En Ucrania la miel sabe a pólvora

Hoy sale a la venta ‘Abejas grises’, la última novela del escritor ruso-ucranio Andrei Kurkov, cuyos libros están prohibidos por el régimen de Vladímir Putin. ‘Babelia’ adelanta el epílogo del volumen

Edificio dañado por un misil tras un ataque a una planta química en Donetsk, en 2015.Pierre Crom (Getty Images)

Hace siete años, en 2013, el intento fallido de Vladímir Putin de arrancar Ucrania de Europa e incorporarla a su “familia de pueblos fraternales” (esto es, a su versión resucitada de la Unión Soviética) acabó en revolución. Como resultado de ese levantamiento popular que terminaría por llamarse Euromaidán, las élites políticas prorrusas de la nación, lideradas por el entonces presidente Víktor Yanukóvich, se vieron obligadas a huir de Kiev a Moscú. En 2014, mientras el poder pasaba a manos de fuerzas proeuropeas, Rusia logró tomar la península ucraniana de Crimea y envió a oficiales, voluntari...

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Hace siete años, en 2013, el intento fallido de Vladímir Putin de arrancar Ucrania de Europa e incorporarla a su “familia de pueblos fraternales” (esto es, a su versión resucitada de la Unión Soviética) acabó en revolución. Como resultado de ese levantamiento popular que terminaría por llamarse Euromaidán, las élites políticas prorrusas de la nación, lideradas por el entonces presidente Víktor Yanukóvich, se vieron obligadas a huir de Kiev a Moscú. En 2014, mientras el poder pasaba a manos de fuerzas proeuropeas, Rusia logró tomar la península ucraniana de Crimea y envió a oficiales, voluntarios y activistas a Donetsk, Lugansk, Járkov, Odesa y otras ciudades del este y del sur del país con el objetivo de fomentar revueltas contrarias a Kiev. Se inició así una guerra que Rusia no está dispuesta a terminar y que reaviva cada dos por tres con personal militar y miles de toneladas de equipamiento y munición. Los cálculos de Putin son sencillos: ni Europa ni el resto del mundo darán una acogida plena a Ucrania mientras su región oriental esté sumida en una guerra permanente.

Y, de hecho, el mundo se ha olvidado en gran medida de Ucrania y de su guerra, como se olvida siempre de los conflictos “silenciosos” e inconclusos. El frente que ocupan las tropas ucranianas y los separatistas prorrusos en las “repúblicas populares” escindidas de Donetsk y de Lugansk, en el este, cubre cuatrocientos cincuenta kilómetros. Y la “zona gris” situada entre ambos bandos tiene esa misma longitud, aunque su anchura oscila entre centenas de metros y centenas de kilómetros, según la intensidad de las hostilidades y el paisaje de cada tramo en concreto. Los habitantes de los pueblos y de las ciudades de la zona gris se marcharon, en su mayoría, al inicio del conflicto; abandonaron sus pisos y sus casas, sus frutales y sus granjas. Algunos huyeron a Rusia, otros se mudaron a las regiones pacíficas de Ucrania y otros más se unieron a los separatistas. Sin embargo, aquí y allá quedaron algunos residentes tozudos que se negaron a desplazarse. No se movieron de donde estaban: en mitad de una guerra, escuchando el silbido de los proyectiles que les pasaban por encima y, de vez en cuando, retirando metralla de los patios de sus casas. A algunas de esas personas de la resistencia las han matado, pero otras han aguantado en esa nueva realidad, extraña y dura, en pueblos que en otros tiempos estuvieron densamente poblados y que ahora permanecen desprovistos de vida, en los que tiendas, oficinas de correos y comisarías han cerrado a cal y canto. Nadie sabe con exactitud cuánta gente continúa en la zona gris, en el seno de la guerra. Los únicos visitantes que reciben son soldados ucranianos y separatistas armados, que van allí a buscar al enemigo o sencillamente por curiosidad, para ver si alguien sigue con vida. Y los lugareños, cuyo principal objetivo es sobrevivir, tratan a ambos bandos con el mayor grado de diplomacia y de humilde cortesía.

Desde el invierno de 2015, menos de un año después de la anexión de Crimea por parte de Rusia y del inicio del conflicto, he hecho tres viajes por el Donbás, la región oriental en la que se ubican Donetsk, Lugansk y la zona gris. Allí presencié cómo el miedo de la población a la guerra y a una posible muerte se transformaba poco a poco en apatía. Vi cómo la guerra se convertía en la norma, vi a personas intentar obviarla, aprender a vivir con ella como con un vecino alborotador y borracho. Todo eso me dejó una honda impresión, tan honda que decidí escribir una novela. El libro se centraría no en operaciones militares ni en soldados heroicos, sino en gente normal a la que la guerra no había conseguido expulsar de sus casas.

Esas personas tienen ciertas cosas en común. Intentan pasar siempre desapercibidas, casi como si no tuvieran rostro, en parte para que la guerra no repare en ellas. Aunque en el Donbás, tierra de minas de carbón y plantas metalúrgicas, las cosas siempre han sido así. En época soviética, sus habitantes se enorgullecían de desempeñar un papel discreto en el “gran todo industrial”, y los rusos llegaron a acuñar una designación especial para ellos: “el pueblo del Donbás”, como si fuesen hijos de las minas y de las pilas de desechos, sin ninguna raíz étnica.

El protagonista de mi libro, Sergueich, un jubilado discapacitado y devoto apicultor, pertenece a ese “pueblo del Donbás”. Los vientos del destino lo llevan hasta Crimea, donde el hombre espera procurarles unas vacaciones decentes a sus abejas. Sin embargo, la estancia meridional de Sergueich resultará ser un suplicio. Por mucho que lo intente, no podrá permanecer por completo neutral ante la constante opresión sufrida por los tártaros de Crimea a manos de las nuevas autoridades. Sus simpatías hacia ese pueblo musulmán levantan las sospechas del Servicio Federal de Seguridad ruso, el famoso FSB, y (quizá lo más alarmante) ponen en peligro a sus queridas abejas.

Mi familia y yo visitamos por última vez Crimea en enero de 2014. Incluso antes de la anexión, había banderas rusas ondeando en Sebastopol, por todas partes. La segunda mitad de esta novela es, en cierto modo, mi despedida personal de una Crimea que quizá nunca vuelva a existir. Tampoco sé cuándo regresaré al este de Ucrania, ni cuándo acabará el conflicto. Sea como fuere, confío sinceramente en que la guerra deje tranquilos a los habitantes de la zona gris: que se marche, y que la miel fabricada por las abejas del Donbás pierda su amargo regusto a pólvora.

Andréi Kurkov. Kiev, 2020.

Abejas grises

Autor: Andréi Kurkov.


Traducción: Esther Cruz Santaella.


Editorial: Alfaguara, 2022.


Formato: tapa blanda (416 páginas. 20,81 euros), e-book (10,44 euros) y audiolibro (19,79 euros).

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