Franz Brentano, el magnetismo de la intención
El filósofo austriaco es una esas figuras que trabajan desde el subsuelo, inadvertidas, y que influyen poderosamente en el curso del pensamiento. Para él, el mundo no es un complejo mecanismo, se parece más a un organismo donde la conciencia se vuelca en lo físico
El cielo es mi patria y, mi oficio, la contemplación de los astros.
Anaxágoras
La creación existe, pero no ha concluido. El debate entre creacionistas y evolucionistas es un debate estéril, en el que ambas partes esconden sus motivos reales. Un pseudoproblema, como tantos otros. Las obras de Aristóteles no nos han llegado. Sólo los apuntes de sus clases, conservados por árabes y persas. No hay una Metafísica o una Lógica acabadas y publicadas por el filósofo, sólo los materiales para sus l...
El cielo es mi patria y, mi oficio, la contemplación de los astros.
Anaxágoras
La creación existe, pero no ha concluido. El debate entre creacionistas y evolucionistas es un debate estéril, en el que ambas partes esconden sus motivos reales. Un pseudoproblema, como tantos otros. Las obras de Aristóteles no nos han llegado. Sólo los apuntes de sus clases, conservados por árabes y persas. No hay una Metafísica o una Lógica acabadas y publicadas por el filósofo, sólo los materiales para sus lecciones en el Liceo. Franz Brentano escribió numerosos trabajos sobre Aristóteles y, siguiendo el ejemplo del maestro, no los dio a la imprenta. Esos borradores, provisionales e incompletos, tentativos, fueron también materiales docentes. El que acaba de escribir un libro y lo envía a la imprenta cree que ha concluido su obra, pero se engaña. Toda obra que merezca la pena es una obra en marcha, inconclusa. Como la de Aristóteles, que todavía se comenta, como la de Brentano, ya casi olvidada, como la de este universo, ufano y en expansión. Todas ellas tentativas abiertas, inacabadas, con sus flaquezas y sus bríos.
La familia de Brentano es singular. Su abuelo, un viudo acaudalado de ascendencia judía, deja el lago de Como en Italia y se instala en Frankfurt poco antes del estallido del Romanticismo. Allí se casa con una vieja amiga de Goethe que ha inspirado algunos personajes del Werther. Maximiliane von La Roche le da tres hijos. El primero es el poeta Clemens Brentano, romántico y místico, que lleva una vida alucinada y apasionante, que será contada por su hermana Elisabeth. Bettina, que así la llaman, es también poeta y una mujer fascinante. Extremadamente culta y femenina, mantiene de niña correspondencia con Goethe (que, viejo verde, se enamora de ella) y de adulta, con Beethoven (cuando el gran sordo está destrozado por la enfermedad y la megalomanía). Más tarde, se convierte en socialista libertaria. El tercero de los hijos, Christian, austero, piadoso, de fuerte moral católica, es el padre del filósofo. Un hombre preocupado por la metafísica, en concreto por la intervención de Dios en el mundo. Un tema esencial de la fenomenología (que su hijo contribuye a fundar), sólo que donde Christian dice Dios, el fenomenólogo dice conciencia.
Brentano concibe una jerarquía en las disciplinas científicas. La matemática es la más simple y primaria. Sobre ella se erige la física, luego la química y, finalmente, la fisiología
Brentano nace en 1838. Recibe una educación religiosa y poética. En brazos de su tío Clemens escucha los grandes poemas de la lengua alemana. Su padre muere pronto (factor que favorece la vida filosófica) y, a pesar del ambiente piadoso que lo rodea, o precisamente por ello, como adolescente sufre una profunda crisis espiritual. El motivo: el determinismo (la creación concluida). Busca refugio en la filosofía, que estudia en Múnich, Berlín y Münster, y luego en la teología, que aprende con los dominicos en Graz y posteriormente en Wurzburg. Con 26 años es ordenado sacerdote y se habilita como teólogo en la universidad. Enseña historia de la filosofía. Se entusiasma con Aristóteles y sus comentaristas medievales. Sus clases dejan una profunda huella en los estudiantes. Tiene un atractivo incuestionable y aspecto de profeta. Sobre la tarima de clase, se transfigura. La crisis juvenil le ha lanzado a una rigurosa ortodoxia. Pero tanto rigor le sacará de ella. De fondo, la eterna rivalidad entre dominicos y jesuitas. El motivo: el dogma de la infalibilidad del papa. Los obispos alemanes se reúnen y encargan a Brentano un escrito oponiéndose a la declaración. Pero el dogma se confirma y Brentano se retira a meditar al Monasterio de San Bonifacio. Finalmente, rompe con la Iglesia y renuncia al sacerdocio. En 1874 es llamado a Viena y nombrado profesor ordinario de filosofía. Puesto que ocupa hasta que se enamora. Adquiere la ciudadanía sajona y contrae matrimonio como extranjero en Austria (las leyes austriacas prohíben que los exsacerdotes se casen), por lo que debe abandonar su plaza y quedar como docente privado. Sobrio en las palabras y contenido en los hábitos, ni fuma ni bebe. Le gusta cultivar su jardín y en la vejez, cuando le ataca la ceguera, no deja de trabajar ni pierde en ningún momento la conciencia de lo divino, como recordará su discípulo Oskar Kraus.
Un giro del pensamiento
Brentano supone un punto de inflexión en la historia del pensamiento moderno. Para Ortega, “la filosofía más rigurosa y científica procede de Brentano”. Se trata de una de esas figuras que trabajan desde el subsuelo, inadvertidas, y que influyen poderosamente en el curso del pensamiento. Su influencia es, en muchos sentidos, socrática. Como Spinoza, desarrolla su magisterio al albur de círculos íntimos, casi secretos, de la amistad. Tiene “el mérito de restaurar la verdadera filosofía, echada a perder por Kant”, concentrado en cuestiones esenciales de la metafísica, la ética y la psicología. Esa ruptura con Kant y con los positivistas y abre el camino a la fenomenología de la mente intencional. Lo que Kant llama conocimiento a priori, para Brentano son convicciones a priori, casi prejuicios. El mundo tiene sus causas y efectos, sus razones, pero entre ellas hay que contar a los seres, con sus inclinaciones e intenciones. El mundo no es un complejo mecanismo, se parece más a un organismo donde la conciencia se vuelca en lo físico, no de modo pasivo, sino de modo intencional. Esa actitud puede tratar definir su objeto para, conociéndolo, dominarlo; o bien, de modo más contemplativo, observarlo para atisbar su naturaleza. Sea como fuere, el método debe atenerse a la naturaleza del objeto (como enseña Aristóteles). Brentano no se plantea todavía, como hará después Bohr, la dificultad de considerar esa naturaleza como algo “virgen”. El objeto es siempre algo ya definido por la teoría o la tradición. ¿Cómo hacer que el objeto imprima sus características al método si, para observarlo, necesitamos un instrumento y si, para construirlo, necesitamos una teoría y una idea previa de su naturaleza? Decir que el método debe adaptarse al objeto es comprometido, pues el objeto ya tiene que ser algo para nosotros antes de analizarlo. En todo caso, la intencionalidad es el factor esencial de lo mental, por lo que condiciona toda la experiencia consciente. Brentano comparte con los positivistas su rechazo de los objetos ideales y su compromiso con uno conocimiento limitado a la experiencia. Pero la experiencia exige la participación plena del observador, es decir, unas inclinaciones mentales y un posicionamiento intencional. Hay razones e intenciones y, si nos atenemos a la experiencia, no podemos desligar unas de otras. Para un positivista o un realista ingenuo, la conciencia no es sino un pedazo más del cosmos. Para Brentano, lo físico y lo mental tienen naturalezas diferentes.
El idealismo ha dejado a Alemania agotada. De joven, como todos los jóvenes inquietos que estudian después de Hegel, Brentano se interesa por el positivismo, pero acaba encontrándolo superficial y burgués. El positivista no se asombra. No le interesa saber, sino prever. Quiere anticiparse, controlar. Se conforma con ordenar los fenómenos en el espacio y en el tiempo, concibe (con Bacon) el conocimiento como un modo de acrecentar el poder humano.
Brentano concibe una jerarquía en las disciplinas científicas. La matemática es la más simple y primaria de las ciencias. Sobre ella se erige la física, sobre ésta la química y, finalmente, la fisiología. Los fenómenos psíquicos se comportan respecto a los fisiológicos del mismo modo que éstos respecto a los químicos. La fisiología deberá alcanzar su grado más alto de perfección para que la psicología pueda desarrollarse. La psicología es, a su vez, fundamento de la sociología. Cada realidad exige un método particular para conocerla: es inútil contemplar el paisaje con el microscopio. Bohr ahondara en esta idea. La teoría no sólo construye al objeto, construye también el instrumento con el que observarlo. Ver para creer. Sin una teoría no es posible ver nada. Una razón puramente fisiológica de algo es tan banal como una razón puramente matemática. La creencia es una fuerza de la naturaleza. Todo marco teórico apunta a una creencia. La idea, claro está, viene de la escolástica. La filosofía es preambula fidei, una introducción a la fe. Una idea que desarrollarán William James y Ortega y Gasset.
En su tesis de habilitación de 1892, Brentano sostiene que el verdadero método de la filosofía es el de las ciencias de la naturaleza. Éstas no exigen que debamos proceder uniformemente (como en los casos sencillos de la mecánica), sino “que nos enseña a cambiar nuestros procedimientos de acuerdo con la índole especial de los objetos”. Si bien la mecánica es ahistórica, no lo son la embriología, la geología o la biología. Y la temporalidad es esencial para las ciencias del espíritu (la mecánica no tiene ni pasado ni futuro). Ahí radica la diferencia entre las ciencias del espíritu y las naturales. Unas se dedican a un principio inmóvil y eterno, mientras que las otras comprenden la historia y sus vectores de fuerza (dinámicos). La vida es gerundio, no participio (dirá Ortega), es la conjugación temporal de una naturaleza en la historia, en la evolución. No siempre es posible aislar los fenómenos en el laboratorio. O debido a la gran distancia que separa la causa del efecto. Las disputas entre las diferentes disciplinas científicas son disputas verbales (y el conocimiento se reduce a la disputa, al malabarismo lógico y la agilidad mental). Brentano busca un método que se conforme a la naturaleza de las cosas y son ellas las que tienen que determinar el método de investigación. Si queremos conocer, debemos ser nosotros los que nos adecuamos a los objetos. Sin prejuicios ni aprioris. Kant llama conocimiento a priori lo que en realidad es una “convicción a priori”. Brentano detecta cierta circularidad en el planteamiento: “Las mismas cosas son, al mismo tiempo, problemas y soluciones”.
La verdad es sólo una. Pero los lenguajes son muchos y cada uno expresa diferentes aspectos de ella. La filosofía es femenina. Teje y desteje, como Penélope, mientras espera. Brentano es sereno y, aunque vibra intensamente, no se deja embriagar como Nietzsche. Como meridional, no encaja en la tibieza metafísica del positivismo, que parece resbalar sobre la superficie de las cosas. Busca un sentido premoderno, en el aristotelismo medieval (Avicena y Aquino) y en el propio estagirita. De entre los modernos, su preferido es Leibniz. Ya en 1886, desde Viena, escribe a un amigo: “Yo soy, por ahora, completamente metafísico”.
La historia de la filosofía se parece más a la historia del arte que a la de las ciencias. La filosofía, como el arte, si es clarividente, va por delante, anticipa nuevos paisajes y nuevos escenarios de lo real. Para Brentano la filosofía se mueve cíclicamente, recorriendo en cada periodo diversas fases. En la primera fase, ascendente, el interés es puramente teórico. Le sigue una segunda fase de decadencia, moralista, donde se debilita el interés científico y donde “la lógica y la física llevan una deprimida existencia como siervas de la ética”. Ésta desemboca en una tercera, el escepticismo. La ciencia ya no es digna de confianza. Ese celo enfermizo conduce finalmente a la formación de nuevos dogmas y devuelve a la filosofía a la primera fase. Estos ciclos pueden rastrearse tanto en el mundo antiguo, como en el medieval y moderno. Tras la debacle kantiana, Brentano anuncia un nuevo esplendor filosófico, que pasa por una reformulación moderna del aristotelismo medieval.
Lector de Aristóteles
No se puede ser un aristotélico empedernido, como lo es Brentano, sin ser a ratos platónico. Tampoco es posible el platonismo radical, sin ser a ratos aristotélico. Entre ambas posturas anda el juego de la filosofía. La inducción, que va de lo particular a lo general, es la vía de Aristóteles. La deducción, que va de lo general a lo particular, la de Platón. William James, con su humor habitual, recordaba que nadie puede vivir ni media hora sin ser, al mismo tiempo, platónico y aristotélico. Inducción y deducción son complementarias. El mundo no está hecho de lo simple a lo complejo, pero tampoco se construye desde arriba. Ambas direcciones establecen la circularidad cognitiva, que es la circularidad cósmica. El enredo universal.
Hay hasta seis ensayos de Brentano sobre las categorías de Aristóteles. Para el estagirita hay diez géneros de ser: la sustancia y nueve accidentes (cualidad, cantidad, lugar, tiempo, acción, pasión, relación, posición y hábito). Un esquema que Aristóteles deja inacabado. Una teoría prometedora, pero inconclusa. Los neoplatónicos también participan. Plotino reduce las categorías a cuatro (sustancia, accidente inherente, movimiento y relación). Para Brentano, toda la confusión sobre el asunto viene de considerar las categorías como herramientas lógicas. Las categorías son una doctrina del ser, ontológica. Convertirlas en categorías lógicas hace que pierdan su genuino sentido. La vida no es matemática, podría haber dicho Brentano. Pero Kant y los positivistas, la matematizan, y con ello se pierden.
La sustancia es una entidad que tiene una relación especial con las demás, no está subordinada a otras cosas, como la especie lo está al género. La sustancia es lo que hace que una cosa sea ella misma y no otra. En cierto sentido, es autárquica y homogénea, y se encuentra libre de determinaciones extrínsecas. La sustancia es el gran meollo de la filosofía. Nadie sabe exactamente qué es, pero hay que postularla si queremos hablar del mundo, adecuarlo al lenguaje. La relación ente sustancia y accidente es una relación de complementariedad y de íntima implicación. La sustancia del ser animal-racional humano está enriquecida con la risa, el amor y la mortalidad. No se trata de una relación de causa y efecto, como creía Descartes. Para el francés la sustancia es una causa que permanece siempre en sí misma y por sí misma, es una cosa (res extensa) que soporta los accidentes, es un pensamiento (res cogitans) que soporta los accidentes espirituales. Esto supone un descalabro, que en la época moderna se pone de manifiesto con la asociación del concepto de sustancia con el de materia, con la masa, con lo duro e impenetrable, con lo que tiene posición y movimiento, con las cualidades primarias, convirtiendo el mundo en un complejo mecano (y recordemos que, para las leyes de la mecánica, no pasa el tiempo). Con ello se logra transformar el universo en algo inerte y carente de vida (manipulable, explotable). Se desalojando la vida del centro mismo de la filosofía, que es dónde debería estar.
Con estos planteamientos, dice Brentano, tanto Descartes como Spinoza se alejan de Aristóteles, y no sólo eso, se alejan también de la verdad. Kant remata el descalabro. Rectificar este error resulta fundamental, aunque Brentano no acaba de crear un aristotelismo moderno. Insiste en su empirismo y acusa a Husserl y a Meinong de regresar al platonismo. Reconoce la necesidad de la existencia de un ente que no sea contingente, de un ente necesario. Pero nada físico ni nada psíquico es necesario per se. Por tanto, dicho ente ha de ser trascendente al mundo físico y psíquico. Además, si la creación es una necesidad del Ser necesario, o bien ha de existir siempre o bien puede mutar. Por tanto, anticipando a Scheler, Brentano concluye que se puede suponer cierto cambio en el Ser necesario. Dios se va haciendo, evoluciona. Y en esa evolución estamos llamados a participar. Adquiere así una concepción del ser intencional, del ser como abertura a algo distinto de sí mismo.
Azote de Kant
Para que todo ello sea posible hay que prescindir de Kant. Brentano será el azote del kantismo, aunque con un éxito relativo. En España, Ortega lo celebra: “la ilustración francesa es una trivialización de Locke, la alemana de Leibniz”. Brentano lamenta la dispersión de Leibniz, que dedicó poco tiempo de su frenética actividad a la filosofía. Hume despertó a Kant de su modorra dogmática. Y Kant creyó salvar el conocimiento del escepticismo de Hume, mediante los conocimientos sintéticos a priori, establecidos de antemano sin ser evidentes. Kant postuló aquello que debía probar y “creyó que podía edificar sobre semejantes prejuicios ciegos”. La hipótesis kantiana es que el conocimiento se regula conforme a esos prejuicios. Kant dice: hasta ahora el conocimiento se regulaba conforme a las cosas, supongamos ahora que las cosas se regulan conforme a nuestro conocimiento. Una actitud antinatural, puritana (por lo castradora). La vida no exige que procedamos uniformemente en todo momento, como hace la mecánica. Al contrario, nos enseña a cambiar nuestros métodos de acuerdo con las cosas que salen a nuestro encuentro. Grandes pensadores como Benjamin Franklin, Darwin o el propio Einstein, confesaron su ignorancia de las matemáticas, Haeckel hasta se vanagloria de no saber demostrar el teorema de Pitágoras. La matemática no conoce ni el pasado ni el futuro. Nada sabe de la historia, la enfermedad o la simpatía.
Ante el escepticismo de Hume, que lo ha despertado de su sueño dogmático, Kant postula los juicios sintéticos a priori. El remedio de Kant resulta peor que la enfermedad. Pero el filósofo de Königsberg no se da cuenta de la debilidad de su doctrina, nos dice Brentano. En lugar de conocimientos a priori, debería hablar de convicciones a priori, o mejor aún, de prejuicios. En lugar de exigir que nos libremos de nuestros prejuicios, parece insistir en ellos, en fundar su teoría en prejuicios objetivos. Es una aberración pensar que nuestro conocimiento no está determinado por la naturaleza de los objetos, sino que son los objetos los que están determinados por la naturaleza de nuestro conocimiento. “Los conocimientos sintéticos a priori son algo en que tenemos que creer ciegamente. La existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la libertad de la voluntad, son, en cambio, algo en lo que debemos creer ciegamente”. No hay evidencia de su verdad, lo hacemos por convicción. Después de Kant, “la filosofía ha sido peor de lo que fuera nunca…, la filosofía ha entrado en una nueva edad infantil”. Sólo Spencer parece darse cuenta. Pero las corrientes dominantes del pensamiento se encuentran encerradas en el dogma kantiano. “Algunos profesores a los que manifestaba mi opinión sobre Kant exclamaban: ¡Cuánto me alegro de oírselo decir! Es exactamente mi opinión. Pero no se puede manifestar”. Toda filosofía que parta de kantismo será incapaz de avanzar. De hecho, la evolución no puede entenderse desde el kantismo. El darwinismo de Huxley, como el de Lamarck, declaran que “la disposición primaria del mundo parece tener un carácter teleológico”. Un carácter que afecta tanto a lo orgánico como a lo inorgánico. Hay cierta decrepitud en el kantismo, “sus arbitrarias construcciones y su antinatural a priori constituyen la raíz de las extravagancias de sus sucesores”.
La crítica de Brentano se podría formular así. Lo único aceptable como a priori es la percepción y el deseo. Llegamos al mundo y ya percibimos y deseamos, nos sentimos inclinados hacia ciertas cosas y sentimos aversión hacia otras. Ese es el punto de partida, el verdadero a priori, de cualquier tipo de indagación, ese es el origen e todo conocimiento. Y se podría ir más lejos afirmando que es la vista la que nos da el espacio, y el oído el que nos ofrece el tiempo. Ninguna de estas dos ideas las formula Brentano. La primera es de Leibniz, la segunda se podría adjudicar al idealismo budista. Desde una perspectiva genuinamente empírica, esos dos son los únicos a priori aceptables.
Intencionalidad
La intencionalidad es el concepto central de la filosofía de la mente. Lo que diferencia a los actos psíquicos de los actos físicos es la intencionalidad de los primeros. Los actos psíquicos se refieren a un objeto, lo mientan. Todo fenómeno psíquico está caracterizado por un “estar objetivamente en algo”, por estar el algún objeto, por dirigirse a algún objeto y hacerlo contenido de su representación. Para Brentano, lo decisivo es la inmanencia del objeto en la conciencia. De ahí que luego Husserl afirme que, lo que llamamos objetos, son siempre objetos intencionales (de los otros, nada sabemos). Pero hay algo más, lo que caracteriza al fenómeno psíquico es que su objeto no es forzosamente real. Más aun, en sí mismo, es irreal. El objeto de lo psíquico sólo existe intencionalmente en la conciencia. Mientras que el objeto de los fenómenos físicos existe real y eficazmente. El pensamiento no es algo cerrado, sino que trasciende continuamente sus límites y se dirige a algo distinto de él. Pero el modo de dirigirse y el objeto al que se dirige tiene tanto valor como la intencionalidad misma.
No es posible el conocimiento sin intención. La intención es el “acto del conocimiento” dirigido a un objeto. Brentano sigue a Avicena y los escolásticos, que han revivido el aristotelismo. La intención es un modo particular de la atención (un modo de ser del acto cognoscente) que extiende sus tentáculos sobre las cosas. La mente es, esencialmente, intencional, y las cosas son intencionadas, pues tienden al ser. Todo en el mundo es intención. Sujetos que tienden a y objetos hacia los cuales se tiende. Objetos “entendidos”. El “modo” en que la idea se refiere a su objeto constituye su intencionalidad. Hay primeras intenciones (como “árbol” o “estrella”) y segundas intenciones (como “identidad”, “coexistencia”, “alteridad”). La lógica es la ciencia de las segundas intenciones. Las primeras intenciones se refieren a los objetos reales, las segundas a objetos lógicos. Eso pensaban los escolásticos cristianos y musulmanes, aunque el persa Avicena es el autor en el que la intencionalidad adquiere la gama más amplia de matices.
Anatomía de la mente
Para el positivismo decimonónico, lo físico y lo mental no son dos fenómenos distintos, sino dos modos de referirse a una misma realidad. Todos los fenómenos pertenecen al mismo tiempo a las ciencias de la naturaleza y a las de la mente. Esta era la idea de Ernst Mach, también profesor en Viena, nacido el mismo año que Brentano, y que era alérgico a la metafísica. Si nos limitamos a los fenómenos, los vemos en el campo de nuestra conciencia y, en este sentido, la conciencia es un envolvente del cosmos y todo objeto es, en rigor, contenido de conciencia (sus relaciones con otros objetos pertenecen al ámbito de una teoría de la mente). Pero si consideramos el objeto en su dimensión espacio-temporal, como dado en el mundo, este objeto ya no está presente de modo inmediato a la conciencia y puede ser objeto de la ciencia física. Lo metal y lo físico son dos perspectivas de un mismo fenómeno. Pero mientras en lo mental se manifiesta de modo inmediato, en lo físico por mediación de categorías como espacio y tiempo (juicios sintéticos a priori, que diría Kant).
Según Brentano, los fenómenos físicos y los mentales tienen naturalezas diferentes. No sirve, para justificar esa diferencia, decir que los fenómenos físicos son extensos, mientras que los psíquicos carecen de localización espacial. Tampoco sirve hablar de conciencia interna y externa. O de que unos existen realmente y los otros sólo de forma aparente. Lo que diferencia a ambos es la intencionalidad de los fenómenos mentales.
Brentano divide los fenómenos psíquicos en (1) representaciones, (2) juicios) y (3) movimiento afectivo (amor-odio). La representación es la pura presencia del objeto en la conciencia. No importa si el objeto es real o no. Los sueños, las esperanzas y los miedos también son representaciones. Además, la representación es la condición necesaria de los otros fenómenos mentales, de ahí su importancia. Nada puede juzgarse, apetecerse, esperarse o temerse, sin una representación previa. Así pues, la intencionalidad (apoyándose en representaciones), decanta juicios y, a partir de estos, deseos (aceptación o rechazo). Las representaciones hacen posible, por un lado, lo verdadero y la falso, por el otro, el amor y el odio. Los tres hacen el sentimiento y la voluntad.
De los tres, la representación es el más simple de los fenómenos psíquicos. Además de ser el fundamento de los otros dos. Ella hace posible el juicio y los sentimientos de amor y de odio. Si nos entristecemos por algo, primero hemos de representarnos aquello que nos entristece. Tampoco es posible amar sin enjuiciar. La imaginación juega un papel fundamental en la representación, también la memoria. Brentano considera que la representación es el más independiente de los fenómenos psíquicos, pues sólo depende de su objeto. Aquí discrepamos, la representación es memoria e imaginación, y no es independiente de las experiencias vividas, de la historia particular de cada uno de los seres.
Además, los fenómenos psíquicos se caracterizan por ser conscientes, por ser autoevidentes y por estar referidos intencionalmente a algo. Siempre pensamos o reflexionamos sobre algo. Aunque ese algo no exista, ese objeto está ahí, en el pensamiento, como presencia inmanente. Ese objeto puede ser una entidad extramental o un estado psíquico previo. Y será representado, juzgado, amado u odiado. Brentano no niega la existencia del mundo externo (como hacen algunos empiristas radicales), pero admite que no es evidente, que está mediatizada por la percepción (que es autoevidente) y el deseo. La existencia del mundo externo es una hipótesis con muchas posibilidades de confirmarse. Parece seguir a Berkeley cuando afirma que la percepción se limita a los sensibles comunes. Su objeto inmediato no son los árboles, las nubes, o el trino de los pájaros, sino lo extenso, lo colorado y lo sonoro. Es propio de la naturaleza mental el estar abierta a algo diferente de ella misma, su esencia es relacionista, estar “en relación con…”.
Verdad, belleza y bondad son abstracciones. Lo que existe son los actos buenos, las cosas bellas y las personas sinceras. Su realidad está en su ejercicio
Brentano une en una misma categoría el sentimiento y la voluntad. Hay una gradación continua entre estos dos fenómenos psíquicos, entre el placer-dolor y la voluntad. La tristeza anhela algo que no se tiene, despierta la esperanza de alcanzarlo, decanta la decisión de lanzarse en su búsqueda. Lo que era sentimiento se resuelve en voluntad. No hay un límite definido entre ambos. El amor y el odio hacen la voluntad. Ha sido un error histórico (también lingüístico) separar el sentimiento de la voluntad. Si llevamos esto hasta sus últimas consecuencias (Brentano no lo hace) podríamos preguntarnos si nuestros pensamientos y sentimientos individuales podrían cambiar la estructura física del cerebro. Dado que el cerebro es, desde la perspectiva fenomenológica, una representación, es imaginable que pensamientos y sentimientos puedan cambiar su configuración. Un fenómeno que se estudia hoy día en las neurociencias (aunque al margen del mainstream) y que se denomina “neuroplasticidad autodirigida”. Al parecer, existe una importante cantidad de evidencia empírica que apoya esta posibilidad. Un hecho que, de producirse, contradeciría el materialismo médico.
Los sentidos sólo conocen por afirmación. El juicio por afirmación y negación. El espíritu ascético completa la sensibilidad. “Sólo lo que no ha ocurrido no envejece” (Schiller). Cada fenómeno psíquico tiene su perfección. La representación encuentra su perfección en la contemplación de la belleza. El juicio en el conocimiento de la verdad (que deriva en la alegría del conocimiento) y en el amor a lo divino, que, como enseñó Platón, es la unidad de verdad, bondad y belleza.
Los valores
Los valores no existen en un cielo platónico. Verdad, belleza y bondad son abstracciones. Lo que existe son los actos buenos, las cosas bellas y las personas sinceras. Su realidad está en su ejercicio. Los valores no existen en un mundo aparte, para tener realidad tiene que estar referidos a un acto. En este aspecto Brentano es firme en su aristotelismo. El elemento primero del conocimiento moral no es el imperativo categórico, ni ninguna clase a apriorismo moral, sino la experiencia de los valores. La estimación de algo no depende de nuestra subjetividad, sino que tiene una naturaleza objetiva. El amor debe ajustarse a la bondad como el juicio a la verdad. No es el juicio subjetivo el fundamento del acto moral, sino la índole del propio objeto. Lo esencial del amor es el acto valorativo, pues los actos psíquicos correspondientes a los fenómenos del tercer grupo (amor-odio) se fundamentan en representaciones y juicios, es decir, en la imaginación y el apetito natural hacia la verdad (aunque Brentano no utilice estos términos). En el ideal del sabio, el camino hacia la verdad coincide con el camino hacia el bien. La perfección suprema de nuestra actividad representativa (de nuestra cultura mental) consiste en la contemplación de la belleza. Mientras que la perfección suprema de juicio es el conocimiento de la verdad.
La creación es una necesidad divina. Pero la creación exige contemplación. Por eso la naturaleza crea y la conciencia observa. Hacen falta ambas. Brentano es ambiguo respecto a la inmortalidad del alma (como lo fue su maestro Aristóteles). Considera, de un modo muy oriental, que las almas siguen un camino eterno de perfeccionamiento.
¿Quién es el que mira?
La observación genuina, fenomenológica, exige también percepción interna. Hay una diferencia entre “percibir” y “observar”. Podemos percibir nuestros fenómenos internos, pero no podemos observarlos. Se sienten, pero carecen de figura (por carecer de extensión). Pero si uno logra “ver que ve”, observar el propio acto de ver, asomarse a los pliegues de la sensibilidad, entonces estamos cerca de las enseñanzas de la Bhagavadgītā. Percibir la propia cólera puede hacer que amaine. Brentano describe ese desdoblamiento: “Veo por un lado el color y por otro lado me percibo a mí mismo viendo el color”. Mientras conozco la cosa, de algún modo me conozco. “La observación de lo físico, al margen de hacer posible el conocimiento de la naturaleza, puede ser al mismo tiempo un medio de conocimiento psíquico”. Hay un objeto primero, el fenómeno físico y un objeto segundo, el fenómeno mental. Brentano identifica conciencia y mente (distanciándose del sāṃkhya), pero al mismo tiempo afirma que la conciencia siempre es conciencia de algo distinto de ella misma, con lo que parece aludir al magnetismo original entre conciencia y naturaleza del que habla esta filosofía. En cierto sentido, Brentano está anticipando el principio de complementariedad que tantos réditos dará a la teoría cuántica. Donde la complementariedad hace referencia a la intención del investigador a la hora de preparar su experimento.
Hay que insistir en esta idea, a nuestro entender decisiva. El color no es el acto de ver sino el objeto de ese acto. Y lo que nos interesa observar aquí es el acto, no el objeto. Brentano, en cierto sentido, desnaturaliza la conciencia, la distingue de ese otro ámbito por el que se siente atraída, que es la naturaleza. Pero no la sitúa fuera del mundo, sino que la coloca en cada acto de la percepción consciente del ser vivo. En esto es aristotélico, en lo primero platónico. Lo que llamamos Ser no es lo uno ni lo otro, sino la relación complementaria de estos dos ámbitos.
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