) lo que tienen los pobres. Respecto a El hotel Barbizon, de Paula Bren, que Paidós publicará en octubre, se trata de un agradable no-ficción de historia cultural centrado en el hotel neoyorquino “que liberó a las mujeres”: un establecimiento exclusivo para flappers y damas jóvenes en el que durmieron, por ejemplo, Grace Kelly (dicen que bailaba por los pasillos con los pechos al aire), Sylvia Plath, Anne Beattie, Ali MacGraw o Joan Didion. Fue fundado en 1928 y acabó su existencia como hotel en 1981. Sus inquilinas fueron mayoritariamente chicas blancas y jóvenes que venían a NY a triunfar. El relato de aquellas estancias ayuda a comprender algunos de los cambios sociales que afectaron a las mujeres en el siglo XX.
3. Final
Les aseguro que pensaba hacerlo de otra manera. Incluso había elegido como título general del sillón monográfico de mi despedida el que aún figura, y que, de paso, pretendía ser un homenaje a la gran novela breve de Onetti, vuelta a leer este verano. Pero el asunto me irrita, me entristece y me supera. Y, la verdad, darle vueltas y más vueltas durante el largo agosto me ha hecho aborrecerlo aún más. En resumen: después de 765 sábados, seguidos y sin que faltara alguno (lloviera, hiciera sol, estuviera lejos o convaleciera de infarto y covid), en los que he venido publicando este destartalado Sillón de Orejas, lo tengo que dejar. Babelia va a cambiar y en los cambios no entra ni esta opinión semanal, ni —y eso es importante— mi contrato. Escribir para ustedes, improbables o no, ha sido lo mejor que he hecho desde que me inventé esta columna, en enero de 2008. Había pensado explicarlo prolijamente (quizás con quejas, amarguras y demás farfolla sentimental), de ahí el título. Pero me conformo con darles las gracias por haberme leído. Y al equipo de Babelia por la paciencia. Gracias.
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